No es despilfarro, es saqueo

El PP acusa al PSOE de haber conducido a la quiebra virtual a autonomí­as y ayuntamientos, mientras el PSOE acusa al PP de no exigir auditorí­as y levantar alfombras allí­ donde lleva años gobernando. Ahora todos se apuntan al carro de la austeridad, al recorte de privilegios y gastos innecesarios, a la reducción y simplificación de la administración, convertida en la consigna del momento en el que todos, desde PP y PSOE hasta el movimiento del 15-M parecen coincidir.

Hace ya dos años, en las elecciones euroeas de 2009, nuestro partido fue el primero en levantar en su programa electoral la bandera del ahorro de un 30% de los gastos del Estado, empezando por suprimir todos los gastos innecesarios y el despilfarro de una clase política acostumbrada a gastar el dinero público sin rendir cuentas ante nadie. Sin embargo, esa medida estaba a su vez sometida a la exigencia, como primer punto, de la redistribución de la riqueza. Porque reclamar austeridad y recortes en la administración y los gastos del Estado sin exigir al mismo tiempo la redistribución de la riqueza, no es que sea quedarse a mitad de camino, es que es caer de lleno –consciente o inconscientemente– en el programa de saqueo con el que el FMI y Bruselas se han abalanzado sobre nosotros. Despilfarro y saqueo Todas las encuestas coinciden en afirmar que la inmensa mayoría de la población considera a la clase política como uno de los principales problemas de España. ¿Pero dónde reside el verdadero problema de esta clase política? ¿En detraer una parte del dinero público para costear su derroche y sus prebendas? ¿O en legislar la política y ejecutar las medidas gracias a la cuál banqueros y monopolistas –nacionales y extranjeros– pueden saquear impunemente al 90% de la población? En los países de capitalismo monopolista desarrollado como el nuestro, el papel fundamental del Estado –y en consecuencia el de la clase política que forma parte de él– no es sino el de arbitrar, regular y fortalecer los intereses de los distintos grupos financieros y monopolistas. Es sobre la base de su dominio exclusivo del poder estatal como el capital financiero español –íntimamente unido al capital monopolista extranjero– puede concentrar y monopolizar crecientemente los principales recursos de la economía del país. La clase política no es, en este sentido, más que el instrumento a través del cual la oligarquía financiera española y el imperialismo imponen sus asfixiantes intereses y sus gravosos tributos sobre la inmensa mayoría de la población. ¿Quién si no el gobierno de Felipe González entregó SEAT a Volkswagen, vendiéndosela por una peseta? Operación que repetiría, poco después, entregando también por una peseta Galerías Preciados al Corte Inglés. Y a la que podríamos añadir una larga lista (Astilleros, Pegaso, Motor Ibérica, Altos Hornos, Santana,…) de las mayores joyas de la corona del tejido industrial español entregadas a precio de saldo al capital extranjero. ¿Quién si no el gobierno de Aznar privatizó las mayores empresas públicas (Telefónica, Repsol, Argentaria, Iberia,..), poniéndolas en manos de un selecto e ínfimo club de oligarcas y banqueros? ¿Quién si no Zapatero y su gobierno ha impuesto un rescate bancario de decenas de miles de millones de euros con dinero público, dinero de todos nosotros? Y del que la gran banca extranjera se llevará un bocado suculento a medida que avance la privatización de unas cajas de ahorro saneadas con dinero público a costa de aumentar la deuda del Estado, que también pagamos nosotros. ¿Quién si no esta misma clase política dicta que debemos sufragar los miles de millones de deuda de los monopolios eléctricos a través de la constante subida del recibo de la luz? Apenas media docena de grandes constructoras –y los bancos y los clanes oligárquicos a ellas asociados– son quienes han monopolizado las grandes obras públicas en infraestructuras, haciéndose de oro con los fondos que llegaban de Europa. Ahí está el origen y los beneficiarios del auténtico saqueo que sufrimos. Comparado con esto, el despilfarro y los privilegios de la clase política no son más que pura calderilla, importante y sangrante por oposición a los recortes que aplican al 90% de la población, pero calderilla al fin y al cabo. El chocolate del loro que se paga a unas castas políticas –verdaderos estómagos agradecidos– por legislar, amparar y favorecer el saqueo monopolista. La corriente general La existencia de esta clase política especialmente depredadora, cuyos privilegios y despilfarros se han extendido territorialmente a través del sistema autonómico, es inseparable del proceso de transición desde el franquismo hacia el régimen democrático. Entonces, para asentar y consolidar el nuevo régimen de dominio que debía sustituir al franquismo, la oligarquía y el imperialismo se vieron en la necesidad de hacer múltiples concesiones –en forma de privilegios y prebendas de todo tipo– a una nueva clase política en formación encargada de pilotar el régimen democrático y asegurar que nunca se saliera de los designios de la clase dominante. La integración en el Mercado Común y la moneda única, con la entrada de un nuevo centro de poder hegemonista regional con intereses de dominio sobre nosotros (el eje franco-alemán) otorgó nuevos y mayores privilegios a estas mismas casta políticas. Pero las nuevas condiciones mundiales están dictando que este largo período esté llegando a su fin. Y con él, el modelo y la clase política que tan fielmente han ejecutado en estos 35 años los planes del hegemonismo y la oligarquía deben también reacomodarse. En los años 80 Washington aplicó la política de unas clases dirigentes “castradas y cebadas” para meternos en la OTAN y engancharnos a su maquinaria de guerra. A partir de los 90, el eje franco-alemán volvió a atiborrarlas a base de fondos estructurales y de préstamos bancarios a cambio de integrarnos en su órbita de dominio económico. Pero ahora, con la crisis y los desplazamientos tectónicos del poder económico mundial, las tornas han cambiado. No es que no dispongan de más recursos para seguir cebando a las castas políticas, sino que Washington y Berlín necesitan imperiosamente esos recursos para tapar los insondables agujeros de sus bancos, reponer sus maltrechos monopolios y dejar libre para sus necesidades de financiación y endeudamiento los mercados de capitales mundiales. Como anunció el Financial Times hace unos meses, “la fiesta en España se ha terminado”. Lo que incluye también a la clase política, o al menos a parte de sus privilegios y derroches. “Transparencia y austeridad” es la bandera que han levantado el FMI y Bruselas exigiendo a los PIGS un Estado “que sea financiable”. Y ya han empezado aplicarlo en Grecia, donde una de las medidas impuestas para el rescate ha sido la eliminación de un 30% de los ayuntamientos que existen en la actualidad. Y donde en nombre de la “transparencia” y la “sostenibilidad” de las cuentas públicas, la llamada troika –los expertos de la Comisión Europea, el FMI y el Banco Central europeo encargados de la intervención– reclama tomar en su manos la recaudación de los impuestos y el proceso de privatizaciones. El mensaje a la clase política helena –extensivo al resto de países PIGS– es diáfano: “o recortan ustedes los gastos, incluidos los que se asignan a sí mismos, reducen y simplifican su administración o lo haremos nosotros directamente”. Austeridad sí, redistribución también Estamos porque la austeridad empiece por la administración del Estado en sus distintos niveles. Estamos por su reducción y simplificación. Estamos por la eliminación de los privilegios y los gastos innecesarios de la clase política. Pero también estamos porque todo ese ahorro se destine a redistribuir la riqueza y a invertirlo productivamente. No a que acabe transferido a la cuenta de resultados de banqueros y monopolistas españoles o extranjeros. ¿Recortar gastos innecesarios? Sí, radicalmente. Pero para aumentar gastos sociales necesarios como la elevación de las pensiones mínimas. ¿Eliminar privilegios? Sí, radicalmente. Pero para mejorar la sanidad y la educación públicas. ¿Reducir y simplificar la administración? Sí radicalmente. Pero para destinar todos esos recursos a una política pública de creación de riqueza y empleo.

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