¿Cómo es posible que después de tres siglos, Inglaterra siga teniendo en nuestro territorio un colonia como Gibraltar, un enclave militar vital para la entrada occidental del Mediterráneo? ¿Qué factores hacen posible que tras trescientos años de ocupación ningún gobierno España haya sido capaz, no ya de recuperar el Peñón, sino tan siquiera de poner freno a los desmanes ingleses?
La respuesta a estas preguntas la daba abiertamente una tribuna de opinión aparecida en el diario El País a mediados de agosto, en plena escalada del conflicto. En ella encontramos la clave del pensamiento que, a derecha e izquierda, domina a las elites políticas españolas desde hace siglos: la histórica impotencia y sumisión ante las grandes potencias imperialistas, incluso aunque en esta ocasión se trate de un imperio venido a menos. “(…) se trata de un problema que le viene grande a un Estado como España. Que nos viene grande. Que desborda claramente la capacidad de gestión y solución de que dispone ese Estado. Trescientos años es un tiempo más que suficiente para llegar a esta conclusión inapelable. Y para empezar a deducir de ello las consecuencias oportunas.(…) la única solución viable es la de buscar a un tercero que nos resuelva el problema. Da igual cómo lo resuelva, da igual que Gibraltar sea declarado parte de España o que sea declarado independiente, británico, autodeterminado o mediopensionista. Lo importante es que alguien con autoridad intervenga y corte de un tajo el nudo gordiano”. La sustancia de este pensamiento está expresada de forma concentrada en apenas dos frases. En primer lugar es “un problema que le viene grande a un Estado como España”. Es decir, el reconocimiento expreso de la debilidad político-militar de España y su Estado durante los últimos tres siglos. En segundo lugar, “buscar a un tercero que nos resuelva el problema. Da igual cómo lo resuelva”. Es decir, la renuncia explícita por ese Estado, por su clase dominante y sus elites dirigentes, a cualquier voluntad política de remediar esa situación, de desarrollar un proyecto propio que le permita adquirir fuerza política y militar para defender sus intereses.«La burguesía española es débil porque es dependiente. Y es dependiente porque está intervenida, desde sus orígenes, por las grandes potencias extranjeras» Es necesario situarse en este contexto histórico y político para empezar a entender mínimamente lo que está ocurriendo estos días en Gibraltar. Justamente, la Escuela Central de cuadros de nuestro partido de este verano ha tratado como tema central la reactualización de la Línea Estratégica, escrita ahora hace 35 años, lo que nos ha llevado a entender de forma más profunda y completa la subordinación y el sometimiento al que ha estado sujeto nuestro país en los últimos tres siglos a las potencias imperialistas más potentes de cada periodo. Reproducimos a continuación algunas de las conclusiones más importantes acerca de la debilidad histórica de la burguesía españolaLa debilidad histórica de la burguesía españolaLa debilidad histórica de la burguesía española, los rasgos de raquitismo, especulación y parasitismo que acompañan al capitalismo español desde sus orígenes hasta nuestros días son inseparables del grado de dependencia exterior, de la subordinación y el sometimiento a las grandes potencias extranjeras en el que ha vivido nuestro país en los últimos tres siglos. La burguesía española es débil porque es dependiente. Y es dependiente porque está intervenida, desde sus orígenes, por las grandes potencias extranjeras.Tras la guerra de Secesión de 1640 –que acaba con la independencia de Portugal y la anexión de la Cataluña norte por parte de Francia–, España quedó convertida, como dice el historiador catalán Vicenç Vives, en un “mera colonia de las grandes potencias europeas”.
A lo largo de todo el siglo XVIII España será, remacha Vives, “un juguete en la política internacional de los ejércitos y en la vida económica de los mercaderes de Luis XIV”. Quedando reducida en los hechos, tras la entronización de la dinastía borbónica tras la guerra de Sucesión de 1707-1713, a poco menos que un virreinato francés.Durante el siglo XIX, inaugurado convulsamente con la invasión napoleónica de 1808 y la posterior Guerra de la Independencia, una España “políticamente débil será tratada por el extranjero como zona de influencia”, en palabras del hispanista francés Pierre Villar. La rivalidad entre Inglaterra y Francia por el dominio de España explica los principales acontecimientos del siglo XIX –invasiones, golpes, pronunciamientos, asonadas militares, sucesión de gobiernos liberales y conservadores, matrimonios y sucesiones dinásticas…– Es la lucha entre ambas potencias la que va decidir el destino del país y convertirse en el factor determinante en el desarrollo del capitalismo en España, en la formación de la nueva clase dominante y en la construcción del nuevo Estado que va a sustituir al absolutista. «Un desarrollo capitalista cuyo rasgo esencial hasta nuestros días es el sometimiento a la intervención y el control de los países imperialistas más potentes» El hombre llamado, mediante la desamortización de los bienes eclesiásticos, a encabezar la revolución liberal, Mendizábal, es “a pesar de sus defectos, nuestro hombre en España”, según reza el memorándum del Foreign Office. Detrás del soterrado apoyo de Francia a las insurrecciones del reaccionario absolutismo carlista no hay otras razones que las explicadas por el embajador francés de la época en Madrid en carta remitida a su gobierno: “nuestros asuntos en España marchan muy bien. Cuanto más sube el carlismo, más baja el precio de las minas de Almadén”.Así, mientras en Francia, Inglaterra y otros países europeos la burguesía había asestado durante los siglos XVII y XVIII sucesivos golpes al antiguo régimen aristocrático feudal e impuesto paulatinamente el capitalismo, la burguesía española fue incapaz de hacer otro tanto. Extremadamente débil desde sus orígenes, minada en sus fuerzas políticas (liberales y conservadores) y en los aparatos claves del Estado (ejército) por la influencia y el control de las grandes potencias europeas e incapaz de acumular suficiente fuerza y organizarse con eficacia para destruir el decrépito régimen autocrático de los Borbones, la burguesía española se muestra a lo largo de todo el siglo XIX más inclinada a postrarse ante la aristocracia terrateniente, la corona y la Iglesia que a combatirlas radicalmente e implantar su propio proyecto revolucionario. Más dada a componendas con la reacción monarco-feudal y a buscar el apoyo de Londres o París que a apoyarse en la lucha de las masas trabajadoras y el naciente proletariado industrial, la burguesía española deja prácticamente intactas las bases económico-sociales del antiguo régimen que trababan precisamente el desarrollo del capitalismo y su misma expansión como clase.Así, víctima de su extrema dependencia del exterior, de su propia debilidad, de sus vacilaciones, de su temor al pueblo revolucionario, la burguesía española dejó escapar una tras otra todas sus oportunidades históricas, desde la Guerra de la Independencia de 1808-14 hasta el período revolucionario de 1868-73, que culminó con la instauración de la I República. Es la aparición del proletariado en este último período como fuerza revolucionaria activa de primera fila el factor que aceleró la fusión comenzada durante el reinado de Isabel II (1833-1868) de los sectores más reaccionarios de la burguesía (la burguesía terrateniente y la burguesía bancaria) con la aristocracia, contando con la bendición incondicional de la Iglesia y el beneplácito de las potencias imperialistas de la época, en particular de Inglaterra y Francia. Potencias que se apoyaban en estos sectores precisamente para impedir el desarrollo de un capitalismo autónomo, y por tanto rival, y para intervenir en los asuntos internos de España adueñándose de la minería, de los transportes y otros sectores productivos. Con el aplastamiento de la I República y la restauración de la Monarquía borbónica de Alfonso XII en 1874, se plasmó definitivamente la renuncia de la alta burguesía española a hacer su propia revolución, el pacto de su sector dominante con la aristocracia terrateniente y su subordinación a las potencias imperialistas más importantes. Esta alianza en el poder dará origen, mediante paulatinos cambios y reajustes, a la actual clase dominante española: la oligarquía financiera. El salto cualitativo en la acumulación de capital que se produce a raíz de la neutralidad española en la Iª Guerra Mundial, permite la aparición de un proyecto –el régimen de Primo de Rivera– que por primera vez está dispuesto a romper los históricos lazos de dependencia económicos y políticos y crear sobre unas nuevas bases independientes un capitalismo monopolista autóctono. La nacionalización del petróleo con CAMPSA, la creación de Telefónica, la liquidación del dominio del capital francés sobre la gran banca, los grandes proyectos de infraestructuras, la modernización del país, el impulso a la alfabetización y la instrucción pública, la integración en su proyecto de la burguesía catalana (la Lliga de Cambó) y de una parte sustancial del movimiento obrero (la UGT de Largo Caballero), los enfrentamientos con los Rockefeller y la City de Londres, las alianzas comerciales con la Rusia Soviética,.. «¿Cómo es posible que después de tres siglos, Inglaterra siga teniendo en nuestro territorio un colonia como Gibraltar?» Por primera y única vez en su historia, a lo largo de 6 años un sector de la oligarquía española se atreve a cuestionar los históricos lazos de subordinación y sometimiento e iniciar un camino de desarrollo nacional propio y autónomo. Sin embargo, fruto de su propia debilidad, inconsistencia y falta de organicidad, las presiones, chantajes y maniobras de Inglaterra –eficazmente apoyada por EEUU– acaban derrocando a Primo de Rivera y haciendo volver al grueso de la clase dominante española al redil de un orden imperialista donde está llamada a ocupar una posición de subordinación y dependencia, dando origen así a la crisis política de la Restauración que desembocará en la instauración de la IIª República. Así se configura en sus líneas esenciales y se impone un tipo de desarrollo capitalista incapaz de transformar a fondo las estructuras de la vieja sociedad y cuyos rasgos característicos son, desde su origen, el raquitismo, la especulación y el parasitismo. Un desarrollo capitalista cuyo rasgo esencial hasta nuestros días es el sometimiento a la intervención y el control de los países imperialistas más potentes en cada momento: Inglaterra y Francia a lo largo de todos los siglos XVIII y XIX y el primer tercio del XX, la Alemania nazi durante el breve período de 1936 a 1945; EEUU a partir de la instalación de las bases militares yanquis en 1953, a los que se suma el eje franco-alemán (cada vez más alemán y menos francés) tras la entrada en el Mercado Común y la integración en el euro. Frente a la visión errónea y distorsionada de España como potencia imperialista –alentada entre ciertos sectores populares nacionales e iberoamericanos por el espejismo de la expansión internacional de algunos bancos y monopolios españoles en los últimos 20 años–, la realidad que muestran los tres últimos siglos de nuestra historia es la de una España dominada, sometida y entregada por su clase dominante a una intervención y control cada vez mayor de las grandes potencias mundiales. La dictadura de está «Santa Alianza», reaccionaria y antinacional, ha costado al pueblo de las nacionalidades de España incalculables padecimientos y opresión, sumiendo a nuestro país en un desarrollo tan por debajo de nuestras potencialidades que cíclicamente nos condena a la pobreza y, siempre, al atraso y la dependencia exterior.