SELECCIÓN DE PRENSA NACIONAL

Humpty Dumpty, el rey

Es un cuento infantil, pero se parece a una pesadilla. Es conocido: Gelsomino en el país de los mentirosos, de Gianni Rodari. Gelsomino estaba castigado a taparse la boca con un pañuelo, porque tenía una voz atronadora y ensordecía a sus compañeros de escuela. Como no podía abrir la boca para hablar, en presencia de los otros, huía continuamente para quedarse solo y poder hablar y cantar sin que nadie lo escuchara. Y escapándose, escapándose… llegó al país de los mentirosos, regido por un antiguo pirata, Giacomone, el cual, después de haber surcado los mares y haber expoliado todos los barcos que se encontraba, se había refugiado en un país de tierra firme. Allí, cambió su nombre por el de Su Majestad el Rey Giacomone I, y convirtió a sus antiguos compañeros de rapiña y crimen en almirantes, capitanes, policías y jefes de bomberos. Además, promulgó una ley que imponía la mentira de forma absoluta, de manera que la policía multaba a los que seguían llamando rosas a las rosas en lugar de zanahorias, o también los que querían comprar carne en la carnicería y no en la panadería, que era donde debían ir. A partir de entonces, los gatos ladraban, los perros maullaban y el pan se vendía en la papelería. La mentira era hasta tal punto la norma que, cuando alguien pretendía decir la verdad, lo tomaban por loco y lo encerraban en el manicomio. Ya ven: el mundo al revés, con la mentira como verdad.

No somos ingenuos: sabemos, desde Maquiavelo, que la mentira es consustancial a la acción política y al funcionamiento del Estado moderno. Sin embargo, el caso Bárcenas, la derivada más delirante y explosiva del macrocaso Gürtel, junto al caso de los ERE en Andalucía, son escándalos destacables, por su magnitud y por cómo los abordan las cúpulas del PP y del PSOE, que están llevando el uso de la mentira política hasta extremos que, para buena parte de la ciudadanía, ya son intolerables. Un intelectual tan analítico y mesurado, y de tanto prestigio, como Fernando Vallespín, catedrático de Ciencia Política en la UAM, ha llegado a hablar de la situación actual como invadida peligrosamente por “la degeneración de la moral pública, la corrupción que todo lo invade”.

Y, con todo, la extrema gravedad del panorama no radica en la naturaleza y el alcance del presunto delito, sino, más bien, en la mentira con que, de forma sistemática, no sólo se pretende esconder la auténtica realidad de los hechos, sino, incluso, presentarlos de manera radicalmente contraria a como han ocurrido.

Es cierto que ello no sería posible sin la contrastada ineficacia del sistema judicial español, sospechosamente subordinado al brazo ejecutivo y legislativo, que permite pensar que los responsables políticos fácilmente se librarán de los procesos en los que parecen implicados. Y no sería posible, tampoco, si no fuera porque no existen mecanismos autocorrectores del sistema para hacer frente a las irregularidades cometidas durante la actividad política. Recordar ahora, treinta años después, uno de los lemas con los que el PSOE ganó sus primeras elecciones (“Que el Estado funcione”) parece un sarcasmo. El sistema político español presenta ineficacias y sobre todo déficits democráticos sistémicos que no permiten equipararlo a los sistemas de las democracias adelantadas. Lo que aquí parece norma es motivo de escándalo en países de nuestro entorno económico y político.

Y, sin embargo, al lado de la pesadilla del reino de Giacomone, el relato de Lewis Carrol A través del espejo es literalmente terrorífico. Uno de los personajes más populares con que se encuentra Alicia es Humpty Dumpty, aquel tarambana del cuerpo con forma de huevo. En medio de una conversación delirante, Humpty Dumpty le dice a Alicia: “Cuando yo uso una palabra, quiere decir exactamente lo que yo decido que diga, ni más ni menos”. Y ante las dudas de Alicia (“la cuestión es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes”) no duda en corregirla: “La cuestión es quién manda; con eso, hay bastante”. Y, como él manda, inventa palabras nuevas y cambia significados para las que ya existen. Con ello, el lenguaje deja de ser un instrumento de comunicación porque el significado de las palabras cambia arbitrariamente en función de quien las usa y, claro está, de quien manda: es decir, de quien otorga significado nuevo a las palabras viejas. Pero si las palabras no tienen significado claro y predefinido, entonces nadie miente. Sólo hace falta que las palabras dejen de significar aquello que significaban para vaciarlas y llenarlas de nuevo a conveniencia.

Manipular las palabras para que dejen de decir aquello que revelan y convertir el lenguaje en una red trenzada de eufemismos que no sólo esconden la realidad de las cosas sino que las tergiversan hasta hacerlas irreconocibles es todavía peor que mentir. Porque, si ya no hay acuerdo sobre lo que las palabras dicen, cualquier acuerdo sobre cualquier cosa se convierte, lógicamente, en imposible. Pudrir las palabras hasta el extremo de que todo valga y que, de cualquier cosa, se pueda decir arbitrariamente lo que no es, destroza, y eso es muy grave, la credibilidad en el propio lenguaje y en los fundamentos de la comunicación, que son la base de la relación social. En la serie de David Simon, Treme, el sorprendente profesor Creighton Bernette, después de la catástrofe del Katrina y del menosprecio del gobierno Bush, suelta, antes de explotar: “Dadas las circunstancias, creo que demostramos una contención admirable”. ¡Pues eso!

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