Centenario del nacimiento de Akira Kurosawa

Shakespeare en Japón

Cuando se cumple un siglo de su nacimiento, Kurosawa es, sin duda, el más influyente cineasta asiático de todos los tiempos. Su cine es capaz de beber de las mejores tradiciones occidentales -desde Shakespeare a la novela negra-, sin dejar por ello de hundir sus raí­ces en Japón.

Akira Kurosawa es sin duda el director jaonés de mayor prestigio internacional. Nacido en 1910, se aproxima a la carrera militar, pero fue el Arte el que finalmente lo sedujo y la pintura fue su primera pasión. S u hermano Heigo pronto comenzó una carrera en los cines de Tokio como benshi, o narrador de películas mudas para el público japonés. Sin embargo, con la llegada del cine sonoro, el trabajo de los benshi comenzó a desaparecer, lo que llevó a Heigo a intentar organizar una huelga que fracasó. Akira también estaba implicado en las luchas de sindicatos, escribiendo varios artículos para un periódico, al mismo tiempo que perfeccionaba su destreza como pintor. En 1930, con sólo veinte años, lo vemos enrolado en una asociación de “Artistas proletarios” de orientación izquierdista. Durante esa década comienza a trabajar en los estudios cinematográficos.Después de su debut tras las cámaras con Sanshiro Sugata (La leyenda del gran judo), sus siguientes películas fueron cuidadosamente supervisadas por el belicista gobierno japonés, e incluyeron frecuentemente temas nacionalistas. En cambio, su primera película post-bélica, Waga seishum ni kuinashi (No añoro mi juventud) es crítica con el anterior régimen japonés, ya que trata sobre la mujer de un disidente izquierdista, arrestado por sus tendencias políticas.1950 es un año clave, no sólo para la obra de Kurosawa sino también para el cine japonés, poco menos que desconocido en Occidente. Al recibir el León de Oro en Venecia, Rashomon abrió las puertas de Occidente para el cine japonés. Pocas veces se ha presentado ese distinto mirar de personas diversas a las mismas cosas; pocas veces se ha sabido transmitir tanta fuerza a cuatro narraciones distintas del mismo acontecimiento. Un excelente tratado práctico sobre la relación entre realidad y narración y entre éstas y el cine.Vivir (1952) es un film de excepción, de una fuerza y un vigor narrativo inusual. Kuroswa corta el relato en mitad del metraje para prolongarlo, muerto el protagonista, en los testimonios de los asistentes a su velatorio.Ese perfil se afirma definitivamente en Los siete samuráis (1955), obra épica monumental, que engarza el relato central con digresiones en forma de parábolas orientales, en las que Kurosawa trabaja con un nutrido equipo de actores, todos de parejo nivel, entre los que se destaca la personalidad de Toshiro Mifune.En 1957, Kurosawa decide trasladar el “Macbeth” de Shakespeare al largo medioevo japonés y realiza Trono de sagnre (o “El castillo de la araña”), con Toshiro Mifune, ya plenamente identificado con el realizador, en su noveno trabajo en común. Se trata de una de las obras formalmente más creativas de Kurosawa, una de las mejores adaptaciones del dramaturgo inglés y, a la vez, tan oriental que motivó la afirmación de Orson Welles de que Kurosawa, aunque adaptara a Shakespeare, hacía siempre cine japonés.La quiebra de su productora –una cooperativa-, y un intento de suicidio, lo alejan de los sets durante un quinquenio. En 1975 recibe una inesperada propuesta de la Unión Soviética, para plasmar en imágenes los relatos de un capitán topógrafo del ejército zarista que, a comienzos del siglo XX, traba relación con un habitante de los bosques, el cual ha desarrollado una ética de conducta, de respeto a los hombres y la naturaleza, superior a la de los hombres que se autodenominan “civilizados”. Dersu Uzala, al que la industria de Hollywood concede un Oscar, probablemente con la mezquina intención de quitar a su enemigo el mérito de haber reivindicado al gran humanista japonés. Tras otro lustro sin filmar, recibe otra oferta (seis millones de dólares), un homenaje seguramente más sincero de otros cineastas –Coppola, Lukas- con los cuales realiza Kamegusha ("La Sombra del Guerrero"), ambientada en una etapa del medioevo japonés –correspondiente al Renacimiento en Occidente-, en que la lucha clánica va llevando a la unificación del país bajo un solo estado, y en que las potencias europeas comienzan a incursionar por el lejano Oriente, a traficar con sus armas de fuego y hacer conocer sus exóticas religiones. Un friso de la tragedia de la historia, mechado con escenas picarescas al estilo shakespeareano. El film obtiene la Palma de Oro en el Festival de Cannes.Con el aval de ese triunfo, consigue llevar adelante un viejo proyecto “Ran”, la adaptación de “El rey Lear” de Shakespeare. Obtiene un presupuesto de diez millones de dólares de un productor francés. Con lo que en Hollywood producen un film de bajo presupuesto, él pergeña una obra monumental, reconstruye una época. La expresión de su plástica alcanza aquí las más altas cotas de belleza, una de las cimas del cine en color y Kurosawa se erige como uno de los más grande pintor de batallas en la historia del cine, logrando a su vez, la certera imagen de una especie insólitamente agresiva, de cuyos sombríos ejércitos emana un zumbido de insectos, un rumor de enjambres, cuyos instintos no conocen de la piedad. Un ser ciego, cuyos instintos superan toda racionalidad, tanteando el borde de un abismo.Su debilidad por la literatura no nipona le valieron reproches en Japón, donde le acusaron de ser "demasiado occidental". Quizá es que en Japón no se le entendió. Así lo sugiere el director chino Zhang Yimou, que afirma en las películas de Kurosawa, a quien considera su maestro, se lee "el alma de Japón" . Pero esto es normal si se lee según la descripción que hace Nakadai del hombre que lo dirigió en "Kagemusha" (1980) o "Ran" (1985): "Akira Kurosawa era el Don Quijote de Japón".

Deja una respuesta