Prácticamente no hay semana en que los grandes medios de comunicación no informen de la mala situación económica de Venezuela: inflación por encima del 100%, desabastecimiento de productos básicos, enormes colas en los supermercados,…. Hay, como afirma el gobierno bolivariano, una «guerra económica» de EEUU. Pero también errores en la política económica del gobierno de Maduro.
Es bien sabido que una de las tácticas usadas por EEUU como antesala del golpe de Estado de Pinochet en Chile fue la declaración de un guerra económica que promoviera la escasez, la angustia y las protestas de la población. Así lo atestiguan los documentos desclasificados en 2003 por el Departamento de Estado de EEUU.
En ellos se recogen las conversaciones entre el director de la CIA, Jesse Helms, y el secretario de Estado, Henry Kissinger, donde el primero afirmaba que “el pretexto más lógico para lograr poner en marcha a los militares sería una repentina situación económica desastrosa”. Y lanzaron un mensaje a sus aliados chilenos: “no dejaremos que llegue una sola tuerca o tornillo a Chile si Allende se hace con el poder. Haremos todo cuanto esté en nuestros manos para condenar al país y a sus habitantes a las privaciones y la pobreza más absolutas”. «Una línea revolucionaria no sólo debe redistribuir la riqueza, sino multiplicar las fuentes de creación de nueva riqueza»
Hoy se están repitiendo en Venezuela los mismos manuales ya utilizados contra Allende: cerco financiero, acaparamiento, especulación y contrabando.
Pero reducir todo el problema exclusivamente a la guerra económica desatada por EEUU para intentar echar abajo la revolución bolivariana es ver sólo uno de sus aspectos. En el otro están los errores y deficiencias en la línea de desarrollo económico seguida por el régimen venezolano.
Es cierto que los logros económicos y sociales conseguidos por la revolución son espectaculares. Desde que Chávez llegó al poder en 1998, el PIB de Venezuela ha aumentado en más de un 400%. El salario mínimo se ha más que duplicado. El índice de pobreza extrema ha caído desde el 21 al 8% de la población. El desempleo ha pasado del 16% de la población activa a apenas un 6%. La línea de redistribución de la riqueza ha hecho que los beneficios de la industria petrolera hayan pasado de ser disfrutados por un 20% de la población a un 80%. La sanidad y la educación pública se han hecho por primera vez universales, llegando a una mayoría del pueblo que anteriormente no tenía acceso a ellas. Las decenas de miles de viviendas construidas por todo el país han empezado a erradicar el chabolismo,…
Sin embargo, toda esta política de redistribución de la riqueza ha adolecido de un defecto fundamental: ha estado basado toda ella en los ingresos petroleros pero sin desarrollar una industria nacional diversificada y potente.
En 1998, el 31% de las exportaciones de Venezuela eran de productos no petroleros. En 2012 esa cifra había bajado hasta el 4%. Tradicionalmente, Venezuela ha sido un exportador de productos como el café, el arroz, el maíz o el azúcar. En la actualidad debe dedicar más de 1.000 millones de dólares a importarlos debido a que el aumento de la demanda interna por la mejora del nivel de vida de la población no ha ido acompañado del correspondiente aumento de la producción nacional. En la industria minera, Venezuela tiene una de las mayores reservas mundiales de hierro y aluminio. Sin embargo la industria siderúrgica esta actualmente funcionando al 45% de su capacidad, mientras que la producción de la industria del aluminio se calcula que ha caído al menos un 33%.
Durante años, los altos precios del petróleo han permitido ocultar esta realidad. El impulso a una potente industria nacional diversificada y no dependiente del petróleo que constituye uno de los puntos esenciales del programa económico de la revolución bolivariana o no ha sido puesto en marcha o no ha funcionado.
Los 18 años de revolución, ademas de las imprescindibles reformas políticas y sociales, debían haber llevado el camino de la industrialización a un grado de desarrollo que permitiera hoy enfrentar con éxito la guerra económica desatada por el imperialismo.
Una línea revolucionaria no sólo debe proceder a redistribuir de forma más justa la riqueza, debe empeñarse también en multiplicar las fuentes de creación de nueva riqueza. Este camino, largo, difícil y costoso es el que debería emprender sin más dilación el gobierno revolucionario.
De no hacerlo, el imperialismo encontrará cada vez mayores facilidades para promover el caos económico, y con él la desestabilización política, de Venezuela.