No es integrismo, es islamofascismo

El autoproclamado Estado Islámico (ISIS) ha perpetrado en el Sinaí el atentado más sangriento de la historia de Egipto, causando 235 muertos y 109 heridos. Y lo ha hecho masacrando a los fieles que salían de una mezquita tras celebrar el rezo del viernes, el día sagrado para los musulmanes. Un abyecto crimen que deja clara -una vez más- que más allá de la forma «religiosa e integrista» que adopte (el fundamentalismo islámico en su versión wahabista) estamos ante un movimiento político de carácter puramente fascista, que busca imponer un proyecto basado en el más negro terror y en la más brutal fuerza, y que sirve a los centros de poder para agitar el explosivo tablero de Oriente Medio.

Tras hacer explosionar artefactos explosivos de fabricación casera alrededor de la mezquita de Al Rawdah, los terroristas a bordo de cuatro vehículos todoterreno tirotearon a las víctimas que salían de la mezquita y a las ambulancias que llegaban para atender a los heridos. La orgía de sangre y terror se ha cobrado más de 235 muertos y cientos de heridos.

La mezquita de Al Rawdah (situada en Bir al-Abed, al oeste de la ciudad de Arish en la península del Sinaí) pertenece a la comunidad sufí. Los integristas de la rama extrema del sunnismo conocida como wahabismo o salafismo -como el Estado Islámico- consideran apóstatas a los miembros de esta rama del islam porque reverenciaban a los santos y tienen santuarios, lo que para los islamofascistas equivale a idolatría. Esta zona de Egipto ha sufrido ya varios sangrientos ataques a manos de la rama local del Estado Islámico, llamada Wilayat Sina. En febrero de este año, los cristianos de Al-Arich huyeron en masa después de una serie de ataques violentos contra su comunidad. Los yihadistas también decapitaron a un jefe sufí el año pasado, acusándolo de practicar magia y secuestrar a varios seguidores del sufismo. Los terroristas de Wilayat Sina/ISIS han matado a cientos de policías y soldados en la zona en los últimos tres años.

Los turistas en El Cairo y el valle del Nilo, así como la comunidad cristiana copta —en cuyo seno se han registrado más de un centenar de muertes en lo que va de año en atentados sectarios— también han sido objeto de ataques terrorista vinculados al ISIS. Cabe recordar tambien que hace ahora dos años, el ISIS perpetró en esta zona el atentado contra un avión ruso con 224 tripulantes a bordo, que se estrelló en el Sinaí a causa de una explosión cuando acababa de despegar de la ciudad turística de Sharm el Sheij, a orillas del mar Rojo. No hubo supervivientes.

Pero es aún más importante poner este brutal atentado en contexto, en el contexto de que la convulsión, la desestabilización y la violencia que vive Egipto hunde sus causas más profundas en la intervención y las maniobras norteamericanas en el país.

Porque -aunque la sangre, el humo y el olor de la pólvora no nos permita desmadejar aún la trama concreta- sabemos por experiencia que el terrorismo siempre sirve en última instancia -no importa cuáles sean las fanáticas motivaciones de sus perpetradores- a los centros de poder mundial para imponer sus más negros y ocultos proyectos. El terrorismo -y en especial el del ISIS, una organización cuyos hilos financieros y de armamento nos llevan a la financiación saudí o norteamericana- siempre ha sido una herramienta al servicio del imperialismo, especialmente de las superpotencias.

Recordemos que el explosivo panorama político que vive Egipto comenzó tras las «primaveras árabes» instigadas desde Washington en todo el norte de África, una estrategia de «golpes blandos» que buscaba instrumentalizar el legítimo hastío y hartazgo de la población hacia unos regímenes políticos odiosos y ultracorruptos que profundizaban en la miseria y el atraso para los pueblos del Norte de Africa, para provocar una «voladura controlada» de los gobiernos de esos países -históricos títeres de EEUU- para sustituírlos por otros gobiernos más suaves en las formas, pero aún más intervenidos y troquelados por la superpotencia norteamericana. La operación de las primaveras buscaba remozar el dominio estadounidense sobre el Norte de Africa y Oriente Medio frente a unos regímenes que ya no garantizaban la estabilidad.

Tras ser ensayado con éxito en Túnez -provocando la caída del corrupto y autoritario gobierno de Ben Ali- la intervención norteamericana se centró en la caída de Hosni Mubarak quien llevaba 30 años en el poder. Las manifestaciones de millones de personas en la Plaza Tahrir acabaron siendo apoyadas por el ejército -que ha sido armado e intervenido durante décadas por Washinton- y forzando la caída del tirano. Pero las urnas de las primeras elecciones dieron la victoria a los Hermanos Musulmanes de Mohamed Morsi, el cual -más allá de su carácter islamista y conservador- constituía un gobierno profundamente incómodo y poco manejable para el hegemonismo. De nuevo, una creciente ola de protestas potenciadas por la inteligencia norteamericana crearon el caldo de cultivo para que en 2013, el Ejército liderado por el general Abdul Fatah al-Sisi -un peón de Washington en toda regla- perpetrara un Golpe de Estado que derribara a Morsi, instaurando un gobierno militar.

Egipto es un país extremadamente importante en el diseño de poder norteamericano en la región: no en vano guarda el Canal de Suez y el Mar Rojo -por donde pasan el 10% del transporte marítimo mundial- y está en la intersección entre Oriente Medio y el Norte de África. El ejército egipcio es uno de los mayores socios militares de EEUU en el mundo y -tras Israel y Arabia Saudita- el más importante gendarme bélico en la zona.

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