El Observatorio

¡Vivir sin ná y sin ley!

Hace dos años, un juez tinerfeño intentó prohibir los desfiles carnavalescos por las calles de la ciudad argumentando que producí­an «mucho ruido». La decisión tuvo la virtud de poner en evidencia, una vez más, el arraigo y la inmensa popularidad de unas fiestas, cuyos orí­genes se pierden en la noche de los tiempos y que, en nuestro paí­s, conservan aún buena parte de su intención subversiva originaria. Al final, ante la unánime respuesta popular y la determinación de la gente de celebrar la fiesta «pasara lo que pasara», el juez revocó la sentencia, y el Carnaval continuó su escenificación anual de «el mundo al revés» y sirviendo de cauce al anhelo, recogido en la sentencia popular, de «vivir sin ná y sin ley». Lo que ni Papas, ni Reyes, ni Emperadores, ni Dictadores lograron acallar durante siglos, tampoco lo ha conseguido hasta ahora la «corrección polí­tica» y el universo «light» que se asomaban -peligrosamente- detrás de la sentencia del leguleyo tinerfeño.

Los Carnavales actualizan año a año una de las festividades dionisíacas más antiguas de las que tenemos memoria.Hay que remontarse 4.000 años atrás, a la Babilonia que veneraba al dios Marduk, ara dar con las primeras celebraciones festivas que podríamos llamar propiamente "carnavalescas". Durante los cinco días que duraban los festejos -que anunciaban y celebraban la llegada de la primavera- se subvertía todo el orden establecido. En un frenesí colectivo, donde se daba rienda suelta a todos los apetitos (la comida, la bebida y el sexo), se invertía el orden social, los siervos daban órdenes a los amos, se suspendía el vigor de las leyes, se ridiculizaba la justicia y a un reo se le permitía disfrutar de los privilegios del rey: vestir sus prendas, disfrutar de los manjares más exquisitos, cortejar a su harén. Pero al caer la tarde del quinto día, dejaba de ser rey para ser ajusticiado. Con la muerte del "falso rey", el pueblo expiaba sus culpas, liberándose de toda malicia e impureza, y el verdadero monarca iniciaba un nuevo año de reinado, limpio y reconciliado con los dioses.Muchos siglos después, las "Saturnales" romanas encarnaron de nuevo el espíritu carnavalesco. Celebradas en honor del dios Saturno, consagraban el fin de los trabajos de la siembra de invierno. Su lema era "vivir y dejar vivir" y, como en Babilonia, el orden establecido se quebrantaba durante los siete días que duraban las saturnales. Las barreras entre amos y esclavos se disolvían, los esclavos tenían licencia para cantarles las cuarenta a sus amos, las leyes y los poderes públicos eran ridiculizados, los soldados se vestían de mujeres… todo en medio de permanentes bacanales. La plebe elegía a un "rey de los bufones" de entre los suyos, y éste daba órdenes irracionales, incitando a la bebida, al sexo y a todo tipo de desenfrenos. Al final del festejo, como en Babilonia, el "rey de los bufones" era sacrificado.Pero el antecedente más directo de los actuales festejos son los Carnavales medievales, una fiesta pagana que encuentra acomodo entre las festividades religiosas, y que unas veces será tolerada y otras perseguida, tanto por la autoridad real como por la religiosa.En los siglos XIV, XV y XVI alcanza un auge espectacular. Y logra mantener, pese a todo, su fuerza subversiva. En los Carnavales el pueblo convertía en ridículos y divertidos los ritos más sagrados del orden feudal, sus himnos y letanías, las reglas monacales y las normas jurídicas, los sermones de los curas o los mismísimos evangelios.El tiempo carnavalesco se vive desde el Medievo como un juego de oposiciones: por una parte, se enfrenta a la Cuaresma, donde habrá que observar la continencia en el comer, el beber y la vida sexual; por otro lado, el Carnaval se opone a la vida cotidiana, regida por la ley y el orden establecido. Por ello, lo que define al Carnaval es tanto la desmesura provocativa de los apetitos y el desbordamiento sexual, como la ruptura e inversión de las reglas sociales.Y un elemento clave para simbolizar (y permitir materialmente) esa metamorfosis de la realidad es la "máscara", que por un lado borra y "anula" la identidad personal del individuo, pero también lo hace con su identidad "social", haciendo desaparecer la "marca de clase". Las "máscaras" vulneran los códigos de orden y jerarquía y hacen posible la libertad necesaria para que el Carnaval pueda llevar adelante su filosofía de fiesta de la subversión.Tanto llegó a ser el desenfreno y el desorden de los Carnavales, que las jerarquías eclesiásticas y el Estado intentaron varias veces prohibirlos. Varios Papas, el Emperador Carlos I en 1523, el rey Felipe V en 1716 y Franco en 1937 quisieron hacerlos desaparecer de la vida popular. Pero no pudieron.El Carnaval está enraizado en las costumbres populares españolas con una fuerza increíble. Algunos ritos carnavalescos permanecen intactos desde el Medievo, con sus mismos personajes, sus "diablos" y sus peculiares formas de subversión social: en Zamarramala (Segovia), desde el siglo XVI, las mujeres se convierten en dueñas y amas del pueblo.Otros son posteriores, como los de Cádiz, pero han alcanzado con el paso de los siglos un vigor legendario y una singularidad notable. La demoledora crítica social de sus "chirigotas" mantienen en pie el afán carnavalesco de cuestionar todo orden social.Otros, como el de Tenerife, han optado más por la espectacularidad, pero sin perder el tono orgiástico que debe suponerse a toda fiesta verdaderamente carnavalesca.Ciertamente, hace tiempo que los Carnavales perdieron buena parte de su poder simbólico y transgresor. Se ha mellado su filo y han perdido, en buena medida, esa capacidad de sugerir que el desorden que preconizan es una muestra de que las sociedades viven bajo la amenaza de su propia destrucción.La sociedad moderna y racional ha ido arrinconando las manifestaciones de lo popular, o encarrilándolas hacia su "institucionalización", debilitando así su lado más subversivo.A pesar de todo ello, muchos de los elementos esenciales y constitutivos de esta verdadera "fiesta de la carne" reaparecen una y otra vez, de una u otra forma, en los Carnavales de hoy, expresando la vitalidad liberadora que anida en el pueblo y los atisbos de una visión y una conciencia revolucionaria del mundo, que el Carnaval lleva siempre dentro y que explican su indeclinable arraigo popular.Salvaguardar el núcleo dionisíaco y subversivo del Carnaval, su naturaleza de fiesta desenfrenada destinada a poner "el mundo patas arriba", expresión del anhelo popular de "vivir sin ná y sin ley", e impedir que acabe siendo una fiesta institucional y "light", a punto de ser barrida por los excesos de ls corrección política, es algo que tiene hoy el mismo valor y significado que cuando se tuvo que hacer frente a prohibiciones y proscripciones.

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