"El lobo de Wall Street"

Los pequeños… y los grandes lobos

Scorsese convierte el ascenso y caí­da de Belfort, conocido como «el lobo de Wall Street» en una enloquecida bacanal. Y es que el director neoyorquino ha querido contarnos «la historia de una locura, de la obscena mentalidad de un negocio podrido».

Una orgía necesaria

En los años 90, Wall Street diseño una estafa global que estalló con la caída de Lehman Brothers.

Necesitaban cada vez más dinero para costear su hegemonía. Fue entonces cuando aparecieron los “productos tóxicos”, auténtica “basura” camuflada bajo el nombre de “derivados financieros”. Inundaron con ellos todo el planeta… saqueando nuestros bolsillos. Este atraco exigía poner en marcha una “orgía financiera” sin límites, donde todo estuviera permitido.

«“El lobo de Wall Street” retrata el delirio de la orgía financiera sin dar un segundo de tregua»En este ambiente propicio crecieron personajes como Jordan Belfort, un bróker que creo un imperio estafando a millones de pequeños ahorradores, desde amas de casa a jubilados o parados. Les vendía las “penny stocks”, acciones muy baratas de empresas que no valían nada o que directamente eran un fraude. Sólo para elevar su precio y poder cobrar su propia inversión en el momento más alto, hundiendo al resto de inversores.

Algo así como la estafa de las preferentes, pero a gran escala.

Scorsese convierte el ascenso y caída de Belfort, conocido como “el lobo de Wall Street” en una enloquecida bacanal.

Y es que el director neoyorquino ha querido contarnos “la historia de una locura, de la obscena mentalidad de un negocio podrido”. E insiste en que “así lo quise mostrar. Sin prebendas, con toda la libertad que necesitaba para dejar clara la impunidad con que se movían estos sujetos”.

Y desde luego lo consigue. “El lobo de Wall Street” es “puro speed”cinematográfico. A lo largo de tres horas que pasan demasiado rápido, Scorsese no nos deja tregua ni respiro, con un ritmo frenético y un lenguaje visual donde cada escena es un puñetazo.

Asistimos al delirio sin freno de un “Calígula moderno”, subido a lomos del potro salvaje del boom financiero.

Donde el fraude y el atraco financiero se mezclan, como las dos caras de una misma moneda, con los excesos de todo tipo.

Belfort presumía de haber ganado 9,5 millones en tan solo media hora. Cifras obscenas que exigían que otros millones se arruinasen.

Pero la borrachera de beneficios exigía ir siempre más allá. Alimentando esa rueda con la gasolina de las drogas y el sexo de pago.

Exhibiendo impúdicamente su condición de nuevos dioses en fiestas donde cada nuevo disparate era la prueba de que ellos estaban por encima de cualquier moral, de cualquier límite.

Y entre todas las drogas, la más adictiva era el dinero. Y la mayor sensación de poder era la de atracar impunemente a millones de personas.

Lo que también exigía “educar” a esta nueva generación de ladrones en el más absoluto desprecio hacia los demás, transformados en números, constituidos en objetos de burla y humillación.

Algunos sectores de la crítica han censurado que “El lobo de Wall Street” es una película cínica que glorifica las hazañas de Belfort.

No entienden nada. O peor aún, lo entienden todo al revés. Poseídos por el puritanismo protestante –que obliga a renunciar a todos los excesos para dedicarse en exclusiva a uno solo, obtener el máximo beneficio- se revuelven ante la libertad con la que Scorsese retrata la estafa global creada por Wall Street, que también sufrió el pueblo norteamericano.

Los que pueden caer…y los que son demasiado grandes para caer

La película termina con un Jordan Belfort derrotado, enjuiciado por estafa y obligado a delatar a sus socios para aligerar su condena. «Advenedizos como Belfort caen mientras los Rockefeller o los Morgan siguen estafando con impunidad»

Dicen que se ha reformado tras pasar 22 meses en la cárcel, y que hoy es ya un “ciudadano honrado”. Pero cobra 3.500 dólares por persona a quienes quieren asistir a conferencias donde explica las técnicas de los fraudes que había cometido.

Fue condenado a pagar una multa de 90 millones de euros a sus víctimas. Pero hasta la fecha sólo ha pagado 8,5. Y no parece que vaya a pagar mucho más.

A Belfort no le detuvieron por estafar a millones de pequeños ahorradores. Eso es lo que hacen la J.P.Morgan o el Bank of America, buques insignias de Wall Street, y nadie les ha pedido cuentas por ello.

Le defenestraron por querer ser más de lo que era. Aspiró a colarse, por la puerta de atrás, en la flor y nata de Wall Street. Intentó estafar también a las grandes fortunas.

Y fue entonces cuando el FBI o la SEC –la comisión que regula la bolsa norteamericana- le colocó en su punto de mira.

Scorsese no esconde esta contradicción. Y presenta al Estado norteamericano como el guardián de los intereses de una oligarquía a la que Belfort nunca perteneció.

Esta es la paradoja que nos asalta tras ver “El lobo de Wall Street”. No se cazaron todos los lobos, como se evidenció tras la caída de Lehman Brothers y el estallido de la crisis.

Lo que sucedió en realidad es que los pequeños lobos que se colaron en la fiesta financiera cayeron… Mientras los grandes lobos, los auténticos propietarios de Wall Street, siguieron estafándonos con impunidad.

Esto no es achacable a Scorsese. Sólo se puede retratar la caída de los que caen. Los que son “demasiados grandes para caer”, es decir los grandes bancos o fondos de inversión en propiedad de la gran burguesía norteamericana, están “en otra dimensión”.

Ellos han estafado a muchos más millones, y han obtenido ganancias que los Belfort de turno ni siquiera podrían soñar.

Pero ellos no son, como Belfort, advenedizos ni nuevos ricos. Ellos, sencillamente, tienen el poder. Por eso no necesitan exhibirlo con grotescos excesos públicos. Son mucho más maquiavélicos y peligrosos. Cometen sus crímenes desde pulcros despachos y se presentan como ciudadanos respetables.

La única vez que alguien en Hollywood se atrevió a hacer una película sobre ellos pagó las consecuencias. Fue Orson Wells, con su “Ciudadano Kane”. Y lo hizo a cara descubierta, señalando que hablaba de W.R. Hearst, un magnate de la prensa incrustado en las élites de la burguesía norteamericana.

A pesar de ser el mayor talento del cine norteamericano –y posiblemente el mejor director de la historia del cine- se le desterró de Hollywood.

Había cruzado todos los límites. Se había atrevido a tocar a los intocables.

Por eso los Belfort caen, por muchos millones que hayan ganado, y los Rockefeller o los Morgan siguen estafando, con la protección el FBI, la SEC y todo el Estado norteamericano, los mismos que “enchironaron” al que se conoce como el “lobo de Wall Street” pero comparado con ellos era un simple cordero.

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