Centenario Miguel Hernández (2)

Tierra y vida, el alma poética del pueblo

«Nuestro cimiento será siempre el mismo: la tierra. Nuestro destino es parar en las manos del pueblo». Así­ define Miguel Hernández su poesí­a en la dedicatoria del libro de poemas Viento del Pueblo que hace a su amigo Vicente Aleixandre.

Como decíamos al concluir la entrega anterior, la sublevación de los generales fascistas contra la República el 18 de julio de 1936, sorprende en Madrid a un Miguel Hernández que ya es en esos momentos una poderosa y reconocida voz poética en el vibrante universo cultural español del momento. Tras marchar unas semanas a Orihuela a ver a los suyos, a su regreso a Madrid en septiembre de ese mismo año, se alista como voluntario en el 5º Regimiento. Una decisión consciente que refleja su determinación y entereza por incorporarse activamente, no sólo con la palabra, a la lucha de todo el pueblo por la defensa de su libertad e independencia. En el 5º Regimiento

Como es conocido, en el 5º Regimiento, organizado por el Partido Comunista de José Díaz y Pasionaria como embrión de un nuevo ejército del pueblo, se alistan, desde el mismo 19 de julio de 1936, los sectores más decididos y combativos del pueblo, los comunistas, la juventud más revolucionaria, “la flor más roja del pueblo” como dice el poema.

Al decidir alistarse en él, Miguel Hernández renuncia a ser una voz que, desde la retaguardia, simplemente impulse y dé fuerza a los que combaten en primera línea. Podía haberse convertido perfectamente –como otros hicieron, sin que esto suponga desmerecimiento alguno para ellos, simplemente decidieron que ese era el papel que mejor podían cumplir en la lucha– en una de las grandes voces poéticas animadoras, desde Madrid, Valencia o fuera de España, de la resistencia popular. También pudo optar a ocupar cualquier alto cargo en los ministerios de Instrucción y Cultura, hubiera tenido abiertas las puertas para ello por el gobierno republicano. Pero la condición de hijo del pueblo, el alma limpia y combativa de Miguel Hernández le imposibilitan adoptar esa postura distante en unos momentos en que lo mejor del pueblo está, literalmente, ofreciendo su sangre y su vida por la libertad de todos.

Al mismo tiempo que participa activamente en las primeras etapas de la defensa de Madrid, haciendo fortificaciones o participando en las batallas de la Sierra que detendrán la primera embestida del “mulo Mola” por el norte de la ciudad (Boadilla del Monte, Pozuelo, Alcalá,…), la creación poética de Miguel Hernández va a dar un giro desde sus primeras influencias gongorinas y pastoriles, transformándose también en un arma de combate, en un instrumento de denuncia de los enemigos, de vibrantes llamamientos a la lucha. Empiezan a gestarse en esos momentos los poemas que darán lugar a los extraordinarios libros Viento del Pueblo y El hombre acecha, la mejor y más acabada exaltación poética de la gesta heroica de un pueblo que durante tres largos años va a emocionar, deslumbrar y hacer vibrar a medio mundo. Viento del Pueblo

Para cierto pensamiento ilustrado, y que se pretende progresista, esta parte de la creación del poeta oriolano supone algo así como un “impasse”, una interrupción momentánea de su brillante creación poética, una ‘concesión’ a las necesidades del momento que, según ellos, a pesar de que encuentra algunos momentos brillantes, en general rebaja la valía poética de su obra, reduciéndola poco menos que a una sucesión de “panfletos versificados”. Nada más lejos de la realidad.

Por un lado, porque ¿cómo en un momento donde toda España es un inmenso campo de batalla donde se enfrentan la fuerzas de la vida y el amor a las fuerzas de la muerte y el odio, el poeta y su obra pueden permanecer indiferentes, impávidas, ajenas a la intensidad dramática y las pasiones desatadas que lo rodean? El énfasis, la exaltación mítica de los personajes, la dimensión épica de sus gestas, la iracunda y jocosa agresividad contra los enemigos no son otra cosa que la conciencia y la forma, la medida exacta capaz de describir y contener la verdad del drama histórico que se está desarrollando y en el que el poeta ha decidido participar en primera línea de fuego. El ritmo indómito, apasionado y atropellado, en ocasiones casi frenético, de sus versos es el que corresponde a un momento verdaderamente excepcional, a un acontecimiento extraordinario y único en la historia. El que corresponde a una poesía que ha sido concebida como arma de combate, que baja a la tierra, que se ensucia las manos de fango y de sangre, que está pensada y hecha para ser leída y recitada en las trincheras, para ser difundida, por las ondas de la radio o las revistas del frente, entre los miles, los millones de luchadores del pueblo combatiente.

Pero además, por otro lado, la activa participación de Miguel Hernández en la guerra, en primera línea del frente, va a sacar, o mejor dicho, le va a permitir tender puentes con lo más profundo y ancestral, con lo más esencial, verdadero y perdurable de la tierra y del pueblo a los que pertenece.

En los mejores poemas de Viento del Pueblo o de El hombre acecha encontramos no sólo la exaltación de héroes populares revestidos de una dimensión mítica, nacidos de y para una lucha que adquiere tintes épicos, sino también las raíces profundas de las que se nutre su voluntad y su acción. La sustancia de la que están hechas desde tiempos inmemoriales, viniendo de la raíz más remota de los tiempos y trasmitiéndose por invisibles redes capilares de generación en generación, el aliento y las pasiones, la furia y las verdades de la indómita alma colectiva que el drama de la guerra ha hecho resurgir.

En Viento del Pueblo, pero también en Llamo al toro de España, en Madre España y en tantos otros, Miguel Hernández, sumergiéndose en el sustrato más profundo y auténtico de la tierra y del pueblo nos descubre con trazos vigorosos lo mejor de la sustancia de la que estamos hecho y con la que hemos sido forjados los habitantes del solar hispánico: “Este toro de siglos, / este toro que dentro de nosotros habita: / partido en dos mitades, con una mataría / y con la otra mitad moriría luchando.” Canción última

En 1937, el poeta y amigo Emilio Prados consigue que Miguel Hernández sea trasladado y nombrado Comisario de Cultura del Batallón de Valentín González, “el Campesino”.

La labor del poeta como comisario de cultura se vuelve frenética. Escribe y recita sus poesías, participa en la creación de revistas dirigidas específicamente a los distintos frentes y regimientos, colabora activamente en la ingente tarea de enseñar a leer y escribir e instruir a los soldados del frente republicano, acude al IIº Congreso Internacional de Escritores Antifascistas celebrado en Valencia, viaja a la Unión Soviética en representación del gobierno de la República con el objetivo de fortalecer los lazos de amistad, cooperación y solidaridad entre ambos pueblos.

En medio de esta entusiástica actividad, encuentra un hueco para desplazarse a su pueblo y contraer matrimonio con su amor de toda la vida, Josefina Manresa. Sólo unos días después debe marchar nuevamente al frente de Jaén.

Toda esta agitada vida, unida a la tensión de la guerra le ocasionan una anemia cerebral aguda. Los médicos le obligan a retirarse y descansar unos meses en Cox, un pequeño pueblo vecino de Orihuela.

En la primavera de 1939, concluye la guerra con la victoria de Franco, justo en el momento en que en Valencia se está acabando de imprimir su libro de poemas El hombre acecha. Una comisión censora ordena su destrucción, pero unos trabajadores esconden dos ejemplares, gracias a lo cual pudo ser reimpreso en 1981.

Mientras tanto, Miguel Hernández rechaza el ofrecimiento que le hace su gran amigo José María de Cossio de refugiarse en su residencia del pequeño pueblo cántabro de Tudanca, la Tablanca retratada por José María de Pereda en Peñas Arriba. Su única obsesión es regresar a Orihuela, donde hace sólo unos meses que ha nacido su segundo hijo. Pero le convencen de que es demasiado arriesgado y decide intentar salir de España por la frontera portuguesa, donde la policía del dictador Salazar lo detiene y lo devuelve a España.

Comienza así un penoso recorrido por cárceles de media España. Sorprendentemente, en septiembre de 1939, cuando se encuentra en una cárcel madrileña a la espera de juicio, es puesto en libertad, unas versiones dicen que gracias a las gestiones realizadas por Pablo Neruda ante un cardenal, otras que por las influencias de sus viejos amigos eclesiásticos oriolanos. En todo caso, el fatídico destino de Miguel Hernández está sellado. Ahora nadie puede disuadirle ya de regresar a Orihuela, junto a su mujer y su hijo, lo que sellará su trágico destino final.

Allí es delatado, vuelve a la cárcel y es condenado a muerte, sentencia que se conmutará por la de 30 años de prisión ante las presiones de diversas instancias eclesiásticas y del mundo académico. Sin embargo, su débil salud no resistirá mucho tiempo las cárceles franquistas. Tras una larga y dolorosa enfermedad, que empieza con una bronquitis aguda, seguida de tifus y posteriormente de tuberculosis, muere el 28 de marzo de 1942 en la prisión de Alicante, con tan sólo 31 años de edad. Teatro en la guerra (1937)

“El 18 de julio de 1936, frente al movimiento de los militares traidores, entro yo, poeta, y conmigo mi poesía, en el trance más doloroso y trabajoso, pero más glorioso, al mismo tiempo, de mi vida. No había sido hasta ese día un poeta revolucionario en toda la extensión de la palabra y su alma. Había escrito versos y dramas de exaltación del trabajo y de condenación del burgués, pero el empujón definitivo que me arrastró a esgrimir mi poesía en forma de arma combativa me lo dieron los traidores con su traición, aquel iluminado 18 de julio. Intuí, sentí venir contra mi vida, como un gran aire, la gran tragedia, la tremenda experiencia poética que se avecinaba en España, y me metí, pueblo adentro, más hondo de lo que estoy metido desde que me parieran, dispuesto a defenderlo firmemente de los provocadores de la invasión…

Con mi poesía y mi teatro, las dos armas que más me corresponden y que más uso, trato de aclarar la cabeza y el corazón de mi pueblo, sacarlos con bien de los días revueltos, turbios, desordenados, a la luz más serena y humana…” COMO EL TORO Como el toro he nacido para el luto y el dolor, como el toro estoy marcado por un hierro infernal en el costado y por varón en la ingle con un fruto. Como el toro lo encuentra diminuto todo mi corazón desmesurado, y del rostro del beso enamorado, como el toro a tu amor se lo disputo. Como el toro me crezco en el castigo, la lengua en corazón tengo bañada y llevo al cuello un vendaval sonoro. Como el toro te sigo y te persigo, y dejas mi deseo en una espada, como el toro burlado, como el toro. El rayo que no cesa (1934-35) LOS HOMBRES VIEJOS I Nacen puestos de gafas, y una piel de levita, y una perilla obscena de culo de bellota, y calvos, y caducos. Y nunca se les quita la joroba que dentro del alma les explota. Pedos con barbacana, ceremoniosos pedos, de su senil niñez de polvo enlevitado, pasan a la edad plena con polvo entre los dedos, sonando a sepultura y oliendo a antepasado. Parecen candeleros infelices, escobas desplumadas, retiesas, con toga, con bonete: una congregación de gallardas jorobas con callos y verrugas al borde del retrete. Con callos y verrugas, y coles y misales, la dignidad del asno se rebela en la enjalma, mirando estos cochinos tan espirituales con callos y verrugas en la extension del alma. Alma verruguicida, callicida la vuestra. Habéis nacido tiesos como los monigotes, y vivís de puntillas, levantando la diestra para cornamentar la voz y los bigotes. Saludáis con el ano, no arrugáis nunca el traje, disimuláis los cuernos con laureles de lata. No paráis en la tierra, siempre vais de viaje por un país de luna maquinal, mentecata. Nacéis inventariados, morís previa promesa de que seréis cubiertos de estatuas y coronas. Vais como procesados por el sol, que procesa aquello que señala delito en las personas. Os alimenta el aire sangriento de un juzgado, de un presidio siniestro de abogados y jueces. Y concedéis los pedos por audiencia de un lado, mientras del otro lado jodéis, meáis a veces. Herís, crucificáis con ojos compasivos, cadáveres de todas la horas y los días: autos de poca fe, pastos de los archivos, habláis desde los púlpitos de muchas tonterías. Nunca tenga que ver yo con estos doctores, estas enciclopedias ahumanas, aplastantes. Nunca de estos filósofos me ataquen los humores, porque sus agudezas me resultan laxantes. Porque se ponen huecos igual que las gallinas para eructar sandeces creyéndose profundos: porque para pensar entran en las letrinas, en abismos rellenos de folios moribundos. Sentenciosas tinajas vacías, pero hinchadas, se repliegan sus frentes igual que acordeones, y ascienden y descienden, tortugas preocupadas, y el corazón les late por no sé qué rincones. No se han hecho para estos boñigos los barbechos, no se han hecho para estos gusanos las manzanas. Sólo hay chocolateras y sillones deshechos para estas incoherencias reumáticas y canas. Retretes de elegancia, cagan correctamente: hijos de puta ansiosos de politiquerías, publicidad y bombo, se corrigen la frente y preparan el gesto de las fotografías. Temblad, hijos de puta, por vuestra puta suerte, que unos soldados de alma patética deciden: ellos son los que tratan la verdadera muerte, ellos la verdadera, la ruda vida piden. La vida es otra cosa, sucios señores míos, más clara, menos turbia de folios, de oficinas. Nadan radiantemente sus cuerpos en los ríos y no usan esa cara de múltiples esquinas. Nunca fuisteis muchachos, y queréis que persista un mundo aparatoso de cartón estirado, por donde el cartón vaya paticojo y turista, rey entre maniquíes de pulso congelado. Venís de la Edad Media donde no habéis nacido, porque no sois del tiempo presente ni del ausente. Os mata una verdad en el caduco nido: la que impone la vida del siempre adolescente. Yo soy viejo: tan viejo, que el primer hombre late dentro de mis vividos y veintisiete años, porque combato al tiempo y el tiempo me combate. A vosotros, vencidos, os trata como a extraños. El hombre acecha (1937-39)

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