Que las revueltas en Kirguizistán, una de las más pequeñas y pobres de las repúblicas de Asia central, se conviertan en enfrentamientos étnicos entre kirguises y uzbekos es motivo de alarma. Pero no sólo por el hecho en sí mismo, también por la amenaza que supone su posible extensión, haciendo estallar una cascada de conflictos e inestabilidad en una de las regiones potencialmente más explosivas del mundo.
Hace escasamente dos meses, en abril de este mismo año, una sangrienta insurrección en Bishkek, la caital del país, derrocaba y enviaba al exilio a Kurmanbek Bakíev, el presidente que llego al poder en 2005 como fruto de la llamada “revolución de los tulipanes”, otra sangrienta asonada que desalojó del gobierno a los herederos de la vieja nomenklatura ex-soviética que dirigían al país desde la desaparición de la URSS. El derrocamiento de Bakíev, y el inmediato reconocimiento del nuevo gobierno interino por Moscú hizo pensar que el país “volvía” al tradicional sendero de influencia rusa. La ambigüedad de Bakíev, jugando siempre con la baza oculta del alineamiento con Washington le había granjeado la hostilidad del Kremlin. La rápida y relativamente “limpia” ejecución del plan para derrocarlo hizo sospechar a todas las cancillerías que detrás de él se encontraba la larga mano de Moscú. Los primeros pasos del nuevo gobierno interino dirigido por la socialdemócrata Roza Otunbayeva, solicitando ayuda económica a Rusia, abriendo dudas sobre la permanencia de la estratégica base militar norteamericana en el aeropuerto de Manas y la revitalización de viejo proyecto ruso de abrir una segunda base militar en el sur del país así parecían confirmarlo. Vacío de poder Lo que los estrategas rusos no supieron prever, sin embargo, es el notable grado de descomposición en que se encuentra el Estado kirguiz y, en consecuencia, la capacidad de resistencia que los partidarios del depuesto presidente iban a ser capaces de levantar en todo el sur del país, región fronteriza con Uzbekistán donde está enclavada Osh, la segunda ciudad más importante, cuna de las actuales revueltas y lugar de origen del clan Bakíev. Es en esa ciudad donde estallaron los enfrentamientos entre jóvenes kirguises y uzbekos –una minoría étnica que representa sólo el 15% de la población de Kirguizistán, pero concentrada en esa región donde es la etnia mayoritaria– que han desembocado finalmente en incendios de centros comerciales y automóviles, así como en un gran número de víctimas mortales y heridos y en desplazamientos masivos de la población uzbeka tratando desesperadamente de alcanzar la frontera. La revuelta, que en sus orígenes pareció tener un carácter espontáneo, revela sin embargo, a medida que se van conociendo nuevos datos, su carácter planificado y organizado. Así como la activa participación en ella de los poderosos cárteles ligados al intenso tráfico de drogas, dado que la región ocupa un punto de paso necesario en la ruta que partiendo de Afganistán, cruza Tayikistán y atraviesa el sur de Kirguizistán para llegar a Kazajistán, donde, a través de Rusia, penetra en Europa central, oriental y nórdica. Los propios servicios de inteligencia del ejército de Kirguizistán –uno de los protagonistas en la sombra de las revueltas del pasado mes de abril– se encargaron de filtrar cómo después de la “revolución de los tulipanes” de 2005, en las zonas sur del país se produjo un reparto de propiedad a gran escala, a consecuencia del cual el hermano del ex presidente, Ajmat Bakíev, se convirtió en una especia de virrey regional, haciéndose con el control directo o indirecto de los grandes negocios, ya fueran legales o ilegales, incluido el tráfico de drogas. El antiguo jefe del Servicio de Seguridad Nacional de Kirguizistán, Artur Medetbekov, llegó a asegurar públicamente que Ajmat Bakíev controlaba el tráfico de drogas en la región a través de la alianza establecida con los cabecillas de los cárteles. Algunos de estos cabecillas han sido identificados como promotores de los conflictos interétnicos y protagonistas de los principales ataques a la población uzbeka. Pero lo que en realidad ponen de manifiesto estos hechos es la existencia de un auténtico vacío de poder en Kirguizistán, un país que amenaza con convertirse en un auténtico “agujero negro” regional, capaz de atraer sobre sí las múltiples contradicciones, rivalidades y conflictos que históricamente han laminado Asia Central, hasta el punto de conocérsela geopolíticamente como “los Balcanes euroasiáticos”. Una estructura estatal débil e ineficaz, un nuevo liderazgo carente de legitimidad, uno viejo, derrocado pero con poderosos puntos de apoyo internos, intratables divisiones étnicas, una profunda crisis económica añadida a la pobreza extrema que existe en extensas áreas del país, una fuerte dependencia de la ayuda extranjera, múltiples grupos de poder locales sostenidos por los ejércitos de las mafias de la droga y de los grupos fundamentalistas islámicos, se suman a una encajonada geografía sin litoral y una distribución demográfica que invita a la injerencia externa. Las condiciones para que estalle un conflicto de mayor envergadura están dadas. Cuidadosa reacción de Moscú La agudización de unas tensiones internas en las que no ve una correlación de fuerzas clara, unido a la capacidad potencial de que la crisis en Kirguizistán se contagie y haga estallar un conflicto regional está obligando a un rápido realineamiento de las fuerzas en presencia. Por el momento, el presidente ruso Medvedev ha desestimado la petición del nuevo gobierno kirguiz de enviar tropas rusas a estabilizar el sur. La situación en el interior del país es tan extraordinariamente volátil que incluso la misma existencia del Estado kirguiz está en peligro. Ante Moscú se vuelve a abrir el riesgo de morder más de lo que puede masticar. Intervenir en Kirguizistán es enfrentarse al peligro real de que su fuerza militar de intervención se vea operando en un vacío político, y además habiendo sido invitado por una estructura de poder todavía evanescente y que puede llegar a resultar casi ilusoria. El Kremlin teme verse envuelto en un avispero étnico, levantar resistencias en países vecinos claves como Uzbekistán y quedar atrapado en las rencillas internas de poder en Kirguizistán apoyando a un gobierno que, además de no controlar al país, está dividido en múltiples camarillas, algunas de las cuales no están exactamente en términos de camaradería con Moscú. Pero no hacerlo, por otra parte, es alimentar el agujero negro kirguiz con sus propias contradicciones internas y los roces con los países vecinos. Y al mismo tiempo mostrar públicamente sus carencias y debilidades para mantener su condición de gran potencia capaz de conservar la región en su área de influencia. A medida que la autoridad central en Bishkek, la capital kirguiz, continúa debilitándose, Uzbekistán –uno de los “grandes” de la región– puede sentir la necesidad de intervenir para proteger sus intereses y alimentar el nacionalismo uzbeco. El gobierno uzbeko, uno de los grandes productores de gas de la región, recela de un desbordamiento de la inestabilidad. El valle de Ferghana, situado al sur de su frontera y del cual forma parte la ciudad de Osh, ha sido históricamente un crisol de la disidencia política y del Islam más radical. Si la crisis se extiende y radicaliza, las tentaciones de Uzbekistán para poner como primera prioridad aislar la parte uzbeka de la anarquía del valle de Osh serán cada vez más fuertes. En definitiva, la postura de Uzbekistán será también un factor determinante en cualquier decisión final que adopte Moscú. Jugadores en la sombra Pero aunque Rusia aparece en primera instancia como el jugador decisivo de la región, no hay que olvidar que el laberinto del Asia Central se ha convertido en unos de los rincones regionales clave del tablero mundial al formar, tras la implosión soviética, una especie de “vientre blando” tanto de Moscú como de Pekín. Un punto, por tanto, donde confluyen –a distinto nivel y de distinta forma– los intereses y las disputas de otros jugadores mundiales, EEUU, China y, en menor media, la India. EEUU, aunque sin capacidad efectiva de intervenir en la situación, no oculta su interés por los acontecimientos. No en vano Kirguizistán cumple dos funciones claves en su estrategia asiática. Por un lado es la sede de la estratégica base de Manas, donde llegan y parten los gigantescos aviones encargados de desplazar tropas y logística a Afganistán. Y por otro, sus extensas frontera con la región china de Xinjiang le permiten tener un puesto de avanzada y vigilancia sobre uno de los flancos débiles del dragón chino. Pekín, por su parte, permanece a la expectativa, aunque seguramente no al margen. Son demasiados los intereses que tiene en juego en una región históricamente tan inestable, y que comparte una extensa frontera con lo que seguramente sea su flanco más débil: la región de Xinjiang.