Visita de Obama a China

Pulso entre bastidores

El alcance polí­tico, diplomático y mediático de la visita de Obama a China es una clara manifestación de los profundos cambios que se están operando en la situación internacional y permite vislumbrar algunos de los rasgos principales que caracterizan a este perí­odo de transición entre el viejo orden unipolar y el nuevo orden mundial que se está gestando.

El contenido de la visita refleja de una manera fiel el estado de ocaso imerial de la superpotencia yanqui y la emergencia de “los reinos combatientes” a cuya cabeza se sitúa China. La profundidad de la crisis económica desatada en Wall Street ha alterado sustancialmente el núcleo de la relación entre Estados Unidos y China, poniendo de manifiesto la existencia de una doble relación inversa en el terreno económico, de profundas consecuencias en el terreno político y militar. EEUU depende de forma cada vez más imperiosa del sostén económico de China, pero China ha introducido una serie de cambios en su modelo de desarrollo que le van a permitir ir desprendiéndose progresivamente de la dependencia casi absoluta del mercado norteamericano que había tenido hasta ahora. Este aumento de la dependencia norteamericana, unida a la perspectiva de una mayor autonomía económica de China, ha creado las condiciones para una sustancial aceleración del cambio en la correlación de fuerzas en las relaciones de poder mundial. De la rivalidad a la cooperación estratégica Tras el fin de la Guerra Fría, tanto Clinton como Bush II definieron a EEUU como “la nación imprescindible” para la gobernación mundial. Lo que está ocurriendo ahora, sin embargo, es que para EEUU, China se ha convertido en “la nación imprescindible” con la que tratar para gestionar los asuntos mundiales. No es ya que EEUU no pueda gestionar el orden mundial contra China, sino que ni siquiera puede hacerlo ya sin ella. Si Bush definió al inicio de su mandato la relación con China como la que existe entre “competidores estratégicos”, Obama ha dado la vuelta a este concepto para definirla como de “cooperación y confianza estratégica”. ¿Qué se quiere decir con esto? El primer intento de cooptar a China en un directorio único con EEUU fue la propuesta, avalada por Henry Kissinger y el secretario de Seguridad Nacional de Carter, Zginieb Bzrezinski, de crear con ella un G-2 encargado de la gobernación mundial. Directorio en el que Pekín podía aspirar a jugar un papel cualitativo en la gestión de los principales asuntos mundiales, como número dos de EEUU, a cambio de aceptar una relación de tipo asimétrico, en la que EEUU tuviera siempre la última palabra. Una vez que China rechazó la formación de este G-2 argumentando que sus intereses están con los países del Tercer Mundo y no con las potencias imperialistas, se ha abierto paso el nuevo concepto de “cooperación y confianza estratégica” con el que Obama acude a China. Sin embargo, para certificar esta nueva relación, la Administración Obama requiere dos tipos de demandas a Pekín. ¿Se puede confiar en el diablo? En primer lugar, que abandone su histórica política en las relaciones internacionales de buscar el beneficio mutuo y practicar la no injerencia y la no intervención en los asuntos internos de otros países, para ir adoptando progresivamente la posición de la “comunidad internacional” –es decir, de EEUU y las potencias occidentales– en cuestiones clave del tablero mundial. Lo que significa, traducido a la práctica, un cambio en la posición china con respecto a cuestiones como la nuclearización de Irán y Corea del Norte, alguna forma de participación –directa o indirecta– en la guerra de Afganistán o el debilitamiento de la estrecha cooperación estratégica de Pekín con regímenes considerados como “hostiles” por Washington (Venezuela, Sudán, Irán, Birmania,…). En segundo lugar que cree unas condiciones que hagan posible el establecimiento de la “confianza estratégica”. En otras palabras, el inicio de algún tipo de apertura de su Estado –especialmente todo lo relacionado con las cuestiones militares–, hasta ahora hermético a cualquier posibilidad de intervención y control norteamericano. Eso sí, mientras tanto, EEUU se guarda las bazas de intervenir desde fuera en los asuntos internos de China en cuestiones sensibles, que afectan principalmente a la unidad y la integridad territorial del país, como Taiwán, el Tíbet y Xinjiang o de promover la inestabilidad con sus vecinos, especialmente con el otro gigante asiático, la India. Una doble respuesta La respuesta de Pekín a estas demandas ha sido doble. Por un lado, si EEUU quiere de verdad una cooperación estratégica con China debe tomar medidas que indiquen la voluntad de abandonar inmediatamente su intervención en cuestiones que China considera que atañen a sus intereses esenciales: venta de armas a Taiwán, reconocimiento del Dalai Lama como líder del Tíbet, cese de la financiación y el apoyo a los grupos terroristas y separatistas iugures,… Por otro, si Obama quiere crear de verdad una relación de “confianza estratégica” debe dejar de lado la vieja doctrina hegemonista acerca de que cualquier otro poder militar potencial debe ser sometido antes de que se desarrolle plenamente. Aceptando, en consecuencia, el hecho inevitable de que en paralelo con su desarrollo económico y el crecimiento de su influencia política y diplomática, China modernice sus fuerzas armadas para convertirse también en una potencia militar en el futuro inmediato. Es en torno a esta segunda cuestión donde es previsible que tiendan a concentrarse las contradicciones, roces y conflictos entre EEUU y China en los próximos años. No de una forma directa, pero sí indirectamente, cada vez más estos roces y conflictos, aunque en esta etapa se revistan todavía de formas políticas, diplomáticas y económicas, van a tener como telón de fondo el problema, decisivo e irresuelto, del balance del poder militar entre Washington y Pekín. Dada su fortaleza económica, China puede transigir coyunturalmente con las medidas proteccionistas tomadas por Obama y elaborar una estrategia de largo plazo para ir sustituyendo progresivamente el actual sistema monetario internacional con el dólar como núcleo por otro nuevo. Por su parte, EEUU puede alternativamente ir levantando el pie del acelerador o pisándolo en las cuestiones del Tíbet, Xinjiang o Taiwán dependiendo de sus intereses y la correlación de fuerzas en cada coyuntura. Pero ni Pekín va a renunciar a su desarrollo y modernización militar –incluido aquí el convertirse en un actor principal en la carrera espacial–, ni Washington y el Pentágono pueden asistir impasibles a una emergencia de la proyección del poder militar global chino de dimensiones siquiera aproximadamente similares a la dimensión crecientemente global de su proyección económica y política. Pese al interés y la voluntad de los sectores mayoritarios de la clase dominante norteamericana y de los dirigentes chinos por buscar una alianza de tipo estratégica y evitar la confrontación directa, en este terreno, el terreno militar, empieza a dibujarse –no tal vez en lo inmediato, pero sí a medio plazo– una contradicción de carácter irresoluble en el marco del actual sistema de relaciones de poder mundial.

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