"El gran Gatsby"

Sí­ Son mala gente

Cuando más delirante era la «narcotización» de los «felices años veinte», Scott Fitzerald nos desveló que detrás de esa brillante fachada, el capitalismo estaba gobernado por «mala gente» que como un Rey Midas invertido destruí­a todo lo que tocaba

La “pesadilla” americana

La nueva versión de “El gran Gatsby”, firmada por Baz Luhrmann, tiene un solo momento de verdad.

Cuando Nick Carraway –plenamente consciente de que el destino de su amigo acabará trágicamente- se dirige a Jay Gatsby para gritarle: “Ellos [las rancias familias de la burguesía norteamericana a las que Gatsby se ha entregado atado de pies y manos] son mala gente. Tú vales mucho más que ellos”.

A partir de esa dolorosa revelación, toda la historia adquiere sentido.

Gatsby creyó con todas sus fuerzas en el “sueño americano”. Pensó que en “la tierra de las oportunidades” que ofrecía el floreciente capitalismo de los años veinte, donde según la nueva mitología del ascenso social todo era posible, un humilde hijo de granjeros podría codearse de igual a igual con las élites dominantes.

Gatsby comienza la historia bajo el personaje de “El gran Gatsby”, que organiza las más impactantes fiestas de Nueva York, donde acuden senadores, banqueros, gánsteres, la flor y nata de Hollywood… Es el hombre de moda en una ciudad que crece a pasos de gigante.

Pero la verdad de Jay Gatsby está cinco años atrás, cuando era un simple oficial que cometió el error de enamorarse de Daisy, la heredera de una de las más importantes familias de la alta sociedad.

Entonces le dijeron que “no disponía del dinero suficiente” para pasar de ser amante a esposo.

Y Gatsby firmó, como un moderno Fausto, un pacto con el Diablo. Se convertiría, a cualquier precio, en el hombre rico capaz de desposar a Daisy.

Traficó con la mafia, se convirtió en el testaferro financiero de los gangsteres, se codeó con los tiburones de Wall Street, acudiendo a sobornos y chantajes para colocar bonos y acciones en las mejores condiciones…

Y todos esos crímenes estaban revestidos de unos refinados modales aristocráticos, de una fachada de gentelman adquirida a base de falsedad y cinismo.

Embriagado por el sueño americano de acenso social, Gatsby pensó que sería incluso capaz de reescribir su paso y diseñar su futuro. Se construyó una ficticia ascendencia nobiliaria… y fantaseó con su vida al lado de Daisy, ya convertidos en un matrimonio aceptable por la alta sociedad neoyorkina.

Pero Daisy no podía esperar. Su familia no podía esperar a que Gatsby se convirtiera en “un gran hombre”. Por eso se casó con Tom Buchanan, miembro de otra de las más rancias estirpes de la élite norteamericana.

A partir de ese momento, la conquista del amor de Daisy, bajo la forma de un matrimonio que los encumbrara socialmente, se convirtió en una obsesión para Gatsby.

Compró una mansión justó enfrente de la vivienda de los Buchanan. Se iluminó de los más fastuosos oropeles.

Hasta que, por fin, adquirió el estatus social necesario para volver a gozar del amor de Daisy.«El valor de Scott Fitzerald es haberse atrevido a señalar en 1.925, cuatro años antes del crack, que el “sueño americano” escondía en realidad una pesadilla.»

Y entonces… se desató la tragedia.

Tom Buchanan, el marido infiel, con múltiples amantes públicas, no podía soportar que su mujer amara a otro hombre… Y especialmente que ese otro hombre fuera un intruso, perteneciera a otra clase y se considerara apto para profanar las propiedades de la élite, entre las que se cuentan sus esposas.

El climax se desata cuando Tom y Daisy Buchanam degustan champan con hielo en uno de los más lujosos hoteles de Nueva York.

Tom le arroja a Gatsby una sentencia: “tú eres un impostor. No tienes la sangre que nosotros tenemos”.

En otras palabras, tú no tienes derechos para cortejar a mi esposa, mientras yo si tengo los poderes para poseer a las mujeres de “las clases inferiores”.

Entonces, toda la verdad, hasta entonces larvada, estalla.

Somos clases diferentes… Y estamos separadas por un abismo que no se puede franquear.

El auténtico rostro de esas “distinguidas familias” aparece en toda su brutalidad. Desatando asesinatos, engaños, manipulaciones…

Gatsby acaba transformado en un juguete roto, despreciado por las mismas élites que lo encumbraron.

El valor de Scott Fitzerald es haberse atrevido a señalar en 1.925, cuatro años antes del crack, que el “sueño americano” escondía en realidad una pesadilla.

Pomposidad hueca

«Para mí, esto es como el Shakespeare estadounidense. Esta es una de las novelas más célebres de todos los tiempos». Así se refiere el actor Leonardo DiCaprio a la novela El gran Gatsby y a su autor, Francis Scott Fitzgerald,

Un libro adelantado a su tiempo que fotografió como ninguna la gran mentira en que se asentaba la sociedad de la época y que saltaría por los aires solo cuatro años después. Un reto demasiado grande.

Pero el director de la historia es el temible Baz Luhrmann, señor al que apasiona ante todo la parafernalia, un lenguaje visual exhibicionista hasta el mareo, incapaz de transmitir sentimientos auténticos, portador de una estética exuberante y rebuscada al exclusivo servicio de la oquedad.

Monta una verbena visual que está mucho más preocupada por el despliegue de la cámara que por lo que les ocurre a los personajes, por impactar estéticamente al espectador en vez de conmoverlo con esta historia de amor que no puede tener final feliz.

Los actores –el trio protagonista encabezado por Di Caprio, y al que acompañan Tobey Maguire y Carey Mulligan- se esfuerzan por dotar de autenticidad, complejidad y matices a sus personajes.

Y lo consiguen hasta donde les permite el “peso muerto” de una pomposidad hueca que asesina la historia, nos distancia de ella, impide que podamos asumirla como propia.

Habrá que esperar todavía a la película –no definitiva pero si por lo menos correcta- sobre “El gran Gatsby”.

Quizá a Hollywood le cueste demasiado mirar a los ojos a las élites norteamericanas, y contarnos de verdad lo que ve en ellos.

Necesita de la mentira, en este caso en grandes dosis, para “suavizar” un mensaje demasiado afilado.

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