Centenario de las vanguardias

Una forma radicalmente nueva de narrar

Proust y Joyce liquidan la novela del XIX, abriendo nuevos caminos que darán paso a lo mejor de la narrativa contemporánea.

En mayo de 1922 Marcel Proust y James Joyce se encontraron en un taxi en París, al salir de una fiesta a la que también acudieron Picasso y Stravinsky. Apenas intercambiaron unas pocas palabras sobre temas intrascendentes. Pero cuando Proust falleció pocos meses después, Joyce acudió a su funeral.

Ambos se habían conocido en las páginas de “En busca del tiempo perdido” o “Ulises”, dos de las obras menos leídas y más influyentes del siglo XX. Sin encuadrarse en ninguno de los “ismos” que pusieron patas arriba la cultura de entreguerras, Proust y Joyce revolucionaron para siempre la forma de contar, y por lo tanto de comprender, el mundo.

En busca del tiempo perdido

Proust nace en París el 10 de julio de 1871, pocos días después de que la Comuna, la primera revolución obrera, fuera aplastada, no sin antes conmover todos los cimientos del orden burgués.

Cinco décadas después, al final de su obra magna, “En busca del tiempo perdido”, concluida tras la Iª Guerra Mundial, Proust nos presenta un estremecedor baile de máscaras o danza de cadáveres, donde los bellos militares, las hermosas damas, los sutiles aristócratas, las seductoras adolescentes que habían vivido intensamente en las páginas anteriores son ahora macabros restos de una sociedad difunta.

Estos dos hechos nos dan cuenta de los cataclismos de un tiempo histórico del que, como el resto de vanguardias, emergerán narradores que se liberarán de los asfixiantes límites impuestos por el naturalismo decimonónico.

Será paradójicamente Proust, un burgués diletante y asiduo visitante de los más rancios salones aristocráticos, el primero que abra a cuchillo los caminos de esta revolución literaria.

Cuando Proust quiso editar el primero de los tomos de su obra, la Nouvell Revue Français lo rechazó alegando que era “ imposible publicar un texto tan largo y tan diferente de lo que el público está acostumbrado a leer”.

Tenían razón. Nadie había podido leer nada parecido. Era algo completamente nuevo.

No principalmente por los temas tratados. Proust pone encima de la mesa temas tabú, como la homosexualidad, o nos ofrece un despiadado retrato de una alta burguesía y una aristocracia decrépitas y vacías, cultivadoras de “las artes de la nada”. «Proust y Joyce revolucionaron para siempre la forma de contar, y por lo tanto de comprender, el mundo «

Pero lo más revolucionario era una mirada totalmente nueva, donde confluía lo más avanzado de la época.

Si el cubismo había destruido la realidad para unir los pedazos desde una perspectiva nueva, Proust rompe la linealidad narrativa y la objetividad extrema, que nos ofrecían un mundo estático. Las voces y perspectivas de multiplican, la realidad se descompone, y los múltiples pedazos se unen en 7 tomos de 4.000 páginas que funcionan como un todo.

Si Einstein había pulverizado la visión estática del tiempo, Proust lo licua, como los derretidos relojes de Dalí, mezclando permanentemente pasado y presente.

Sin Freud había cambiado nuestra conciencia descubriendo el inconsciente, Proust empuña la memoria involuntaria, esa donde olores, sabores e imágenes nos hacen revivir momentos olvidados.

El ariete de Proust es el lenguaje, quizá el auténtico protagonista de “En busca del tiempo perdido”. Pero no como un fatuo ejercicio de estilo. Marx ya nos dijo que el lenguaje es la conciencia en estado práctico. Cambiar el lenguaje es cambiar nuestra conciencia sobre el mundo.

Proust creía firmemente que “las palabras no me informaban sino a condición de interpretarlas”. Frente al sentido unidireccional dominante, las palabras se vuelven “mágicas”, en el sentido de su enorme poder para evocar cosas mucho más allá de su sentido.

El propio estilo de Proust, con una interminable frase donde se entrecruzan digresiones o recuerdos, es también un arma para pelar las múltiples capas que, como una cebolla, esconde hasta el hecho más insignificante.

Ulises

Borges consideraba que “Joyce es uno de los primeros escritores de nuestro tiempo”. Y T.S. Eliot recordaba que el Ulises es “un libro con el que todos estamos en deuda, y del que ninguno de nosotros podemos escapar”.

Siguiendo el mismo camino que Proust, pero de una manera muy personal, Joyce concentra todo el universo en solo 24 horas, las del 16 de junio de 1904, recorriendo las aparentemente insignificantes peripecias de tres personajes, Leopold Bloom, Stephen Dedalus, y Molly Bloom.

Será Carl Jung quien dio la clave de esta hazaña. El psicoanalista suizo, al tratar la esquizofrenia de la hija de Joyce consideró, tras leer parte de su obra, que el padre también la padecía.

Umberto Eco nos matiza que “Jung se daba cuenta de que la esquizofrenia había que considerarla como una especie de operación cubista en la que Joyce, como todo el arte moderno, disolvía la imagen de la realidad en un cuadro ilimitadamente complejo. Pero en esta operación el escritor no destruye la propia personalidad, como hace el esquizofrénico: encuentra y funda la unidad de su personalidad destruyendo otra cosa. Y esta otra cosa es la imagen clásica del mundo”.«Incluso quienes jamás se han acercado a “En busca del tiempo perdido” o el “Ulises”, lo han leído muchas veces en obras donde el poder de la revolución que abrieron, están presentes»

En el Ulises, Joyce -que en una carta a su esposa afirma que “mi entendimiento rechaza todo el orden social actual”- arremete con furia contra el Estado y la Iglesia, escandalizó a la bienpensante sociedad burguesa utilizando deliberadamente la procacidad y la blasfemia…

El monólogo interior, los permanentes quiebros y requiebros temporales, dan lugar un lenguaje onírico, donde cada cosa es una puerta de entrada a un laberinto -Dédalus, el apellido de uno de sus personajes, se traduce así-, donde la realidad de la que estamos seguros se convierte en algo que no comprendemos, y en el que las palabras nos descubren lo que queremos ocultar.

El escritor español Enrique Vila Matas afirma que al acercarse a la obra de Joyce siempre “he acabado golpeado, tarde o temprano”, al “colocarnos en radical contacto con lo incomprensible”, que nos acerca a la verdad, a “la realidad brutal y muda, sin significado, de las cosas”.

El “Ulises” de Joyce nos incomoda, como deben hacer todas las grandes obras, y nos coge de las solapas con un lenguaje que se emborracha, que acompaña a la acción, que es en si mismo un elemento narrativo.

Incluso quienes jamás se han acercado a “En busca del tiempo perdido” o el “Ulises”, lo han leído muchas veces en obras donde su rastro, el poder de la revolución que abrieron, están presentes.

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