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México-EEUU: impunidad y sospechas

Un informe elaborado por el inspector general del Departamento de Justicia de Estados Unidos sobre el operativo Rápido y furioso, el cual fue dado a conocer ayer, exonera al titular de esa dependencia, Eric Holder, de toda responsabilidad en dicha operación, por medio de la cual la Oficina de Control de Armas, Tabaco y Explosivos de Estados Unidos (ATF, por sus siglas en inglés) permitió el ingreso a México de más de dos mil fusiles de asalto, medio centenar de rifles de francotirador y miles de municiones que fueron a dar a manos de los cárteles de la droga. En contraste, el documento señala que funcionarios de alto nivel del propio Departamento de Justicia incurrieron en errores tácticos y estratégicos y tuvieron fallas en el manejo de la operación, por lo que llama a revisar la conducta y desempeño del personal descrito en este reporte y determinar si es apropiada una acción disciplinaria o administrativa.

La afirmación de que Eric Holder no supo sobre el desarrollo de Rápido y furioso antes de enero de 2011 es poco verosímil a la luz de las pesquisas realizadas por un comité legislativo que reveló, entre otras cosas, que los más altos mandos de ATF recibían informes semanales del desarrollo del referido operativo y que en éste participaron también funcionarios de la FBI y de la DEA. A estos elementos se suman ahora los señalamientos del citado informe en contra de encumbrados funcionarios de la dependencia encabezada por el propio Holder.

A menos de que Washington esté dispuesto a reconocer un descontrol mayúsculo entre sus corporaciones de seguridad y sus cadenas de mando, es difícil explicar la exculpación del secretario de Justicia si no es como resultado de un designio de impunidad. En cualquier caso, la evidente doble cara mostrada por la administración Obama –que por un lado afirma colaborar en el combate a los cárteles que operan en México y por el otro los provee de armas–, la tolerancia proverbial de Washington al lavado de dinero en los circuitos financieros de la economía estadunidense, y en general, la falta de voluntad efectiva de ese gobierno para frenar la demanda de drogas ilícitas en su territorio, ponen en entredicho la veracidad de su compromiso de perseguir y sancionar el trasiego y la producción de estupefacientes.

Más aún: la recurrentes inconsistencias entre el discurso y las acciones de la Casa Blanca en materia de combate al narcotráfico hacen obligado preguntarse si la persistencia de dicho fenómeno en nuestro país y en otras naciones no es en realidad un objetivo deseable para los intereses empresariales y geopolíticos de la superpotencia, beneficiados por las utilidades financieras derivadas del lavado de dinero, por la formación de un suculento mercado para la industria armamentista y, desde luego, por el surgimiento de coartadas intervencionistas.

En esta circunstancia, y por lo que hace a las autoridades mexicanas, hay sobrados elementos de juicio para replantear el sentido de una estrategia de seguridad pública y nacional que ha apostado a la colaboración con Washington e incluso a la subordinación a ese gobierno, lo que ha tenido como saldos la multiplicación de la violencia y de las muertes, el fortalecimiento del narcotráfico y la pérdida de la soberanía nacional.

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