Cine

¿Mal de uno consuelo de mil?

Dirigida por Oskar Santos, producida por Alejandro Amenabar y con guión de Daniel Sánchez Arévalo, «El mal ajeno» lleva tres semanas en cartelera y sólo el boca a boca la puede salvar de una discreta posición en el rankin. El «ves a verla» es el criterio de verdad. Mientras tanto no puede evitarse compararla con Ágora pues entraña la misma posición: abordar una contradicción honda e interesante para resolverla tirándose por la ventana.

Un médico y sus acientes. La responsabilidad de sanar enfrentándose al dolor de los demás con todas las ilusiones y anhelos que encierra cada vida. ¿Debe un médico tomar la distancia fría del científico hasta el punto de permanecer impasible ante su sufrimiento?, ¿es la única forma de tomar decisiones difíciles en momentos decisivos, de poder salvar cientos de vidas sin que ningún aspecto subjetivo pueda influir en ellas? Eduardo Noriega es un médico endurecido por el “callo” de años de práctica en urgencias y en la unidad del dolor de un hospital tratando con cientos de enfermos terminales o de difícil cura. Las cartas se ponen encima de la mesa: La relación con su mujer deteriorada por esa frialdad clínica, una hija que de pequeña se hacía la enferma para llamar su atención, un residente que se preocupa por los pacientes y se emociona con su sufrimiento, y un marido desesperado que a punta de pistola le obliga a jurar que no se apartará ni un segundo de su mujer embarazada en situación crítica, como si ella fuera su única paciente. La fotografía, los actores, incluso el ritmo, que tanto ha sido criticado las dos primeras semanas del estreno, son de factura impecable, de la escuela de Amenabar. Belén Rueda, Luis Callejo, Marcel Borrás, Clara Lago, Angie Cepeda, y por supuesto Eduardo Noriega, más allá de los matices, cumplen cada uno su papel de engarzar una historia, difícil en sus aspectos emocionales y en la que se superponen otras con flashbacks que llevan a pequeños tramos con los que podrían rodarse un par de películas más. La fotografía de Josu Inchaustegui, discípulo de Javier Aguirresarobe, consigue empastar la luz, las sensaciones en la retina, haciendo que un tema tan complicado fluya en la pantalla. El corazón de la historia es el don que misteriosamente este doctor adquiere, es capaz de curar con las manos. Pero tan milagrosa capacidad tiene una contrapartida, cada paciente que salva uno de sus seres queridos enferma. Daniel Sánchez Arévalo no se amilana ante un guión tan complicado. Muestra el problema en toda su dureza sin evitar sus aristas. Algo admirable: el sacrificio por los demás sin importar las consecuencias, la entrega por curar a la gente, incluso dando la propia vida (más allá de los componentes dramáticos de la película), tratado además sin atender a correcciones, colocando a un hombre capaz de todo por su amada frente al médico calculador. Algo detestable: “¿qué importa la vida de unos cuentos seres queridos al lado de las miles que puedes salvar?”. ¿Quién ha dicho que la capacidad de sanar, que la existencia de una medicina y unos profesionales exclusivamente dedicados a curar a la gente, chocan con los seres queridos, con la vida personal de los médicos y la preocupación por los pacientes?. Al presentar así una posición de principios que cualquiera exigiría a su médico, aparece como algo extremo, que a veces puede ser heroico y a veces sencillamente talibán. ¿No es una realidad que mientras la gente es capaz de entregar horas y recursos por ayudar a un ser querido enfermo, las condiciones sanitarias o sociales imponen limitaciones insalvables?. No está en nosotros el problema. La película se enfrenta a una contradicción honda y con múltiples aspectos, es, en definitiva, valiente, pero no sale de la introspección psicoanalítica para buscar la verdad en los hechos.

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