SELECCIÓN DE PRENSA NACIONAL

Pujol: la verdad dentro de la mentira

Muchos catalanes de buena voluntad, como otros tantos españoles igualmente crédulos, entre los que me cuento, ya suponíamos que la familia de Jordi Pujol se prevalía de la condición institucional de su padre. En Cataluña era un murmullo constante, pero la idiosincrasia de la burguesía media catalana –y esta es confesión de parte de un miembro de la nomenclatura barcelonesa con el que ayer hablé largamente– es menestral y se conforma con pedir a San Pancracio salud y trabajo, pero siente aversión por el conflicto y deja pasar. La otra burguesía, la plutócrata, ha callado porque debía estar en la pomada si como ahora se grita en Cataluña, Pujol era un comisionista a través de sus hijos que, aunque conducidos por la madre más que por el padre, no daban puntada sin que el progenitor los amparase directa o indirectamente.

De modo tal que la ficción era en Cataluña la verdad dentro de la enorme mentira socio-política que Pujol ha ido cincelando durante casi cuarenta años, según célebre frase de Stephen King, un brillante novelista norteamericano que tiene, entre otras virtudes literarias, las de esculpir expresiones con vocación lapidaria. Fue una ficción –la de Pujol– en la que muchos picamos. Especialmente, muchos miles de vascos que, horrorizados por los crímenes de ETA y perplejos ante la amoralidad del nacionalismo fundado por Sabino Arana ante la sangría terrorista, veíamos en el catalanismo, en su proyección sobre la gobernación de España, en la síntesis de lo propio con lo que ajeno, todo un ejemplo a seguir.

Sencillamente, muchos creímos que Pujol era un hombre de Estado y sólo a partir de 2010, cuando ya con ochenta años pegó el cambiazo y se hizo independentista, comenzamos a pensar que su relato biográfico era el de un taimado oportunista o el de un frívolo. Personalmente, y después de hablar con él en profundidad, lo atribuí más a su senectud que a su insinceridad. Tampoco llegamos a sospechar que su impostura –esa ficción que conformó la verdad de la mentira en Cataluña– encubría a un evasor de impuestos y consentidor de corruptos; a un vulgar político logrero.

Tampoco llegamos a suponer que la omertá en el Principado –nunca así denominada, obviamente– respondía en el fondo al mismo sistema clientelar que se denunciaba desde allí como lacra andaluza o extremeña (es decir: española). Ni, para los que tenemos algunas convicciones de orden confesional, se nos ocurrió pensar que un político de misa y discurso moral (léanse sus agónicas creencias en su libro “Un hombre ante el desfiladero”), podía resultar un embaucador del calibre que ha demostrado el expresidente de la Generalitat.

Algunos tenemos más motivos que otros para mostrar perplejidad. Pero, los que han vivido en esa ficción que era la verdad dentro de la mentira del pujolismo, ¿tienen derecho a rasgarse las vestiduras? En absoluto. Veamos el caso de Artur Mas: ¿cree el Molt Honorable que él, consejero en gobiernos de Pujol, conseller en cap de su último ejecutivo y su delfín, compañero de fatigas de su hereu, Oriol Pujol, puede desprenderse de la salpicadura de treinta y cuatro años de engaño e impostura de su jefe de filas? Si lo cree, se confunde.

Como se confundirían quienes pensasen que haber depositado sin mengua ni control, sin límites ni condiciones, los valores de la patria catalana en la persona y la gestión de Jordi Pujol no habrá de pasar al denominado proceso independentista una factura posiblemente impagable.

Cuando la ficción deja de serlo (la verdad en la mentira) de un hombre (Pujol), crea una ilusión (la independencia) en la que muchos creen y en la que otros se parapetan, se produce el llamado efecto-derrumbe. Porque, se empeñen o no miles de catalanes, insistan los analistas en el carácter autónomo del movimiento secesionista, Pujol ha desvencijado el estatus quo de Cataluña, a tal punto que, antes que otro objetivo, el perentorio e imprescindible, es reconstruir éticamente la vida pública catalana. Porque el partido que fundara Pujol –afectado por graves acusaciones de corrupción hasta el punto de tener embargada su sede– que ahora guía al Principado hacia la independencia, carece de consistencia, peso específico, y, sobre todo, de credibilidad.

Refúndese o vuélvase la organización como un calcetín, pero mientras lo hacen sus dirigentes no contaminados –y muchos de los actuales lo están– que no pronuncien lección alguna de ética cívica, de buenas prácticas democráticas o de descalificación de conductas ajenas, o de enmiendas a la totalidad a un sistema político del que abjuran y del que su referente patriótico se ha beneficiado hasta la náusea.

La ficción de muchos dirigentes catalanes –la que encerraba la verdad de la mentira– ha sido un insulto a Cataluña, desde luego. Pero no sólo. También lo ha sido al resto de España a la que, por activa, pasiva y perifrástica, se ha venido aleccionando con una superioridad que era, primero, cultural, luego, cívica y, en tercer lugar, precozmente europeísta. Pues bien: a tenor de lo que estamos sabiendo y –sobre todo: estén atentos– de lo que vamos a saber, se impone una dura cura de humildad.

Todos los portavoces del desprecio (abundantes en el pujolismo), seguramente no son peores que otros, pero sí, al menos iguales, y en lo que a Pujol y su entorno respecta, particularmente hipócritas, sepulcros blanqueados, según la parábola evangélica que Jordi Pujol habrá escuchado tantas veces con recogimiento en la misa sabatina de las 19.30 a la que asistía, mientras los rendimientos de sus cuentas en paraísos fiscales quedaban exentos como pecador después de confesión y penitencia.

Pero erró Pujol: la política no es ni Iglesia, ni religión, ni sus castigos son expiaciones penitenciales. Su sentencia es el ostracismo y, en su caso, la romana e implacable damnatio memoriae (la condena al olvido), que ha de ser el noble pueblo de Cataluña –tan por encima de quienes le han dirigido y aún dirigen– quien la dicte con la justicia histórica con la que las sociedades maduras ponen a cada cual en su lugar. Pujol no era Cataluña, pero llegó a parecerlo y, sobre todo, los catalanes y muchísimos españoles creyeron en esa fraudulenta unión hipostática. Burda mentira.

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