Pasadas las celebraciones y festejos del 8M nuestro patafísico particular nos remitió un deslenguado libelo muy en el estilo del conciliábulo de sátrapas y bribones que él capitanea. Tras la inocente apariencia de difundir la obra de un olvidado clásico español y la loa a una heroica mujer se esconde una escatológica apología que produce sonrojo y vergüenza ajena al considerar a la mujer como mero deleite visual cuando no algo peor. El Consejo Editorial de esta publicación recuerda que la misma no asume lo que en ella se dice siendo responsabilidad exclusiva de los autores los contenidos de sus colaboraciones. La Dirección.
Tras el éxito de crítica y público cosechado por Cervantes con su Quijote (Madrid, 1605) un pícaro con nombre disfrazado dio a la estampa una segunda parte con ánimo de sacarse unos reales de vellón para sus gastos, y, de paso, carcajearse de la propiedad intelectual, inexistente en aquella época. Se trata del llamado Quijote Apócrifo de Avellaneda (Tarragona, 1614).
Aún hoy en día se especula sobre quién se esconde tras el seudónimo -se cree que pudo ser Quevedo, o, incluso, hasta el mismísimo Lope de Vega- pero eso importa poco a nuestro cuento. El tal Apócrifo es una jaimitada de marca mayor y las charlotadas deste Quijote no desmerecen ni un ardite a las del primigenio aunque hay sustanciales diferencias como veremos a renglón seguido.
El guardián entre los melones
La primera de todas es su relación con las mujeres. Nuestro caballero andante avellanesco rompe aparatosamente con la simpar Dulcinea pues, a lo que parece, la toboseña estaba más interesada en salar puercos que en escuchar requiebros y lisonjas de su maduro enamorado doncel. Que no tenía el eso para ruidos, vamos. Así, pues, ya no firma como El caballero de la triste figura, el posterior de los leones, etc., sino como Caballero Desamorado. Primer toque de atención a la toma de distancia con el bello sexo, que diría un cursi.
Este primer barrunto de misoginia es, sin embargo, apariencia y purita impostura. El ahora desenamorado se topó con una ramera famosa en Alcalá, y, como no podía ser menos, la confundió con la más bella de las bellas no superada por Audrey Hepburn o los asombrosos setenta años de Silvia Tortosa, por poner un ejemplo que nos sea cercano. Bárbara, que así se llamaba la dama de las llamadas de partido (Cervantes dixit), no era una estrecha como la malaje Dulcinea y acompañó muy a su placer a su pretendiente dejándose querer. El XVII español fue siglo de endémica crisis económica y nuestra meretriz se mostró dispuesta a ganarse las habichuelas disfrazada de pornochacha o princesa de las amazonas si así se lo requería su nuevo galán. Allí había tema.
Ella ni corta ni perezosa se puso al frente de su ejército para tomarse merecida venganza pero fue derrotada en la batalla de Emesa.
¿Qué machismo hay en decir que nuestra heroína estaba de pan y moja?
No acaba aquí el cacao mental de nuestro alucinado caballero. En el Camino Real de Zaragoza topóse con un hortelano que garrota en mano guardaba un melonar de su propiedad y D. Quijote confundiólo con un desaforado gigantazo con el que entró en singular batalla al tiempo que soltaba por la boquita las mil sandeces aprendidas de los mentirosos libros caballerescos que tenía leídos. El jamelgo Rocinante, mientras tanto, se dio el atracón del siglo con los azucarados frutos de la tierra más preocupado por arreglar sus maltrechas tripas que por las batallas con follones y malandrines entabladas por su amo. Me carcajeo entre dientes y me parto la caja de sólo rememorar la escena.
El gañán salió huyendo en busca de ayuda y el Trío Calavera (Quijote, Sancho y Bárbara) acabó en Sigüenza donde el escudero, por orden de su señor, colgó en las columnas de su Plaza Mayor varios ejemplares del siguiente Cartel. El Caballero Desamorado, flor y espejo de la nación Manchega, desafía a singular batalla aquel o aquellos que no confesaren que la gran Cenobia, reina de las amazonas, que conmigo viene, es la más alta y fermosa fembra que en la redondez del universo se halla; que será defendida con los filos de mi espada su rara y singular belleza en la Real plaza desta ciudad, desde mañana a mediodía hasta la noche; y el que intentare salir en batalla con dicho Caballero Desamorado ponga su nombre en el pie deste cartel.
¡Voto a tal! Por mi santiguada que definir a una mujer como fermosa hembra no dejará de levantar la ira de las féminas de nuestros días, y, si se nos apura, caer en delito quien haga apología de ello (Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres). Aclaremos el entuerto para no tener más disgustos de los estrictamente necesarios.
Los tíos somos suprimibles
En la Edad de Piedra los roles estaban perfectamente repartidos. El hombre salía a la caza del mamut, el oso cavernario y el tigre con dientes de sable y la mujer cuidaba de la prole recogida y segura en la cueva. Este darwinismo social permitía que sólo sobreviviera una minoría y los tíos resultantes solicitaban el justiprecio por haberse jugado el pellejo, dejémonos de vainas: arrimar cebolleta y desgastar el pizarrín. Y si sobrevivían unos pocos para contentar a muchas mujeres mejor, así se mejoraba la raza. Eran los más altos, fuertes y astutos. El resto, como he dicho arriba, eran exterminables sin que se notara su falta. Por alfeñiques.
En el XVII español algo quedaba de aquello. Un tipo capaz de jugarse la vida por una señora tenía algo de hombre prehistórico. Pero, cuidado, no era una zagala cualquiera la que hacía suspirar a nuestro quijote particular: se trataba de la reina Zenobia.
Imaginemos que hubiera sido otra. Qué sé yo… Helena de Troya, una peliteñida y polioperada que se pegó unos buenos revolcones con el pingaloca príncipe Paris y que le puso a su esposo el rey Menelao una agujas que no cabían por la Puerta de Alcalá. Ahí sí habría machismo pues el caballero loaría exclusivamente las artes amatorias de la dama en cuestión y la mujer no dejaría de ser un simple desahogo de sábado por la noche. Deleznable y repulsivo, y más para nosotros los sátrapas que somos gente refinada.
Zenobia de Palmira (240-274 n. e.) es cuestión bien distinta. Su marido fue asesinado por los romanos y ella ni corta ni perezosa se puso al frente de su ejército para tomarse merecida venganza pero fue derrotada en la batalla de Emesa (272 n. e.) siendo echa presa y deportada a Roma donde probablemente acabó como esclava sexual.
¿Qué de malo hay decir que esta bizarra mujer es la más fermosa hembra de la redondez del mundo mundial como dice D. Quijote? ¿Qué machismo hay en decir que nuestra heroína estaba de pan y moja -que, a lo que parece estaba, según nos ha llegado por la iconografía de época- sin que por ello orillemos lo que fue su verdadera fermosura: enfrentarse al imperialismo de la época, el romano, sin parar en ciernes ni pensarse las consecuencias? ¿Vale la pena o no desenvainar la espada para callar a los bocones que lo pongan en duda?
Los sátrapas bebemos de distintas fuentes. Hoy he aportado alguna más, aparte de los autores que he citado a pie de página en otros artículos (Kennedy Toole y su inmortal Ignatius J. Reilly; José Arcadio Buendía de Gabo García Márquez; los cronopios de Cortazar…) Los nuevos son Borges, J. D. Salinger y su guardián entre centenos, que trasmudo a un melonar… y el Quijote de Avellaneda. De la donosa galanura deste último a los sátrapas nos quedan unas trazas que muy a nuestro pesar debemos disimular. Con ello termino.
No es menos cierto que cuando cedemos el paso en el ascensor, el metro o en las escaleras de palacio, se nos escapan furtivas miradas al trasero de la señorita objeto de nuestro halago, máxime si la damisela es de mérito. No es debilidad de la carne, como diría el mismo cursi de antes, o machismo de mentes sucias como pueden ir diciendo por ahí algunas. Es galantería española que hemos aprendido de nuestros mayores y clásicos.