Obama enví­a 30.000 soldados más a Afganistán

Un gallego en la Casa Blanca

La decisión, largamente esperada, de Obama sobre Afganistán se hací­a pública finalmente esta semana en un discurso en la academia militar de West Point. 30.000 nuevos soldados norteamericanos se desplegarán en los próximos 6 meses en Afganistán para abastecer la nueva estrategia de contrainsurgencia diseñada por el comandante en jefe sobre el terreno, el general Mac Crysthal. 7.000 soldados más de los paí­ses de la OTAN miembros de la coalición se unirán a ellos.

Junto al envío de refuerzos, un nuevo crédito extraordinario de guerra ara 2010 por valor de 30.000 millones de dólares. Obama parece así satisfacer los planes diseñados por el Pentágono, aun en contra de la opinión de la inmensa mayoría de sus votantes y de buena parte de los dirigentes y cargos electos del Partido Demócrata. Pero junto con el anuncio de la inminente escalada en la guerra de Afganistán, Obama comprometía el inicio de la retirada de sus tropas –“al ritmo que indiquen la marcha de los acontecimientos”– en julio de 2011, es decir, sólo 12 meses después de que hayan llegado al país los últimos refuerzos. ¿Están seguros los estrategas norteamericanos que en apenas un año van a ser capaces de forzar un punto de inflexión, de dar un giro estratégico a la que ya se ha convertido en la guerra más prolongada en la historia de los EEUU? Ni contigo ni sin ti Ciertos sectores de la prensa norteamericana han calificado este doble aspecto contradictorio de la decisión de Obama como algo absurdo o surrealista, más propio del argumento de una película de los hermanos Marx que de la estrategia militar de una superpotencia. Arguyen que al poner una fecha fija para el inicio de la retirada, los talibanes y al Qaeda sólo tienen que sentarse a esperar que llegue ese momento. Y que jamás se ha visto conducir una guerra hacia la victoria cuando tus enemigos saben de antemano el momento en que empezarás a retirarte del campo de batalla. La música popular andaluza tiene una expresión que define todavía mejor la naturaleza de la decisión de Obama: “ni contigo ni sin ti tienen mis males remedio. Contigo porque me matas y sin ti porque me muero”. Algo similar es lo que le ocurre a EEUU con Afganistán. Por un lado, es un casilla esencial en los intereses estratégicos vitales de EEUU para el nuevo período de transición entre el ocaso imperial yanqui y la emergencia de nuevas potencias en que ha entrado el tablero mundial. Por su posición geopolítica, Afganistán es la puerta de entrada a lo que podríamos denominar como el “vientre blando” de sus dos principales rivales, China y Rusia. Además de ser el pórtico oriental de acceso a Oriente Medio y puesto de avanzada privilegiado para controlar a Irán. El dominio sobre Afganistán dejaría a Washington en una posición excepcional para poder expandir su influencia hacia las repúblicas del Asia Central, la laberíntica región del planeta donde confluyen tanto los intereses como las debilidades de sus dos principales antagonistas, Pekín y Moscú. Las únicas dos potencias que a día de hoy parecen capaces de torcer el rumbo de navegación de la superpotencia para que el “aterrizaje suave” de su ocaso imperial se transforme en una abrupta caída. Desde este punto de vista, controlar Afganistán es para Washington disponer de bazas con las que poder frenar la emergencia de China y la reactivación imperial de Rusia interviniendo en uno de los flancos débiles tanto de una como de otra: sus amplias fronteras con el mundo islámico del Asia Central cuyos potenciales efectos desestabilizadores –políticos, raciales, religiosos y culturales– se introducen como una cuña en el noroeste de China (el Xinjiang) y en el sureste de Rusia (el Cáucaso y la Siberia Oriental). Esta es la importancia estratégica de Afganistán para Washington y esas fueron las razones que empujaron a Colin Powell, Secretario de Estado con Bush el 11-S, a armar una amplia coalición internacional y dirigir toda su potencia de fuego hacia la conquista de Kabul. Ocho años después de aquello, sin embargo, el control norteamericano sobre Afganistán es, en los hechos, una entelequia que apenas si alcanza a proteger la seguridad de la capital, Kabul. Mientras EEUU se empantanaba y consumía en Irak, dejando la guerra de Afganistán hibernada en un segundo plano y al país en manos de un gobierno títere ultracorrupto, aliado a los señores de la guerra regionales y los traficantes de droga locales, los talibanes no sólo se reorganizaban y acumulaban fuerzas en el interior del país, sino que conseguían instalar otro foco permanente de desestabilización en el vecino Pakistán, la segunda nación musulmana más poblada del planeta y la única en posesión del arma nuclear. ¿Escalada o retirada? Tras 8 años, la coalición formada por Washington para intervenir en Afganistán aparece cuarteada por los cuatro costados. Los aliados europeos, presionados por una opinión pública cada vez más contraria a la guerra y que no está dispuesta a sufrir bajas a gran escala en un conflicto interminable, mantienen la coalición en una situación precaria. Aportan fuerzas para la “reconstrucción” del país, pero la mayoría de ellas no intervienen en acciones militares. Hasta tal punto se ha debilitado la coalición por este lado, que incluso el fiel vasallo londinense, hasta ahora poco más que el perrillo faldero de la superpotencia en cuestiones militares y de inteligencia, ha exigido el establecimiento de una fecha tope de permanencia para no empezar a sacar unilateralmente sus tropas. El otro gran socio imprescindible para EEUU, Pakistán, muestra síntomas crecientes de distanciamiento de la estrategia de EEUU para seguir una táctica propia, de acuerdo estrictamente con sus intereses nacionales y sus propias necesidades de seguridad. Para Pakistán, los enemigos no son los talibanes, sino la infiltración de al Qaeda en su territorio. El ejército y los servicios de inteligencia paquistaníes, verdaderos poderes fácticos en la sombra del país, pueden llegar perfectamente a un acuerdo con los talibanes de uno y otro lado de la frontera. Dentro de casa para otorgarles un statu quo que estabilice las explosivas regiones nororientales, en Afganistán porque alguna forma de participación de los talibanes en el gobierno de Kabul alejaría el peligro de la “doble tenaza” desde su histórico enemigo indio y de un Afganistán en manos de las potencias occidentales. Los nada sutiles llamamientos que Washington ha hecho recientemente a Pekín para que entre a participar activamente en la guerra de Afganistán con el señuelo de su participación en un G-2 de la gobernación mundial junto a EEUU, han caído en saco rato. Mientras que a lo máximo que ha accedido Moscú, a cambio de la retirada de las bases del escudo antimisiles de Chequia y Polonia, es a abrir un pasillo aéreo para cubrir las necesidades logísticas del ejército de ocupación. Las repúblicas del Asia Central, por su parte, atrapadas en la doble órbita de Moscú (en lo militar) y de Pekín (en lo económico) son cada vez más reticentes a ceder su territorio y espacio aéreo a las necesidades militares norteamericanas. En estas condiciones, para EEUU afrontar prácticamente en solitario una escalada bélica de incierto resultado y unos costes –económicos y en vidas– inaceptables para la opinión pública del país, parece a día de hoy un reto inasumible, un bocado demasiado grande para un estómago debilitado por la crisis económica, frágil por la oposición de su propio pueblo y consumido tras el fracaso en Irak por su ocaso imperial. La decisión de Obama recoge de esta manera este doble aspecto contradictorio. Anuncia una escalada militar, pero al mismo tiempo pone una fecha para el inicio de la retirada. Lo que, traducido al lenguaje corriente, puede significar una estrategia similar al del último período de la ocupación de Irak: dar la guerra por fracasada y aspirar a salvar todos los muebles que se pueda en un breve plazo de tiempo. Sin embargo, como ha recordado estos días la prensa internacional, una vez puesta en marcha la dinámica de una escalada bélica, una cosa son las intenciones y otra la realidad. Y ambas pueden coincidir o, por el contrario, separarse cada vez más. Algo similar a lo ocurrido en Vietnam, donde a la decisión de iniciar una escalada limitada en efectivos y en el tiempo tomada por Kennedy le siguió, tras el magnicidio y su sucesión por Johnson, una escalada sin límites durante más de 12 años con resultados catastróficos para la superpotencia. ¿Hacia dónde se dirige Obama? Todavía es pronto para calibrarlo con exactitud. Lo ambiguo y contradictorio de su mensaje permite imaginar un desarrollo en cualquiera de las dos direcciones. En cualquier caso, todo va a depender no tanto del escenario del frente bélico, como del escenario político interno de EEUU. Buscando contentar a partidarios y detractores de la guerra, no es en absoluto descartable que Obama acabe decepcionando a todos. Haciendo descender abruptamente uno o varios peldaños más el ocaso del imperio.

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