SELECCIÓN DE PRENSA NACIONAL

Rajoy, amortizado

Un poeta latino incluido en el elenco de los clásicos, Publio Siro, escribió que “el carácter de cada hombre es el árbitro de su fortuna” y otro enorme, Goethe, proclamó que “los cementerios están llenos de hombres imprescindibles.” La combinación de estos apotegmas tan sabios le cuadra a Mariano Rajoy porque ha sido su carácter el que ha arruinado su credibilidad política (por el momento no la personal) y, en consecuencia, ha pasado a ser un actor político prescindible. Como recordó Bertolt Brecht en una reflexión universalmente celebrada, los hombres imprescindibles no son los buenos que luchan un día, ni los muy buenos que luchan un año, ni los mejores que luchan muchos años, sino aquellos que “luchan toda una vida”. Y Rajoy con el caso Bárcenas ha arrojado la toalla, ha dejado de luchar, se ha entregado a las pulsiones de su carácter y, en consecuencia, ha dejado de ser imprescindible.

El presidente del Gobierno, comparezca o no en el Congreso de los Diputados, lo haga para evitar una moción de censura, o no la evite, debió el lunes pasado anunciar explicaciones en sede parlamentaria una vez que el ex tesorero de su partido repitió ante el juez lo que había denunciado en conversación con el periodista quien, gloria de la profesión, inasequible al desaliento en la búsqueda de la verdad, un hombre cabal y un profesional admirable para el que el medallero de condecoraciones se queda corto (Pedro José Ramírez), publicó la conversación a todo trapo. Desde el mismo momento en que una acusación mediática se transforma en una declaración judicial, se altera la naturaleza de la cuestión. La ausencia de reflejos –¿acaso los tiene Rajoy?– propios de su carácter quietista lo hizo más que perseverante, obstinado, y contra viento y marea –contra toda la oposición, parte de su propio partido y contra el criterio de la opinión pública– se plantó como un chopo en la Moncloa dispuesto a irse de rositas de vacaciones a su Galicia natal.

En ese preciso momento comenzó a estar amortizado y terminó de estarlo cuando la presidencia del Gobierno –en manifiesta expresión de impotencia– distribuyó a los medios un reportaje fotográfico de Rajoy con los miembros del Consejo Empresarial para la Competitividad paseando por los jardines de la Moncloa, sugiriendo de manera algo más que implícita que el presidente contaba con el respaldo de la gran empresa española porque él garantizaba la “estabilidad”. Y sin embargo –desde que Rousseau teorizase sobre el contrato social entre el pueblo y el poder– no ha habido en la historia políticos que por ellos mismos, dictaduras aparte, hayan garantizado un concepto democrático como es el de la estabilidad. Está feo que se utilice así a los gestores y ejecutivos de las multinacionales españolas en un momento crítico. Porque el mandato electoral de noviembre de 2011 no fue para Rajoy como tal, sino al Partido Popular y en tanto en cuanto su grupo parlamentario garantice el funcionamiento de la mayoría absoluta (que es lo que interesa a nuestros exigentes acreedores) ese tipo de estabilidad queda asegurada.

De forma tal que lo sustancial en estos imprevisibles episodios no es el presidente del Gobierno y su continuidad, sino el reto de mantener el instrumento parlamentario (la mayoría absoluta) que hace de España un país más fiable –siempre en términos relativos– que otros del entorno sureño, sea Grecia, Portugal o Italia. Lo demás es adjetivo. O si se quiere formular de otra manera: Rajoy ha demostrado ser anecdótico y no categórico, de forma tal que deviene en prescindible y está amortizado políticamente. Por supuesto, resulta indeseable que Rajoy dimitiese. No es necesario que lo haga. Nos trae más cuenta que trate de cumplir con su precaria credibilidad el cuadro macroeconómico y el plan nacional de reformas que presentó el Consejo de Ministros el pasado 26 de abril. Y hecho eso, alcanzado a duras penas el último trimestre del año 2015, el de Pontevedra tendrá que hacer mutis por el foro.

El epítome de la crisis, es, además, Catalunya. La vocación de estallido político que se está cuajando en el Principado, aunque de muy distinta naturaleza que el episodio de Bárcenas, sugiere a Rajoy el mismo comportamiento: resistir, esperar, tiempo al tiempo, paciencia… y negativa. Si Bárcenas era para el presidente “tal” (innombrable), el desafío catalán no existe en su agenda más allá de las remisiones al Tribunal Constitucional cuyo presidente –el colmo de la ineptitud y de la desidia– pagaba la cuota mínima de afiliado del PP, precisamente en Catalunya. En género literario, lo que ocurre es una astracanada, o sea, un disparate, propio de un guión Pedro Muñoz Seca.

Todos contra Wert

El esfuerzo inútil de la Lomce apadrinada fogosamente por José Ignacio Wert quedará en nada. Todos los grupos de la oposición –no se recuerda precedente de una acción conjunta así– han firmado el compromiso de derogar y, en todo caso, de no aplicar la ley educativa del Gobierno cuando cambie la mayoría en el Congreso. ¿Por qué evidencias como castillos no lo son para el Gobierno? Lo era que una norma de estas características tiene los días contados –un mero cambio de mayorías– si no es consensuada, al menos, con el primer partido de la oposición. El despilfarro de energías, la inutilidad dañina de las confrontaciones y la fea polémica en Catalunya que provocó este proyecto debió evitarse. La resignación del Wert es de las que precede a la despedida.

Jordi Casas

El hasta el próximo día 30 delegado de la Generalitat en Madrid, Jordi Casas, es un hombre discreto hasta para expresar las discrepancias con el Govern de Mas. Casas es un catalanista de pro, un político amable y cordial, extraordinariamente activo pese a los condicionantes, superados, de su salud. También una personalidad de Unió con amplia experiencia en la capital de España que dejará el cargo que ahora ostenta pero que seguirá tendiendo puentes desde sus nuevas actividades profesionales. Dispondrá de ayuda en esa tarea de pontonero porque se ha ganado la estima de esa franja de gentes templadas que siguen siéndolo aunque en Barcelona no remita el brote de rauxa y en Madrid persista el calor africano y sofocante: el térmico y el político.

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