Hay un dicho en la alta diplomacia internacional que expresa gráficamente la naturaleza de las relaciones de poder entre los Estados: «Si no estás en la mesa, estás en el menú». Es decir, si no estás en la mesa donde se deciden las cosas, otros serán los que decidan por ti, y probablemente contra tus intereses. Algo así se podría decir de Obama con respecto a Oriente Medio.
La cobarde y criminal agresión israelí contra la flotilla humanitaria que se dirigía a romer el bloqueo de Gaza, es una feroz advertencia de Tel Aviv para que Washington acuda rápidamente a sentarse en la mesa del intrincado tablero mediooriental. Una agresión criminal El ataque de un comando de elite del ejército israelí contra la flotilla humanitaria fletada por la ONG Free Gaza, además de un acto ilegal de piratería en aguas internacionales con resultado de al menos 9 activistas asesinados, no es más que la extensión lógica, desde el punto de vista de Tel Aviv, del criminal bloqueo que mantiene contra el pueblo palestino en la franja de Gaza desde hace años. Como dijo al día siguiente del ataque el diario británico The Guardian, si ese mismo acto de agresión se hubiera producido en aguas de Somalia contra cualquier buque mercante europeo, una escuadra de la OTAN se habría puesto inmediatamente en marcha para detener o hundir a los agresores. Por supuesto, nada más lejos de lo ocurrido. Como gendarme norteamericano en Oriente Medio, Israel dispone de un margen de actuación lo suficientemente amplio como para saber que incluso sus acciones más extremas, como ésta, contarán con la comprensión y, en última instancia, la complicidad de Washington para evitar cualquier tipo de represalia de la comunidad internacional. Por más que nunca se gritará bastante alto el rechazo y la condena por los asesinatos y la exigencia de castigo a los culpables, la cuestión principal en este caso no radica sólo en denunciar la naturaleza cobarde y criminal de la agresión, sino en preguntarse las razones de por qué Israel se atreve a protagonizar un escándalo de esta envergadura, disponiendo como dispone de medios más que suficientes para haberlo resuelto de una manera mucho más “aceptable” para Washington. Toque de atención Hablando en términos políticos y de correlación de fuerzas, la agresión israelí no sólo se ha dirigido contra la flotilla humanitaria, sino en un sentido más amplio, es un rotundo mensaje dirigido a Washington y una advertencia contra Turquía. A la demostrada incapacidad de Obama por “poner en vereda” a Irán, se le suma ahora el creciente protagonismo que está tomando Ankara en Oriente Medio. La sola posibilidad de un hipotético eje Teherán-Ankara pone los pelos de punta a Israel. Y, en buena lógica, debería ponérselos también a la Casa Blanca, aunque Obama más que prever y conducir los acontecimientos en la región, parece ir a remolque de ellos. Estancado el diálogo que al principio de su mandato propuso al régimen de Teherán, el intento de Washington de forzar una nueva ronda de sanciones contra Irán se veía torpedeado semanas atrás por un flanco inesperado. La sorpresiva visita relámpago del presidente truco Erdogan y el brasileño Lula a la capital iraní, logrando arrancar un acuerdo por el que Irán se comprometía a entregar a Turquía todo su combustible nuclear para que éste, bajo estrictas condiciones de control internacional, se lo devolviera enriquecido para su utilización con fines civiles, hacía retroceder de un plumazo todas las negociaciones y presiones llevadas a cabo en el Consejo de la Seguridad de la ONU por Washington con el objetivo de endurecer las sanciones. El golpe bajo es aún más contundente por cuanto el acuerdo es un calco exacto de la propuesta hecha por EEUU al régimen iraní en octubre pasado. Lo que Admadinejah había rechazado a los negociadores norteamericanos meses atrás, ahora era aceptado en la mesa de negociaciones con turcos y brasileños. Un gesto –y en la diplomacia internacional a veces un gesto vale mucho más que mil palabras– que ha puesto de manifiesto tanto la voluntad de Brasil para dar un arriesgado paso hacia adelante en su objetivo de transformarse en una potencia emergente y no sólo en ámbito regional americano, como el camino emprendido por Turquía bajo la presidencia del moderado islamismo del Partido de la Justicia para proyectar su influencia, como potencia regional, más allá del Cáucaso, hacia el Medio Oriente. Candidatura regional Paralizada in aeternum su candidatura a entrar en la UE por un veto germano de difícil resolución en décadas, desde la llegada al poder de Erdogan Turquía emerge como una de las nuevas grandes potencias de ámbito regional del planeta, por razones económicas, demográficas y territoriales, pero sobre todo por la voluntad política del gobierno islamista. La resuelta determinación de negar la utilización de las bases norteamericanas en su territorio para la invasión de Irak en 2003, sorprendió al mundo. Pero entonces aquella negativa, aunque sorprendente dados los históricos vínculos de dependencia económicos, políticos y militares de Ankara hacia Washington, parecía ir a caballo de la oleada de rechazos que la línea de Bush levantó en todo el planeta. La perspectiva que dan los siete años transcurridos desde entonces, sin embargo, muestran aquella decisión como el pistoletazo de salida hacia la búsqueda de nuevos activos y áreas de influencia en las regiones vecinas. Si durante décadas Turquía buscó –con el padrinazgo de la OTAN y EEUU– proyectar su vocación hacia occidente, el permanente conflicto con Grecia, la explosión yugoslava y la ocupación del área balcánica por los intereses franco-germanos tras la caída del Muro de Berlín, han empujado a Turquía a volver sus ojos hacia otras zonas de histórica influencia del imperio otomano. En un primer momento hacia el Cáucaso y, a través del Caspio, hacia la zona suroccidental de Asia Central (de profunda raigambre turcómana). En la actualidad, y tras haber provocado la invasión norteamericana la anulación del poder iraquí en la región, también hacia Oriente Medio. Al organizar la flotilla de ayuda humanitaria para Gaza, el gobierno de Ankara ha manifestado en los hechos estar dispuesto en tomar en sus manos la responsabilidad de ayuda al pueblo palestino de la que los grandes países árabes de la región han abdicado en nombre de las etéreas promesas de Washington de impulsar un proceso de paz entre Tel Aviv y el gobierno de Cisjordania. Y esto no es algo simplemente testimonial, dada la influencia y la capacidad de movilización que todo lo relacionado con la cuestión palestina tiene en el mundo musulmán. “Desaparecidos” políticamente Egipto y Arabia Saudí del conflicto palestino, neutralizada Siria tras la conmoción del tablero regional que supuso la invasión de Irak y con Irán como única potencia regional con voluntad y capacidad para ganar influencia en la región interviniendo en él, Turquía ha visto la posibilidad de liderar, desde el otro extremo geográfico de la región, la respuesta del mundo islámico sunita y se ha lanzado a intentar aprovecharla. Una potencia en ciernes Con una extensión de más de 780 mil kilómetros cuadrados (aproximadamente una vez y media España) y una población de 75 millones de habitantes, el despegue económico de Turquía en la última década, con crecimientos sostenidos del PIB por encima del 7%, la han convertido en una firme candidata a ocupar el papel de potencia económica regional. Miembro de la OTAN, del Consejo de Europa, de la OCDE y del G-20, Turquía ocupa actualmente la 12ª posición de los países del mundo en cuanto a su PIB, inmediatamente después de Rusia e India. De seguir su actual ritmo de desarrollo, se cree que en poco más de una década su PIB superará al de España. Con la mitad de la población por debajo de la edad de 28,3 años, su población activa constituye el 66,5% de la población total, mientras que la tercera edad representa apenas el 7,1%. Un enorme potencial demográfico que contribuye a su expansión económica. Militarmente, dados sus fuertes vínculos con la OTAN y EEUU durante toda la Guerra Fría como retaguardia estratégica del Mar Negro y puerta de acceso noroccidental a Oriente Medio, Turquía es un coloso regional hasta el punto de que posee las segundas fuerzas militares permanentes de la OTAN, con una fuerza combinada de más de un millón de efectivos.