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Espionaje: el costo polí­tico

Conforme surgen a la luz los detalles y las dimensiones del espionaje sistemático realizado por la Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos (NSA, por sus siglas en inglés) en contra de gobernantes de otros países, incluidos muchos a quienes la Casa Blanca se refiere, en público, como aliados, socios y amigos, las víctimas no han tenido más remedio, muy a su pesar en algunos casos, que presentar ante el gobierno de Washington protestas y demandas de explicaciones e investigaciones sobre los hackeos e intromisiones –ilegales y hostiles, por supuesto– en sistemas y redes de comunicaciones oficiales y confidenciales.

Mientras Alemania y Francia presentaban el tema del espionaje estadunidense en la reunión de jefes de Estado y de gobierno de la Unión Europea (UE), se adelantó que las altas esferas de la política italiana fueron también objeto de las intromisiones estadunidenses. Y aún no se disipa la tensión generada entre Washington y Berlín por las pruebas de que la NSA interfirió el aparato celular de la canciller Angela Merkel, cuando se da a conocer, con base en documentos filtrados por el ex contratista de la NSA Edward Snowden, que el programa de monitoreo de conversaciones telefónicas abarca las líneas de cuando menos 35 gobernantes del mundo y que funcionarios de la Casa Blanca, el Departamento de Estado y el Pentágono han estado inmiscuidos en ese espionaje masivo. El dato echa por tierra, por cierto, los alegatos del presidente Barack Obama de que la NSA se extralimitó en sus funciones y que él no estaba al tanto de las escuchas e interferencias ilegales.

En tales circunstancias, resulta inocultable que la divulgación de estas filtraciones conlleva, para Washington, una brusca pérdida de influencia, poder, imagen y proyección mundiales y que, si bien la superpotencia mantiene intacta buena parte de los pilares de su predominio planetario –el económico y financiero, el tecnológico, el militar y el mediático–, la política exterior de la Casa Blanca ha quedado minada para, al menos, el tiempo que le resta a la administración de Obama.

El problema básico es que, a partir de las revelaciones facilitadas por Snowden, los homólogos de Obama en el mundo han podido percatarse de que la hegemonía estadunidense se origina, en buena medida, en el manejo indebido de una información obtenida con métodos ilegítimos. Con el cúmulo de datos recolectados por el espionaje del país vecino entre gobiernos, instituciones y empresas de otras naciones, les resultaba fácil a los representantes de Washington ganar batallas comerciales, imponerse en discusiones diplomáticas y manipular los encuentros bi o multilaterales para obtener resultados favorables a sus intereses.

Este conocimiento se traduce, indefectiblemente, en una inmediata pérdida de confianza en el gobierno de Estados Unidos y sus representantes, y obliga a los gobiernos amigos y aliados a ver a ese país como un competidor peligroso, un interlocutor inescrupuloso y un socio desleal.

En este contexto, resulta doblemente insatisfactorio e inexplicable que el gobierno mexicano siga comportándose de manera obsecuente y claudicante ante las pruebas de que la NSA ha venido realizando un monitoreo ilegal e injerencista en las más altas esferas institucionales del país, empezando por la Presidencia de la República.

El desconcierto es doble porque, por una parte, espiar es un delito que debe ser perseguido y sancionado, y las autoridades del país se han negado a cumplir con ese deber legal; por la otra, porque el entorno internacional, con las crecientes protestas oficiales ante Washington, facilita la adopción de una postura más enérgica y soberana del Estado mexicano y, sin embargo, éste sigue exhibiendo falta de voluntad política para aprovechar esta propicia coyuntura internacional.

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