Obama abandona la defensa antimisiles de Bush

Moscú bien vale un escudo

Las reacciones mundiales a la declaración de Obama anunciando que abandona uno de los proyectos militares más ambiciosos de la era Bush, la construcción del escudo de defensa antimisiles, se han dividido. Hay quien lo interpreta como la constatación más importante hasta la fecha del cambio operado en Washington, desde una lí­nea militarista, agresiva y basada en la imposición por la fuerza, la de Bush, a otra, la de Obama, caracterizada por la disposición al diálogo, la negociación y el consenso.

Hay, or otro lado, quienes, considerándose más realistas o pragmáticos, juzgan la decisión como el resultado inevitable de la crisis económica que atenaza a EEUU, lo que habría aconsejado desechar un proyecto tan excesivamente costoso como de resultados prácticos más que dudosos. Tanto una como otra valoración, sin embargo, yerran sobre la naturaleza y el calado de la decisión de Obama. A pesar de las apariencias en sentido contrario, no estamos ante un problema fundamentalmente militar. Tampoco ante una medida de carácter esencialmente económico, aunque ambos factores hayan pesado en la resolución final. Sino ante una decisión eminentemente política, en cuyo centro encontramos una de las cuestiones capitales de la nueva fase en que ha entrado la situación internacional. Fase caracterizada por el inicio del ocaso imperial de la superpotencia yanqui y la emergencia de los “reinos combatientes”, una serie de potencias emergentes que buscan una nueva distribución multipolar del poder mundial que les lleve a convertirse en socios en pie de igualdad con el declinante poder imperial norteamericano. En este nuevo período, tanto la gestión que Washington sepa hacer de su ocaso, como la política de alianzas que se establezca entre la superpotencia y los “renos combatientes”, y de estos entre sí, va a resultar clave para definir, en sus rasgos esenciales, el nuevo orden mundial (y la jerarquía de ese orden) todavía en gestación. Y es en esta perspectiva desde donde hay que valorar la decisión de Obama de abandonar la construcción del escudo antimisiles. Una decisión políticamente arriesgada y que, en el frente interno, le va a suponer una dura y larga batalla política con los sectores más duros del complejo militar-industrial, y en particular con todos aquellos para los que el escudo antimisiles, más allá de su valor práctico real, representa una fuente de jugosos contratos multimillonarios con el Pentágono. Pero es sobre todo en el frente externo donde las repercusiones de la decisión de Obama alcanzan su máxima dimensión. Al abandonar la construcción del escudo antimisiles, sin, al parecer, exigir contrapartidas a cambio, Obama ha lanzado un mensaje tan nítido como contundente: quiere incorporar a Rusia, y hacerlo rápidamente, como uno de los principales aliados de Washington. Para ello no ha dudado en atender una de las dos grandes reclamaciones de Moscú: la instalación de un sistema de defensa antimisiles en las mismas puertas de Rusia, creando una especie de “cinturón militar de seguridad” en torno a sus fronteras con Occidente. Al abandonar la instalación de las bases de radares e interceptores en Polonia y la República Checa, Obama no sólo desactiva esta amenaza de cerco militar, sino que, en palabras del propio secretario general de la OTAN, ofrece a Rusia, 24 horas después de su regreso de Washington, una “asociación estratégica real”, sobre la base de adoptar una “mentalidad abierta y un diálogo sin precedentes” desde el que “implicar a Rusia y escuchar sus legítimas preocupaciones de seguridad”. Un viraje de 180 grados en la política militar y de seguridad de EEUU en Europa que exige, al mismo tiempo, dejar en la estacada, por tanto, debilitar las alianzas, a los países de Europa Central y Oriental que, desde la caída del Muro de Berlín, habían sido considerados por Washington como uno de los mayores activos estratégicos en la ampliación y el reforzamiento de su control sobre Europa y de contención y desguazamiento de la antigua superpotencia rival. Y en el centro de este viraje completo, la necesidad absoluta y apremiante para EEUU de debilitar –o al menos frenar su velocidad de desarrollo– el eje Moscú-Pekín, la creciente alianza estratégica entre las dos mayores amenazas a su hegemonía y su liderazgo. Al liberar a Moscú de la amenaza de cerco militar desde sus fronteras occidentales –al tiempo que mantiene congelada la ampliación de la OTAN y su expansión hacia el espacio geopolítico ex-soviético–, Obama busca incorporarlo de forma efectiva a su nuevo sistema de alianzas, contrapesando así el progresivo acercamiento estratégico (en puntos geopolíticamente tan importantes como el Asia Central o en terrenos tan sensibles como el militar) que durante los últimos años se ha producido entre Rusia y China. Ya que no parece posible a día de hoy romper ese acercamiento estratégico entre sus dos principales rivales, el gesto de Obama busca una alianza estable con Rusia, equilibrando de esta forma las cartas chinas. Si para el rey navarro Enrique IV de Francia, París bien valía una misa, para Obama, Moscú bien vale un escudo antimisiles.

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