Golpe de Estado en Egipto

La larga mano de Washington

Egipto vuelve a deslizarse hacia el caos. Un año después de las primeras elecciones democráticas, conquistadas tras la caí­da de la tiraní­a de Mubarack, las multitudinarias manifestaciones han desembocado en enfrentamientos entre los partidarios del presidente Morsi y la oposición, provocando 16 muertos y centenares de heridos. La principal consecuencia es que el ejército vuelve a auto otorgarse la capacidad de dirigir la polí­tica egipcia. Anunciando públicamente un ultimátum de 48 horas para que el presidente «atienda las demandas de los manifestantes». Y amenazando con su destitución en caso contrario. ¿El ejército, sostén principal de la dictadura, es ahora el «garante de la democracia»? Lo que está sucediendo no puede calificarse sino como un auténtico golpe de Estado, subvirtiendo las movilizaciones para imponer una reconducción polí­tica, dirigida por un ejército cuyas conexiones con Washington son notorias.

Hace ahora exactamente un año, Mohamed Morsi, representando a los Hermanos Musulmanes pero apoyado por una amplia coalición de fuerzas democráticas, ganaba con 13,2 millones de votos, el 51% de los sufragios, las primeras elecciones democráticas.

El primer aniversario de su gobierno ha dado paso a multitudinarias manifestaciones que exigen su dimisión.

Como telón de fondo del malestar ciudadano, una situación económica dominada por el aumento del paro, los apagones eléctricos o la escasez de productos básicos como la gasolina. Golpeando especialmente a unas clases populares que se sienten traicionadas, al comprobar que el cambio de régimen no ha terminado con los viejos abusos. «Esto es un golpe de Estado militar en toda regla. Detrás no está la contradicción entre “islamismo” y “democracia laica”, sino la intervención exterior de EEUU sobre Egipto»

Pero en ese “río revuelto” hay interesados “pescadores”. Se presenta al movimiento “Tamarod” (Rebélate, en árabe) como representante de las movilizaciones. Dice haber conseguido hasta 22 millones de firmas reclamando la dimisión de Morsi. Pero su programa es cuanto mínimo sorprendente. Denuncia que Morsi tiene un “programa de islamización” oculto y le acusa de autoritarismo. Pero exige que “el Ejército garantice un gobierno de tecnócratas que le ofrezca estabilidad al país”.

¿Cómo es posible que el movimiento que se dice más radical defienda la intervención militar y un “gobierno de tecnócratas” que sería una delegación local del FMI?

La principal consecuencia política de la crisis ha sido la de fortalecer el papel político del ejército. Aprovechando el tumulto, el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas egipcias, general Abdel Fatah al Sisi, anunciaba desde la televisión un ultimátum al presidente Morsi para que “atendiera a las demandas de los manifestantes”. Si pasadas 48 horas, no lo hacía, el ejército “presentaría una hoja de ruta a la nación, que se encargará de imponer”.

Cumplido el plazo, la amenaza se hacía realidad mediante un golpe de Estado militar en toda regla. El ejército ha tomado el poder, suspendido la Constitución y disuelto el Parlamento. Se desconoce la situación exacta del presidente Morsi y ha sido cerradas las televiones de los Hermanos Musulmanes, pero también la cadena qatarí Al Jazzera. Detrás del golpe no está, como quieren hacernos creer, la contradicción entre “islamismo” y “democracia laica”, sino la intervención exterior de EEUU sobre Egipto.

El ejército es el auténtico centro de poder en Egipto. Y basa su privilegiada situación en la conexión con EEUU. Washington ha proporcionado a Egipto 60.000 millones de euros de ayudas militares en los últimos 30 años. Es, detrás de Israel, el principal beneficiario de los dólares yanquis. Y los altos mandos del ejército se forman en EEUU.

A través del control del ejército, Washington interviene en Egipto.

Tras ganar las elecciones, Morsi impulsó una reforma constitucional, que los grandes medios tacharon de “islamizadora” y “autocrática”.

Pero no no ha habido ninguna medida Ejecutiva de envergadura que dé evidencias de un plan de islamización por parte de Morsi. Incluso el partido salafista Nur –de la extrema derecha religiosa- ha retirado su apoyo a Morsi por considerar que era demasiado tibio.

El meollo estaba en otro sitio. El gobierno planeaba poner coto al poder total del ejército. Al otorgar el nombramiento de los gobernadores civiles de las regiones al gobierno –un cargo tradicionalmente ejercido por generales en la reserva-, intentar desplazar de las calles a policías y militares, o restringir los multimillonarios negocios de la cúpula militar.

Este, y no el vago “peligro islamizador”, ha sido el detonante que ha hecho estallar la caldera.

Los Hermanos Musulmanes, la organización en la que se encuadra Morsi no son “antinorteamericanos”. De hecho, Washington se apoyó en ellos para combatir a Nasser, cuya orientación neutralista cuestionaba los intereses estadounidenses.

Pero mantiene un margen de autonomía que es “peligroso” para la Casa Blanca. Al cuestionar los privilegios económicos y políticos del ejército, el gobierno de Morsi está dificultando la principal vía de intervención norteamericana en Egipto.

Por eso –y no por su carácter islámico, de hecho Washington apoya cerradamente a Arabia Saudí, mucho más extremista que el actual gobierno egipcio- se ha organizado la campaña de desestabilización contra Morsi que ha desembocado finalmente en el golpe de Estado.

Todos los demócratas y revolucionarios estamos al lado del pueblo egipcio en sus reivindicaciones de más democracia y más redistribución de la riqueza. Pero el aspecto principal es el de más independencia nacional.

Lo que impide que las reivindicaciones populares se hagan realidad es el control norteamericano sobre Egipto, fortaleciendo a los más reaccionarios grupos locales –desde el ejército a grandes empresarios o figuras políticas- para intervenir a través de ellos y así reconducir el rumbo del país.

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