El Observatorio

Mi año de descanso y relajación

Ottessa Moshfegh es la última sensación de la literatura norteamericana y una testigo incómoda de la desintegración social y moral de EEUU

De madre croata y padre iraní, Ottesa nació en Boston en 1981. Tenía 20 años, pues, cuando ocurrieron los atentados del 11-S en Nueva York. Y es esa fecha crucial en la historia y en la memoria reciente de los norteamericanos la que cierra precisamente la novela que comentamos: Mi año de descanso y relajación, publicada en 2018, nominada para los premios Man Booker y buque insignia de una escritora que cuenta en su haber con destacados relatos, publicados en las más prestigiosas revistas de EEUU, varias novelas y algún ensayo.

Hará uno o dos años que el nombre de Ottessa Moshfegh ha comenzado a hacerse omnipresente en el mercado literario español, donde ya ha conseguido construirse un sólido nicho de lectores y la atención constante de la crítica.

Llevado por el eco sonoro de esa presencia y sin muchas más referencias, empujado por el atractivo título del libro y la recomendación calurosa que me hizo la librera de La Central de Barcelona, cargué con el libro para unas largas (e inusuales) vacaciones familiares en Bali, quizá con la vaga e ingenua presunción de que un libro así titulado podría ser una pequeña guía para conseguir eso que el título parece prometer: descanso y relajación. En mi santa ingenuidad, uno podía engañarse pensando que se iba a encontrar con el relato de una joven norteamericana que, huyendo de las estresantes exigencias del competitivo mercado laboral made in USA, decide marcharse a Florida o California para gozar de unas soleadas y hedonistas vacaciones.

Pero nada más lejos de la realidad. La protagonista del libro, y narradora en primera persona, se encierra en su piso alquilado del Upper East Side de Nueva York, con el objetivo de pasarse un año durmiendo, para lo que se sirve de todo tipo de narcóticos y medicinas psicotrópicas, en un desesperado intento de no tener vida alguna, no tener contacto con nadie, no hablar ni comunicarse, sencillamente estar dormida el mayor tiempo posible. Una especie de hara-kiri vital, sin sangre, una anulación completa de cualquier cosa que se pueda considerar vida.

Las razones de fondo de esta decisión extrema las vamos conociendo poco a poco, siguiendo el relato sinuoso que la propia protagonista va trazando en el libro. Podría decir que como mujer blanca, universitaria (licenciada en arte, ha trabajado en una galería hipervanguardista), de clase media, con recursos heredados de sus padres, es una “privilegiada” que se puede permitir ese año de “descanso y relajación”; pero esta premisa, cierta, no nos dice mucho, amén de que ella misma lo repite sin cesar.

Hija de madre croata y padre iraní, es una de las voces nuevas de la literatura de EEUU

Las claves están en otro lado. Huérfana, recuerda su vida familiar y la muerte de sus padres como una realidad desolada. Su padre, un científico socialmente reconocido, jamás se interesó por ella ni le prodigó el menor afecto, incluso cuando ella deja por un tiempo la universidad para cuidarlo en los últimos días de su enfermedad. Su madre, que no se habla con su padre, pasa sus días en la cama, viendo la televisión, hablando por teléfono con sus amigas y bebiendo, sin importarle ni mucho ni poco la deriva de su hija adolescente. Cuando finaliza sus estudios, comienza a trabajar en una galería de arte, donde se la exhibe como un objeto bello, mientras se dedica a proponer auténticas aberraciones bajo el nombre de arte. Harta de ese papel, comienza ya a encerrarse en un armario, para pasarse las horas laborales durmiendo. Con 25 años, apenas si tiene una amiga, Reva, a la que ama y odia a la vez, de la que quiere deshacerse pero a la que en cierta forma necesita. Ha roto su singular relación de pareja, con la que llevaba una tormentosa relación sexual, pero cada dos por tres lo llama con las demandas más peregrinas.

En medio de uno de los barrios más elegantes de Nueva York, guapa, elegante, adinerada, está completamente sola, huérfana de todo afecto, deprimida, sin empatía ni piedad con nadie, en vísperas de convertirse en un auténtico despojo humano y social: esa conversión es lo que ella nos cuenta en esta novela, que tiene sin duda la ambición de ser un retrato generacional de la juventud americana en vísperas del 11-S.

La novela se defiende gracias al tono sarcástico que domina el relato confesional

El año de descanso y relajación es un verdadero viaje, un descenso a los infiernos. Para quitarse la ansiedad y lograr dormir, consume dosis cada vez más enloquecidas de medicamentos, recetados por una doctora absolutamente enloquecida (y algo criminal, si la miramos bien). Su vida se reduce a dormitar en un sofá frente a una tele, donde se ve infinitas veces los éxitos de Hollywood de los 80 y los 90, consumir comida basura y bajar a un colmado llevado por unos egipcios para comprar cafés con leche, caramelos, vídeos y helados. En su estado de somnolencia, y a veces de sonambulismo, compra miles de objetos inútiles, lencería, ropa, comida… movida por un ímpetu consumista que no tiene límites.

La novela se defiende gracias al tono sarcástico que domina el relato confesional, la protagonista (que no tiene nombre y funciona por tanto como un yo simbólico) se despacha sobre todas las cosas con un desparpajo feroz, sin reprimir nada, abusando de la ironía para no mostrar nunca el dolor. No es insincera, aunque tutea con el narcisismo generacional, y aunque no es su intención, levanta inevitablemente la alfombra bajo la que se esconde todo el horror.

Hay ecos lejanos del Salinguer de El guardian entre el centeno, y más próximos de American Psycho. En todo caso, una voz potente y vigorosa, con un estilo intenso, que corre el riesgo de repetirse y cansar, pero que logra transmitir esa imagen de funeral que acosa a la sociedad norteamericana. Trump no ha salido de la nada.

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