El observatorio

Carta de un ateo guatemalteco al Santo Padre

Rodrigo Rey Rosa (Guatemala, 1958) es sin duda uno de los escritores que con más exquisito tacto y mayor elegancia se evade de la grandilocuencia, de los pronunciamientos demasiado explícitos y de abundar en descripciones muy escabrosas, aunque sea sobre realidades que solo mencionarlas ya suelen destilar sangre y dolor. Nacido en uno de los países más violentos del mundo, y comprometido desde siempre con la defensa de la libertad y los derechos humanos, nunca ha apartado las mirada de esa realidad, pero siempre ha hecho uso de una mirada oblicua, transversal, y de una “distancia” narrativa, que lejos de desenfocar la realidad, nos acerca a ella por caminos desconocidos o, al menos, poco transitados. En su obra, como decía Bolaño, resuena el chasquido lejano de un látigo que jamás vemos, mientras nos deslizamos por una de las prosas más cuidadas, sutiles y precisas de toda la lengua española actual. Escritor nómada, que hizo sus pinitos con Paul Bowles en Tánger en los ochenta, y ha vivido en distintos periodos en París, en Italia… y ahora creo que reside en Grecia, amigo de Pere Gimferrer (que cuando dirigía Seix Barral publicó sus primeros cuentos) y de Miquel Barceló, para el que ha escrito n algunos de sus catálogos, Rey Rosa no ha abandonado nunca el paisaje, los conflictos y la tragedia de Guatemala (“ese pequeño y desdichado país”, como dice en esta novela) como telón de fondo y hasta primer plano de una narrativa, que ahonda cada vez más profundamente los conflictos de nuestro tiempo, a través de unas historias que se mueven a la vez por esferas cotidianas (relaciones padres/hijos, parejas que se separan…), por realidades sociales concretas (el genocidio y la explotación de los mayas…) y que no eluden, incluso, ingredientes fantásticos.

Rodrigo Rey Rosa hace emerger de las sombras y del olvido una cultura y una sociedad vivas

Aparentemente sencillas (debido a la magia y transparencia con que escribe), en realidad son tramas bastante complejas, que obligan casi siempre al lector (sobre todo al lector típico occidental) a cuestionarse ciertas certezas, o incluso a sentirse que está en un territorio bastante incómodo. Aunque su “formación” está plenamente inserta en la cultura occidental (Borges es siempre la referencia clave para Rey Rosa), su mirada y su visión del mundo está impregnada por realidades que no solo están fuera de esa cultura, sino que entran muchas veces en conflicto con ella. 

En sus dos últimas novelas: El país de Toó (Alfaguara, 2018), donde el autor hace sobresalir el sistema de organización comunal y de justicia de los mayas, enfrentado a la política depredatoria de las compañías mineras apoyadas por el gobierno, y Carta de un ateo guatemalteco al Santo Padre, en la que aborda el expolio de terrenos y propiedades que pertenecen a una Cofradía maya por parte  de los representantes locales de la Iglesia Católica, Rodrigo Rey Rosa hace emerger de las sombras y del olvido una cultura y una sociedad, aún vivas, que no solo lograron sobrevivir a la devastación que supuso hace 500 años la Conquista, sino que en las últimas décadas siguen sufriendo formas continuas de exterminio y espolio, de genocidio y expropiación a manos de gobiernos, empresas o iglesias que supuestamente siguen representando la “civilización”.

Román Rodolfo Rovirosa (cuyas iniciales no ocultan en absoluto que es, en cierta forma, un alter ego del propio autor) es un “doctor en Religiones Comparadas” que, como antiguo alumno de los jesuitas, decide escribir una carta al Papa Francisco (también jesuita) para ponerlo al corriente de un pleito social y religioso que, en un pueblecito del altiplano occidental guatemalteco, enfrenta desde hace años a unos cofrades maya con la diócesis local de la Iglesia católica. En unos momentos en que la Iglesia de Roma vive sacudida por escándalos globales como el de la pederastia, Román escribe al Santo Padre para que interceda en una pequeña injusticia local, pero que pone al desnudo una práxis antigua y vigente, y que, ante todo, afecta a “un pequeño grupo de creyentes como los debe haber pocos en el mundo”.

Tras la carta (que ocupa las 20 páginas iniciales), la novela se planea y discurre en torno a los avatares que vive el comparador de religiones en su implicación creciente en el conflicto social y religioso entre la comunidad maya y la jerarquía católica  y, a la vez, en su propia realidad personal, como divorciado, padre en perpetuo conflicto con sus hijos, amante inconstante… al tiempo que va destripando los entresijos del poder en Guatemala, desvelando injusticias antiguas que siguen vigentes, iluminando el complejísimo y variopinto panorama de las religiones y las iglesias en el país centroamericano… así como introduce la inevitable dosis de violencia, con su cruel mezcla de azar y necesidad, que se acaba descargando sobre el propio Román, liquidando sus ilusiones y sus quimeras.

La novela, breve para la multiplicidad de facetas que aborda, recupera al mejor Rey Rosa, escueto hasta la parquedad, sutil a la vez que preciso, metódico y sabio, elegante y profundo. Un escritor que toca una melodía quizá incómoda para muchos oídos, pero necesaria y con un talento literario muy poco común. Un escritor imprescindible.

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