Pese a que la idea dominante pudiera ser la de que la Semana Santa se corresponde con un conjunto de prácticas anquilosadas, ancladas en el pasado y pertenecientes a épocas de oscurantismo religioso afortunadamente ya superado, lo cierto es que en nuestro moderno siglo XXI, la Semana Santa sigue congregando año tras año no a señoras beatas ni a católicos nostálgicos, sino a todo tipo de gentes que de una manera u otra viven y contribuyen a hacer efectiva una fiesta que no ha perdido con el paso del tiempo un ápice de actualidad. Cofradías que aumentan el número de sus miembros año a año y que han de limitar el número de nazarenos para no hacer interminables las procesiones, costaleros y jóvenes que interpretan las marchas procesionales que pasan hasta un año ensayando para este único y especial momento, nazarenos y penitentes de todo oficio y condición, turistas,… En 2010, por ejemplo, en Sevilla, por cada euro invertido en la Semana Santa se han obtenido dos euros con ochenta. ¿Qué es lo que sigue haciendo atractiva, cada vez a gentes de más partes del mundo, esta celebración en la que se conmemora algo tan aparentemente ajeno a la mentalidad contemporánea como es el sacrificio, la muerte y la resurrección de un dios?
La Semana Santa es el eríodo litúrgico más importante para la Iglesia. En él se conmemoran tanto la instauración de la eucaristía como la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, los dos acontecimientos centrales de la religión cristiana. Pero es en las procesiones pasionales donde esta celebración encuentra su vertiente más popular, la más conocida y la que más interés suscita.Es importante señalar que éstas no se realizan en todo el orbe cristiano sino en España y en los países de hispanoamérica, así como en Filipinas, todas ellas áreas de influencia histórica española. Incluso en Miami procesionan por estas fechas el cristo de Medinacelli y la Macarena desde hace muy pocos años. También se celebran, menos significativamente, en las ciudades de Braga, en Portugal, y Perpiñán, en Francia, así como en algunas localidades del sur de Italia. Se trata, pues, de una celebración, más que típicamente católica o cristiana, española. El ritoLas procesiones de Semana Santa constituyen una representación teatral depuradísima que suma elementos de distintas procedencias para formar un todo unitario con un enorme potencial catártico. Es decir, es una representación que tiene una capacidad como pocas para generar en los participantes, a través de la emoción, una experiencia liberadora. Liberadora no como la jaula que se abre o las cadenas que se rompen, sino, más bien, como el río que vence los diques que lo retienen o que se desborda más allá de los límites que lo contienen. Libera, en todo caso, como libera el llanto.Todo en ella quiere contribuir a hacer efectiva esta experiencia. Las marchas procesionales, interpretadas por bandas de cornetas y tambores Una melodía contenida, en vilo, angustiada, que recorre todos los matices del sufrimiento, que se quiebra y se recompone a cada momento, y el retumbar implacable, sórdido, de los tambores: la voz del alma herida y su verdugo, un corazón y su pena solos, frente a frente, en diálogo y lucha constantes. También las imágenes, los pasos, que narran episodios de un relato que todos conocen. En esencia, el drama de un hombre, que es un dios, torturado brutalmente hasta la muerte y el dolor de una madre que es testigo de los acontecimientos. Su marcha lenta, doliente, por las calles transfiguradas por el murmullo de la gente y el olor del incienso. La presencia siniestra, misteriosa, de los anónimos nazarenos. Y la seguridad de que ese dolor y ese sacrificio tendrán su corona de alegría una vez superado todo el proceso. Todo en una sola composición, un acto, un rito, que es expresión artística, simbólica y colectiva de una experiencia humana íntima y universal a la vez. Un arte en contacto con el puebloTodos estos elementos cobrarán unidad durante el siglo XVII español. Estamos en un momento de patente decadencia económica. Las potencias europeas se disputan la hegemonía que pierde un imperio español en proceso de descomposición. Y la Iglesia se enfrenta a la escisión entre catolicismo y protestantismo, las dos grandes corrientes del cristianismo actual.El protestantismo afirmará la salvación por la fe, y no por lo actos, como defiende la iglesia católica; negará la autoridad del papado y de la tradición de los padres de la Iglesia, reconociendo como única fuente de revelación a la Biblia y proponiendo su libre interpretación; negará también el culto a la Virgen y los santos y la representación de imágenes religiosas. Se trata, por supuesto, de una escisión política, además de religiosa, que refleja los cambios que se están produciendo en Europa en la transición del feudalismo al capitalismo. El protestantismo genera el ámbito ideológico apropiado para el desarrollo de la burguesía: la salvación depende casi en exclusiva del individuo, y es éste el que regula su propia relación con Dios.La Iglesia, y la monarquía española como su adalid en esta lucha, como respuesta, lanzan la Contrarreforma, en la que se reafirma la autoridad del papado y se toman medidas para reforzar la estructura de la Iglesia en todos sus niveles, con la unificación de los ritos y la creación de seminarios. Digamos que, frente al arribismo y la dejadez, es en este momento cuando se profesionaliza la institución sacerdotal.Mantienen el culto a la Virgen y los santos y promueven, como elemento propagandístico, la representación de imágenes, lo que dará lugar a la tremenda profusión de imágenes religiosas que caracterizan el Barroco español.Al menos desde principios del siglo XV se procesionan imágenes en algunos lugares de España durante la Semana Santa. Éstas, de carácter popular y ligadas a festividades de tipo rural que celebran la llegada de la primavera, recibirán su impulso definitivo en este siglo XVII con el patrocinio de la Iglesia. Es en este momento cuando se generalizan las procesiones por todo el orbe católico y cuando adquieren una estructura unitaria, que es la actual. A los tambores que acompañaban a algunas de estas imágenes se les unen los instrumentos de viento; es en este momento cuando se fijan icónicamente las figuras del Ecce Homo y del Nazareno, cuando adquiere una importancia fundamental la figura del crucificado o la de la Madre Dolorosa en sus múltiples advocaciones.En este contexto, en el que el afán propagandístico de la Iglesia católica impulsa la creación de imágenes que adquieren su total significado cuando son procesionadas, el prestigio y el reconocimiento de un maestro imaginero depende de su capacidad para generar imágenes acordes con el sentir popular. Y esto es lo que sucede. Los maestros imagineros comienzan a elaborar imágenes que tienen un enorme éxito popular. Y estas imágenes serán de un realismo atroz, sin precedentes. La representación del cuerpo humano torturado, en el momento de la expiración o ya muerto en reproducciones en las que un forense podría determinar las causas del fallecimiento. La exploración meticulosa de la expresión del dolor en todos sus formas en los gestos, en los ademanes, en los rostros de las vírgenes. El uso de la policromía para dar mayor realismo a la figura, de vestimentas auténticas, de vidrio para elaborar los ojos y hasta de pelo natural. Todo va orientado a la reproducción lo más exacta posible de un tipo humano y un drama que, por algún motivo, se siente como muy cercano, como propio.Buena parte de la fascinación que despierta la celebración popular de la Semana Santa reside, probablemente, en este equilibrio tenso, tensísimo, que se da en ella entre, por un lado, la reacción feudal férrea contra el protestantismo y los progresos para el individuo que éste implicaba en los albores del capitalismo, y, por el otro, el deseo y el anhelo por parte de las clases populares de experiencias colectivas enriquecedoras y liberadoras. El dios muerto y resucitado: las raíces indestructibles de la vidaPero hay otro aspecto que hace fascinante a la Semana Santa. Y éste tiene que ver con la misma naturaleza de las creencias cristianas. Muchos autores han señalado los paralelismos existentes entre el relato bíblico de la vida de Jesús de Nazaret y los mitos de antiguas deidades mediterráneas, ligadas a la regeneración anual de la cosecha, que mueren y resucitan. Osiris, Adonis, Tammuz, Atis, Dionisos, Orfeo, o las femeninas Inanna, Ishtar, Perséfone. Todos ellos entran en el reino de los muertos para después regresar. Todos ellos están ligados a concepciones que el cristianismo fue asimilando poco a poco con el paso del tiempo conforme se iba desligando de sus orígenes judíos. Nociones como la de un inframundo, el mundo de ultratumba al que van a parar los muertos, que tiene su sede bajo la misma tierra que pisamos los vivos; el culto a la Virgen, Gran Madre de todo lo viviente; la Eucaristía o acto simbólico de comer al dios; o la creencia en la resurrección de la carne, nociones todas ellas compartidas con estas antiguas religiones, fueron incorporadas por la Iglesia, en gran parte, a partir de las prácticas de los pueblos que se encontraban bajo su influencia. Todas ellas apuntan a una concepción de la naturaleza del mundo en la que el nacimiento y la muerte forman parte de un mismo e indisoluble ciclo vital. La muerte nunca es aniquilación, sino posibilidad de vida en nuevas formas.Que las procesiones pasionales de Semana Santa resalten precisamente estos aspectos del cristianismo: la instauración de la Eucaristía y, sobre todo, el papel importantísmo de la pasión, muerte y resurrección de Jesús, así como el protagonismo en todas ellas de la Virgen como Madre, hace que estas prácticas populares entren en resonancia con estas creencias telúricas, ancestrales, que ponen todo el énfasis en el inmenso poder generador de la tierra. Lo que nos ayuda un poco a entender ese algo inasible, misterioso, evocador de no se sabe qué época, que tiene una fiesta que, en última instancia, viene a hablarnos no de la muerte, sino de las raíces indestructibles de la vida.