Mario Levrero es un autor tan esencial de la literatura hispanoamericana contemporánea como Bolaño o Piglia.
Nacido en Montevideo en 1940 y fallecido en la capital uruguaya en 2004, Levrero es un escritor perteneciente a esa extraordinaria y singular escuela de los «raros» uruguayos que constituyen una de las ramas más destacada y genial de la literatura en lengua española en América. Una rama que tiene antecedentes tan notorios como Juan Carlos Onetti o Felisberto Hernández.
Mario Levrero fue un escritor poco o nada conocido en España hasta después de su muerte. En los últimos años del siglo XX, Plaza&Janés hizo un primer pinito de publicación de sus obras y ubicó su novela «La ciudad» en el género de la ciencia ficción, dando cuenta de lo poco que realmente se sabía todavía sobre el escritor uruguayo. Tras su muerte y la publicación póstuma de su obra maestra «La novela luminosa», su obra se ha ido abriendo paso en nuestro país de una forma paulatina y creciente, despertando la admiración de la crítica más exigente y de un círculo cada vez más amplio y diverso de lectores. Meses pasados, como reflejo de ese creciente interés, la revista Quimera incluía en su número 402 (mayo de 2017) un «monográfico» sobre Mario Levrero. Y estos días se anuncia la publicación en España, por Ediciones Contrabando, de un libro de «Conversaciones con Mario Levrero», obra del periodista y escritor uruguayo Pablo Silva Olazábal, con un epílogo del crítico barcelonés Ignacio Echevarría. Paso a paso, Levrero va adquiriendo también entre nosotros su verdadera dimensión.«El tema central de la narrativa de Levrero es, en definitiva, «la salvación del Espíritu»»
Levrero -devoto lector de Kafka, pero también de cómics y novelitas policíacas- ejerció en vida mil oficios y ninguno: dirigió revistas de pasatiempos y crucigramas, escribió chistes e hizo fotografías, fue guionista y dibujante de cómics, fabulador de horóscopos, director editorial, maestro de talleres literarios y, sobre todo, un eterno perseguidor del ocio necesario para escribir.
Como narrador, Levrero se dio a conocer en Uruguay en la década de los setenta y principios de los ochenta, con tres novelas, a las que luego, a posteriori, les añadiría el rótulo de «La trilogía involuntaria». En «La ciudad» (1970), su primera novela, el narrador llega a instalarse a una casa que, a juzgar por la humedad y el olor a encierro, fue abandonada hace mucho tiempo. La salida a comprar parafina, cigarrillos y algo de comer se convierte en una aventura tan extraña y asfixiante como absurda. Es un viaje sin retorno por calles y carreteras que no conducen a ningún lado. Levrero se inspiró en la lectura de Kafka, para esta y sus dos siguientes novelas.
«París» (1979) y «El lugar» (1982), escritas años después, también comparten ese clima onírico, pesadillesco o directamente kafkiano de «La ciudad». La narración austera, transparente y neutral no hace más que acentuar la sensación de extrañeza o de desplazamiento respecto a lo que es la realidad.
En «París» un tipo ha viajado durante 300 siglos en ferrocarril para llegar a la capital francesa, pero cuando llega, comprende que el viaje ha sido insensato y que lo ha perdido todo, “salvo la cuota de cansancio, la cuota de olvido, y la opaca idea de una desesperación que se va abriendo paso”. En «El lugar», el personaje despierta en una habitación oscura que no reconoce. Su memoria solo le permite recordar una tarde soleada en la que fumaba apoyado de una pared gris. El protagonista decide investigar cómo ha llegado hasta allí: abre una puerta que lo lleva a otra habitación, que a su vez lo lleva a otra y a otra… en un viaje delirante y absurdo.
A comienzos de los 80, debido a la crisis económica uruguaya, Levrero tomó la decisión de abandonar Montevideo e instalarse en Buenos Aires. Rompía con la tranquilidad, con “lo conocido”, un factor tan importante en una persona de rutinas rígidas como él, para irse a una ciudad donde la adrenalina, el trajín y la excitación marcaban el ritmo de la vida.
Y es justo en esa época cuando se produce el giro de su escritura hacia lo que Álvaro Matus llama “autobiografía psíquica”: el narrador lleva un diario de vida en el que vuelca sus frustraciones, sus manías y sus proyectos, resaltando su imposibilidad para vivir en sociedad, tener un trabajo con horario, una familia, etcétera, etcétera. «Es una literatura autorreferente en extremo, si bien nunca llega ser condescendiente ni empalagosa». El humor y la ironía con que Levrero se examina a sí mismo lo convierten en un personaje fascinante: un narcisista exquisito, «embarcado en una despiadada radical y desternillante introspección».
«Diario de un canalla», escrito entre 1986 y 1987, reconstruye su paso por las revistas de juego e ingenio bonaerenses. El relato, sin embargo, da pocos detalles “exteriores”; se centra en la relación que Levrero establece con un gorrión que se queda atrapado en el patio interior del departamento. Como Ignacio Echevarría destacará luego en su artículo «Levrero y los pájaros», si el tema central de la narrativa de Levrero es, en definitiva, «la salvación del Espíritu», «es del todo verosímil que el Espíritu se anuncie conforme a la más ortodoxa iconografía cristiana: en forma de pájaro». Algo similar ocurre más tarde en «La novela luminosa».«Para Levrero «la literatura propiamente dicha es imagen»»
En «Diario de un canalla», relato de poco más de 40 páginas, aparecen todos los temas que luego desarrollaría con mano maestra en «El discurso vacío» (1996) y en «La novela luminosa» (2005): la necesidad de tener más tiempo de ocio para no convertirse en un “canalla”, es decir, en alguien que vive en función del trabajo, el dinero y el poder; el encierro como mecanismo de protección de la realidad externa y también como vía de conocimiento personal; el convencimiento de que existe una comunicación de índole desconocida, entre sucesos y personas distantes, que explica extrañas coincidencias; la relación erótica como elemento indispensable para alcanzar la estabilidad psíquica; los trastornos del sueño…
Al mismo tiempo que construía una obra narrativa absolutamente «rara» e impar, Levrero fue profundizando paso a paso en la reflexión sobre su propia teoría literaria. «En mi opinión, decía, lo principal, casi lo único que importa en literatura es escribir con la mayor libertad posible». «La literatura propiamente dicha es imagen. Una novela, o cualquier texto, puede conciliar varios usos de la palabra. pero si vamos a la esencia, aquello que encanta y engancha al lector y le mantiene leyendo, es el argumento contado a través de imágenes». «Lo esencial en la literatura No es inventar, sino expresar por medio de palabras imágenes vividas interiormente, «vistas» en la mente».
«Si escribo es para recordar, para despertar el alma dormida, avivar el seso y descubrir sus caminos secretos», dice en «El discurso vacío».