La obra maestra de Mario Levrero se erige de día en día como uno de los libros esenciales publicados en español en este siglo
Mario Levrero murió en Montevideo, en agosto de 2004, a consecuencia de un aneurisma de la aorta. Pocos meses después de su fallecimiento, ya en 2005, Alfaguara Uruguay publicó de forma póstuma La novela luminosa, que luego asumiría la editorial Mondadori.
La historia de este texto no deja de ser en sí misma una narración típicamente levreriana.
A mediados de los años 80, Levrero (un escritor muy poco conocido entonces) inició la escritura de una «novela» donde aspiraba a relatar distintas experiencias extraordinarias de corte entre místico, espiritual, onírico y parapsicológico de las que había sido objeto durante años. El libro quedó varado, porque el autor llegó a la conclusión de que ciertas experiencias «no pueden ser narradas sin que se desnaturalicen». Es imposible llevarlas al papel. Durante años pervivió no obstante el deseo de escribir sobre esas experiencias, que él llamaba «luminosas», aunque fuera bien consciente de su radical imposibilidad. Pero, como dice en el prólogo de La novela luminosa: «Que fuera imposible no era un motivo suficiente para no hacerlo, y eso yo lo sabía, pero me daba pereza intentar lo imposible».
En el año 2000, instigado por algunos amigos, Levrero consigue una beca de la Fundación Guggenheim para terminar en un año La novela luminosa. Levrero lo intenta. Se inspira en Las moradas de Santa Teresa, «mi patrona». Trata de recrear y restaurar la atmósfera de aquellas experiencias, para lograr transmutarlas en literatura. Pero la tarea se revela, una vez más, imposible. Tras un año de trabajo, Levrero solo logra añadir un nuevo capítulo a los cinco que ya tenía escritos, pero no le satisface y lo elimina. «Yo había cambiado mi estilo, y habían cambiado muchos puntos de vista», así que el capítulo quedó fuera, como un relato independiente. Levrero concluye: «Hay cosas que no se pueden narrar». Todo el intento de concluir La novela luminosa queda como «el testimonio de un gran fracaso».
Sin embargo, en el lapso que va de julio de 2000 a junio de 2001, Levrero redacta un «prólogo» de 450 páginas (!!!!!) a La novela luminosa, que titula «Diario de la beca», y que terminará por convertirse en el núcleo central de su última y esencial obra maestra.
Prorrogando y dando un nuevo vuelo y una nueva dimensión al modus operandi que ya había ensayado, con notable éxito, en El diario de un canalla y en El discurso vacío, Levrero levanta una potentísima ficción autobiográfica en forma de diario, en el que va desgranando (noche a noche, más que día a día, ya que Levrero invertía los horarios habituales) las experiencias «oscuras» que rodean y envuelven el fracasado intento de recuperar las experiencias «luminosas».
En el «Diario de la beca», Levrero lleva a cabo lo que Ignacio Echevarría califica («Levrero y los pájaros», incluido en «Conversaciones con Mario Levrero», Ediciones Contrabando, 2017) como «una despiadada, radical y desternillante introspección», llevada a cabo por un modesto y genial «hombre sin atributos», es decir, «sin los atributos necesarios para abrirse paso en el mundo moderno, del cual, por otra parte, se desentiende soberanamente».
En ese exhaustivo «diario nocturno», Levrero va dando cuenta con un lenguaje tan minucioso, preciso y cotidiano como falto de toda solemnidad de los actos más habituales de su extraña existencia, de cómo se va gastando el dinero de la beca (en sillones y aire acondicionado), de su adicción a los ordenadores, de su gusto perverso por las novelitas policiales, de sus encuentros con amigas y amantes, del curso hipocondríaco de sus enfermedades, de los talleres literarios que dirige, de su afición a los tangos y a las milanesas, de las clases de yoga y las visitas del médico, de la vida enclaustrada y el temor creciente a los paseos por el exterior, de los sueños y fobias, de sus hábitos infames y de la pérdida de la voluntad para revertirlos, de la escritura como forma de exorcizar los demonios internos…
Todo esto podría ser enormemente trivial, incluso francamente tedioso, si no fuera porque, como señala Echevarría, estamos ante una introspección «despiadada, radical y desternillante». Levrero, en su búsqueda de una «trascendencia» oculta de las cosas, de una luz que ilumine de otra forma la experiencia, carece de miedo y pudor frente a sí mismo, y ello le permite una libertad, una franqueza y un despojamiento absolutos. Y, por otro lado, Levrero (que durante muchos años colaboró en todo tipo de revistas humorísticas) lo baña todo de una comicidad que contrarresta de raíz toda deriva tediosa o excesivamente trascendental de lo narrado. El resultado es una prosa tan elaborada, tejida, rica, veraz y, en cierta forma, disparatada, que el lector queda irremisiblemente cautivado, aunque necesitará tiempo y reflexión para saber qué es lo que lo ha atrapado, cuál es el exacto misterio de esa prosa, qué invisibles hilos son los que lo mantienen preso.
La escritura de Levrero es como una tela de araña, aparentemente llena de fragilidad e improvisación, de transparencia y futilidad, pero que atrapa con una fuerza descomunal. Levrero encadena emocionalmente al lector sin que este perciba nada, y aunque pretenda liberarse (pensando que lo que le cuenta es intrascendente: por ejemplo, si echarle o no ajo al tomate antes de ir a sacarse una muela -por cierto, decide que sí, para vengarse del dentista-) un hilo profundo e invisible lo ata al texto, con la extraordinaria convicción de que debajo y por detrás de cada anécdota hay todo un mundo valioso que puede ser rescatado si seguimos leyendo.
La literatura de Levrero nunca perdía de vista lo que consideraba esencial: sus relatos y sus novelas debían comunicar una «experiencia espiritual».
Álvaro Mutis («Mario Levrero. El laberinto de la personalidad», incluido en el libro ya citado: «Conversaciones…») afirma que «La novela luminosa es un monumental ejercicio de exhibicionismo, una versión actualizada de El hombre sin atributos de Musil, un manual para escritores en crisis, pero sobre todo, es la prueba de que el viaje más arduo y arriesgado es el que se realiza hacia el fondo de uno mismo. Levrero se internó como nadie en el laberinto de la personalidad, recorrió cada uno de sus pliegues mentales y, finalmente, tuvo el valor de contarnos lo que había visto».
En una encuesta entre 50 críticos, escritores y libreros de ambos lados del Atlántico realizada por Babelia en octubre de 2016, La novela luminosa de Levrero figuraba la sexta de las 25 novelas fundamentales escritas en español en los últimos 25 años. Y, desde entonces a hoy, su peso específico no ha dejado de crecer. Estamos no ante una lectura altamente recomendable, sino ante una lectura verdaderamente imprescindible para quien quiera disfrutar de lo mejor que se ha escrito en lengua española en el siglo XXI.