Interpretar jurídicamente la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut de Cataluña está resultando un laberinto incluso para los propios especialistas. Veinticuatro horas después de conocido el fallo, nadie se atreve a emitir un juicio definitivo, a la espera de conocer los argumentos finales de los jueces. Para unos lo avala, para otros lo cuestiona. Hay que dice que no lo modifica sustancialmente, hay quien afirma, por contra, que estamos ante un recorte «nuclear».
El gobierno, que defendía la lena constitucionalidad del Estatuto, se felicita por la sentencia. El PP, que interpuso el recurso de anticonstitucionalidad, también. ERC, que votó en contra, monta en ira por el fallo. Y en el colmo del absurdo, el presidente de la Generalitat, del mismo partido del gobierno, convoca una manifestación en contra de la sentencia. Pero, al margen de esta cadena de despropósitos, de tecnicismos jurídicos y de valoraciones de parte, ¿cómo hay que interpretar políticamente el fallo del Constitucional? En la sentencia es posible –y necesario para entender su significado político real– distinguir dos aspectos que, aunque guardan una íntima relación, responden a dos necesidades diferentes. El primero de ellos es el que históricamente se ha denominado como “el encaje” de Cataluña en España y hace referencia, por tanto, a una cuestión de fondo y de largo alcance. En este asunto, el fallo del Constitucional adopta una posición intermedia, salomónica casi, podríamos decir. Es cierto que en una serie de cuestiones, como las relacionadas con los símbolos nacionales, el carácter “preferente” en el uso de la lengua catalana sobre el castellano en la administración y los medios de comunicación públicos (no así en la enseñanza), la unidad de la autoridad jurídica suprema en todo el territorio nacional o la preeminencia autonómica en las competencias compartidas con el Estado, el fallo recorta en aspectos sustanciales lo planteado por el Estatuto. Y al hacerlo pone una serie de límites a la expansión del poder de las castas burocráticas político-administrativas regionales, que han hecho de la apropiación de los símbolos de identidad de las distintas nacionalidades la fuerza de choque y el banderín de enganche para adquirir nuevas competencias y privilegios, a costa de la desarticulación política del Estado, para enseñorearse de sus respectivos territorios. Pero al mismo tiempo, al declarar constitucionales el resto de artículos cuestionados, permite una expansión más que notable de ese mismo poder. La burguesía burocrática catalana tiene hoy, constitucionalmente, más poder que ayer, pero no todo el que ella deseaba. Ese, y no ningún otro supuesto conflicto entre los intereses de España y Cataluña, del pueblo catalán con el resto del pueblo español, ha sido el centro de la disputa que el Constitucional ha tardado cuatro años en resolver. Jueces por la coalición Hay un segundo aspecto de la sentencia, sin embargo, que está directamente relacionado con la situación de crisis económica y, sobre todo, política por la que atraviesa nuestro país y sobre el que el fallo del Constitucional actúa directamente, aun sin mencionar ni una palabra de ello. Tras cuatro años de deliberaciones, la urgencia inaudita de la presidenta del Tribunal por resolver el asunto de forma inmediata, tomando ella directamente en sus manos la redacción de la ponencia final y aceptando negociar lo que hasta ahora era innegociable, nos pone sobre la pista de los factores políticos que han actuado sobre la sentencia, y sobre los que ésta, a su vez, pretende actuar. No es posible entender esta urgencia ni el sentido final del fallo al margen de las alternativas políticas, de gobierno, que la clase dominante de nuestro país está pergeñando para llevar hasta el final el plan de recortes y ajuste que le exigen Washington y Berlín, pero evitando que supongan una sangría para sus negocios y trasladando su factura al 90% de la población. Para ello necesitan imperiosamente en el corto-medio plazo un gobierno dotado de la credibilidad y la fortaleza política de la que hoy carece Zapatero. Lo que exige, en consecuencia, que otras fuerzas políticas como PP y CiU estén “listas” para saltar al centro de la arena política cuando sea necesario y posible. Y uno de los factores que estaban impidiendo que fuera posible es, justamente, el recurso de inconstitucionalidad contra el Estatuto planteado por el PP. La forzada inmovilidad a la que se había conducido al Tribunal Constitucional, con múltiples maniobras sucias de uno y otro lado para impedir que el bando contrario impusiera sus tesis, ha llevado durante estos años a levantar un muro de “incompatibilidad política” infranqueable entre PP y la mayoría de fuerzas parlamentarias, en especial con CiU. Pero en este largo período de tiempo la coyuntura política ha dado un giro de 180 grados. Y si hasta antes del estallido de la crisis, de su agudización y de su transformación en crisis política nacional, sectores decisivos de la clase dominante, a través de su apoyo a la línea Zapatero, veían con buenos ojos –o al menos no entraba en sus preocupaciones– que se levantara un cerco de aislamiento contra el PP, intentándolo llevar incluso hacia los márgenes del sistema, hoy, por el contrario, Rajoy aparece (sólo o en compañía de otros, singularmente de CiU) como el mejor y más sólido recambio de un Zapatero ya amortizado. Desde el punto de vista de los intereses oligárquicos, era necesario zanjar urgentemente este conflicto a fin de que, si llega a ser necesario porque la correlación de fuerzas electorales así lo dictamine, PP y CiU, CiU y PP puedan llegar a algún tipo de compromiso, bien de gobierno conjunto, bien de apoyo parlamentario en Madrid… y, llegado el caso y como ensayo previo, también en Barcelona. Con la salomónica sentencia se han creado las condiciones para que ese factor de “incompatibilidad política” desaparezca, por más que en las próximas semanas asistamos a un amplio despliegue escenográfico de “dignidad ofendida” por parte de algunos. Esto no debe confundir a nadie. El fondo del asunto en este caso no es lo que ya está decidido (un Estatuto sujeto a límites constitucionales), sino lo que está por venir (una nueva correlación de fuerzas y un nuevo gobierno que tome el relevo de Zapatero) Lo sustancial es que con su fallo, el Constitucional ha eliminado los granos de arena que impedían que un posible engranaje de coalición gubernamental PP-CiU (si se considera que esta es la fórmula más eficaz, o ampliada también a un PSOE sin Zapatero) pueda funcionar sin chirriar permanentemente. La oligarquía necesitaba, de forma cada vez más apremiante a medida que las presiones y exigencias de Washington y Berlín aumentan, que se despejara también con urgencia la principal fuente de conflicto entre ambos partidos. Y el Constitucional se ha apresurado a ofrecer la solución que se le demandaba. Hace unos años, en plena guerra de Irak, a Artur Mas, presidente de Convergencia, le faltó tiempo para correr a firmar ante notario que jamás pactaría con el PP. Ahora, tras la sentencia, no tardaremos en ver a Duran Lleida, presidente de Unió, correr a formalizar el pacto con Rajoy.