Durante los últimos años, los partidarios del proceso catalán hacia la independencia (la minoría más robusta, organizada y sobrerrepresentada) han acusado a los catalanistas partidarios de otras opciones de poner palos en las ruedas catalanas. Quien osaba apelar a una tercera vía negociada era tratado de ingenuo incurable o de perverso representante del statu quo. Quien sostenía que el sentimiento de pertenencia catalanoespañol es, a pesar de todos los pesares, muy alto en Catalunya, y que era preciso tener presente este factor antes de dar según qué pasos, era acusado de quintacolumnista. Quien avisaba de que, forzando a elegir entre la lealtad catalana y la española, cabía la posibilidad de una ruptura interna catalana, era acusado de hacerle el juego a Aznar y se le obligaba a aceptar el dogma de fe de la exigencia demoscópica de voto por parte del 80% de catalanes (exigencia indemostrada, pero siempre desmentida por los hechos).
Quien recordaba que la reclamación del pacto fiscal dio la impresión de ser una excusa fugaz era acusado de tocársela con papel de fumar. Quien, ante la descripción independentista de una España monolíticamente agresiva con Catalunya, recordaba el respeto o el afecto con que no pocos madrileños, cordobeses o sorianos de hoy y de ayer reconocen nuestra realidad cultural y económica, era tachado de idealista enfermizo o de español confeso y se le condenaba al infierno de Wert, Losantos y compañía. Quien hacía notar que el discurso del president Mas confunde España con las posiciones del PP y la historia de España con la interpretación que hace de ella el PP era conminado a no entorpecer el procés con argumentos de quisquilloso. Quien lamentando que la hegemonía independentista imponía un relato obligatorio que empobrecía el debate era acusado de hacer el juego al españolismo y de demonizar el catalanismo.
Y si, considerando que la sentencia del 2010 fue emitida por un Tribunal Constitucional anómalo y politizado, alguien opinaba que la respuesta no tenía por qué ser la ruptura, sino un reagrupamiento del catalanismo en torno al mínimo común denominador, rápidamente era acusado de ser partidario de las medias tintas y se le conminaba a reconocer ante el tribunal de la historia que la oportunidad era única y que oponerse al procés era negar el futuro de Catalunya.
Pues bien, ahora díganme, ¿quién ha sido el quintacolumnista? ¿Quién ha entorpecido realmente el famoso procés? ¿Quién ha provocado el naufragio de la ilusión de los catalanes que habían hecho suyo el relato soberanista? ¿Quién se ha burlado de la buena fe de la gente? ¿Quién ha jugado con sus sentimientos? ¿Quién ha conducido al catalanismo a un laberinto? ¿Quién ha quemado las naves del catalanismo jugándose la historia y el futuro a una sola carta? Ahora díganme: ¿Quién, abusando de las metáforas de parejas que se rompen y los amores solitarios, ha acabado entonando aquel siniestro bolero que decía “la maté porque era mía”?