SELECCIÓN DE PRENSA NACIONAL

Una lección, una gran lección

Cuando todo eran elogios al magnífico ejercicio de democracia que ha supuesto el referéndum por la independencia de Escocia, a media tarde de ayer, la espesa niebla de Edimburgo engulló a Alex Salmond, líder nacionalista escocés.

Salmond se va. El hombre que ganó, de calle, la campaña del referéndum, para acabar perdiendo por más de diez puntos la madrugada del 19 de septiembre del 2014, presentaba una inesperada dimisión. Diez puntos. Demasiados para las expectativas creadas. Demasiados para su orgullo y para su demostrada capacidad táctica. Demasiados para un político serio. No ha conseguido su objetivo y dimite.

Alex Salmond, un hombre con pinta de tendero, intuitivo, hábil, expresivo, populista suave –‘pujolista’, para entendernos, cuya inteligencia temían todos sus contrincantes, se va a casa. Ha cumplido sesenta años y no quiere ser el administrador de la compleja victoria estratégica que se deriva del referéndum. Escocia tendrá más soberanía gracias al empuje del Partido Nacional Escocés (SNP), pero los términos del combate político vuelven a cambiar. La próxima batalla la van a disputar los conservadores, los laboristas y los popular-nacionalistas del UKIP. El laborismo no va a desvanecerse en Escocia, de la misma manera que el disminuido Partido Socialista tampoco va a desaparecer en Catalunya.

Salmond se va porque ha perdido, en primera lectura. Casado con una mujer diecisiete años mayor que él –una señora que no suele intervenir en el debate público–, no tiene hijos y el eficaz servicio secreto británico no ha logrado encontrarle una cuenta secreta en la isla de Man. Después de una larga y vigorosa carrera, Salmond ha perdido por diez puntos y se va. Ha sacudido la política británica, ha conseguido la fenomenal construcción de la autonomía escocesa en sólo quince años y se va.

Los grandes combates democráticos siempre se llevan a alguien importante por delante. Y Gran Bretaña acaba de vivir un gran episodio democrático. En el supuesto que el sí a la independencia hubiese ganado por un solo punto, ahora muy probablemente estaríamos comentando la dimisión del primer ministro David Cameron. La modificación de las fronteras interiores de la Unión Europea no es un juego.

Seguramente hay una ley invisible que rige los acontecimientos políticos actuales. Algún resorte de la física cuántica administra secretamente la aceleración de los acontecimientos y su sorprendente interconexión. La materia oscura de la política ultramoderna –la casualidad, la mera coincidencia, la disposición de los astros, el fluido cuántico, la pastilla roja y azul de Matrix, vaya usted a saber- quiso que la dimisión del líder del soberanismo escocés se produjese a la misma hora en que el Parlament de Catalunya deliberaba sobre la ley de Consultas, el instrumento legislativo que debiera permitir la celebración, el próximo 9 de noviembre, de una consulta sobre el vínculo de Catalunya con el Estado español. Una ley que será inmediatamente recurrida por el Gobierno de Mariano Rajoy y suspendida, de manera cautelar, por el Tribunal Constitucional, conforme a la singular predestinación española.

España es país de audiencias desde que comenzó a ser imperio y la cúpula del engranaje judicial viene a ser, en realidad, la última instancia del poder ejecutivo. Esa realidad, cruda, contundente y eterna, ahora desprovista de la vecindad de un ejército interventor, explica el ‘sistema España’. Contribuye a explicar, por ejemplo, el fenomenal desgaste de sus instituciones públicas desde que el viento se llevó las plusvalías inmobiliarias. En España siempre se sabe cómo funcionarán las ruedas decisivas del engranaje, en última instancia. El guión del Tribunal Constitucional siempre está escrito de antemano, salvo que un voto particular, tenaz y trabajado, consiga introducir algún matiz inesperado en el dictamen.

Gran Bretaña no funciona exactamente así y ello otorga una sustancial autonomía a la esfera política. La política es más soberana. Los políticos británicos dimiten cuando cometen una tropelía, o cuando las cosas no les salen bien, porque se deben más a la sociedad que al engranaje. El primer ministro de Escocia y líder del Scotish National Party dimite porque diez puntos de diferencia son diez puntos, por mucho que Escocia haya conseguido una segunda ‘devolution’.

Salmond no dimite porque pertenezca a otra raza, o profese una religión éticamente superior. Se va, sencillamente, porque ha perdido.

Listo, intuitivo, popular, suavemente populista, pujoliano con una familia mucho más manejable, que no le devorará, nacionalista pero no mesiánico, Alex Salmond se va porque ha perdido. Porque diez puntos son diez puntos.

Se va habiendo conseguido forzar un fenomenal cambio en las estructuras británicas. El Reino Unido, lo anunció ayer David Cameron, se encamina hacia una estructura federal y asimétrica que puede acabar siendo un novedoso referente en Europa. Federalismo y asimetría. Retenga el lector estos dos conceptos, atribuidos hace años a la incorregible extravagancia de Pasqual Maragall, porque los encontrará al final del laberinto catalán, si antes no ha ocurrido una desgracia. Gran Bretaña nos acaba de dar una lección fenomenal. Tardará en ser aceptada en Madrid –la lección, eso sí, la han entendido al minuto– y puede que sea mal interpretada en Barcelona.

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