«Llevamos años reclamando a los dirigentes alemanes que asuman el liderazgo europeo. Pero Dios quiera que no lo hagan». La sentencia del ex ministro de asuntos exteriores holandés Frans Timmermans resume a la perfección las reacciones de los líderes europeos ante los nuevos planes de Merkel de intercambiar fondos de rescate por «disciplina» económica a la alemana.
A lo largo de décadas, los sucesivos líderes germanos dijeron que querían una Alemania más euroea, por lo que tuvieron mucho cuidado en utilizar fórmulas que oscurecieran su predominio sobre el resto de aliados en el continente. Incluso aunque su peso en la toma de decisiones europeas fuera cada vez más evidente, tanto Kohl como Smichdt o Adenauer tuvieron la precaución de ampararse tras la sombra política de Francia y buscar consensos entre los socios comunitarios para las grandes resoluciones de la construcción europea. Ahora, sin embargo, las cosas han dado un giro de 180 grados. El gobierno de Berlín ya no desea una Alemania más europea, sino una Europa más alemana. Y los costes de ese giro radical van a cuenta de los países más débiles y dependientes políticamente. Ya lo dijo Merkel al inicio de la crisis: “nuestro objetivo es que Alemania saga fortalecida de la crisis”. Y eso sólo puede hacerse a costa de debilitar y empobrecer a los demás. Grecia e Irlanda fueron los primeros en sufrirlo. Amparándose en supuestas resistencias internas, el gobierno Merkel dejó deliberadamente que los problemas generados por la crisis de la deuda de ambos países se deterioran hasta tal punto que la petición de rescate al FMI y a Berlín tuvo que hacerse en las peores condiciones para Atenas y Dublín, cuando ya tenían la soga de la bancarrota del país anudada al cuello. El castigo a ambas naciones –pues no puede calificarse con otro nombre las drásticas condiciones de ajuste impuestas para acceder al dinero del rescate– debían servir de escarmiento al resto. Y efectivamente sirvieron. En menos de un año, los gobiernos del resto de países denominados despectivamente como PIIGS y de la Europa del este aceptaban mansamente conducir a sus pueblos al abismo del empobrecimiento y el retroceso generalizado en sus condiciones de vida. Con ello se ha cerrado lo que podríamos llamar la primera fase de una nueva configuración europea, que tiene más que nunca a Alemania en su centro y a los distintos países jugándose su pertenencia a diversas órbitas, o catalogados en distintas divisiones, de acuerdo con su grado de fortaleza política y militar. Fortaleza cuya medida no la da principalmente el peso económico, sino el grado de autonomía y relativa independencia con respecto al centro germano que hayan sabido preservar. El juego interno de Merkel Lo que la inmensa mayoría de medios de comunicación europeos juzgan como una debilidad de Merkel, no saber lidiar con las resistencias de la opinión pública alemana a comprometerse con la estabilidad financiera de la eurozona, empieza a revelarse cada vez con más claridad como manifestación de un hábil juego político, pero que en su desarrollo podría llegar a alcanzar extremos peligrosos. Si durante el pasado año este clima de opinión público ha servido a Merkel para mantener hasta límites insostenibles la presión sobre Grecia e Irlanda –y por extensión, sobre el resto de países débiles y dependientes–, ahora le está sirviendo para dar un nuevo salto en la reordenación y recategorización de los países europeos de acuerdo con los intereses y las necesidades de Berlín. El nuevo plan diseñado por la cancillería y el ministerio de Finanzas germano se basa en un pacto implícito con la opinión pública alemana: a cambio de apoyar al euro, aunque esto signifique costes adicionales, los votantes alemanes deben estar seguros de que el enfoque alemán sobre la política económica europea tendrá una mayor influencia. La idea que Merkel ha empezado a vender a sus votantes es que, con su plan, en lugar de que Berlín corra con la mayor parte de los compromisos, ha llegado el momento de que sean los otros los que hagan las concesiones. Para el gobierno alemán, la crisis financiera ha cambiado los términos del debate. Si en los momentos de bonanza económica, dicen en la cancillería, los términos del pacto entre los socios podían definirse con un “si yo estoy bien, tú también puedes estar bien”; con el estallido de la crisis el asunto ha pasado a ser: “si tú necesitas algo de mí, ¿qué me vas a ofrecer a cambio?” En la última reunión de jefes de Estado y de gobierno de la UE, los ánimos se caldearon –llegando incluso a hacer saltar las chispas– cuando Alemania, con el respaldo de Francia, exigía a los miembros de la zona euro a cambio de una ampliación del fondo de rescate un pacto de rebajas salariales y un acuerdo para hacer cumplir la disciplina fiscal al estilo alemán, supervisado y sancionado por Berlín. Como decía días después el New York Times al valorar la cumbre, “los aullidos de protesta de los países más pequeños ilustran la ansiedad desencadenada por el creciente afianzamiento del peso de Alemania (…) Pero también plantea una cuestión más fundamental, con un importante trasfondo histórico, no sólo para los pequeños países europeos, sino también para Francia: ¿está el resto de Europa lista para aceptar abiertamente el liderazgo alemán?”. Los temores en la UE a la dominación franco-alemana no son nada nuevo. Pero que Alemania busque escapar de la sombra de Francia presionando con su propia agenda política es un punto de partida nuevo, con importantes implicaciones. Aunque inspirado lejanamente en la vieja pretensión de París de dotar a la zona euro de una especie de gobierno económico, el plan de Merkel apunta directamente a una progresiva pérdida de poder y de peso político de las instituciones comunes de la UE (Comisión, Parlamento,…), para desplazar de forma brusca el centro de gravedad de la política económica de la eurozona –y por tanto de la soberanía de los países que la integran– hacia Berlín. La preferencia de Berlín por un escenario donde las grandes potencias, y en particular Alemania, dominen la Unión sin la necesidad de las engorrosas negociaciones, consensos y repartos de poder paralizantes para sus intereses que implica Bruselas, se hace cada día más evidente. El pacto de competitividad de Merkel tiene que avanzar todavía, sin embargo, a través de un tortuoso proceso de acuerdos europeos. De momento, además de París, que aspira a compartir trono con Berlín aunque sea como reina consorte, sólo el sumiso y servil Zapatero ha mostrado su completa disposición a aceptar el plan alemán. Desde Bélgica hasta Austria, pasando por Polonia, Chequia, Irlanda o, por supuesto, Inglaterra ya han levantado las voces de alarma ante lo que consideran un paso cualitativo más hacia la Europa alemana con la que siempre, de un modo u otro, soñó la burguesía monopolista germana. Beneficios eternos La gran mentira sobre la que está construida toda la nueva política de Berlín es la que afirma que mientras Alemania, tras la implantación del euro hacía “sus deberes”, se imponía sacrificios y reforzaba su productividad y competitividad, los demás países, y en particular los PIIGS, derrochaban a manos llenas los beneficios que supuso la implantación de la moneda única. Nada de esto se corresponde a la realidad. El primer resultado de la implantación del euro fue un creciente “anclaje” de las economías del conjunto de países que lo adoptaron. Sujeción que no era de la misma naturaleza para todos. Pues mientras unos “anclaban”, otros eran “anclados”. Al abrir sus fronteras a una libre circulación de capitales insuperable (pues se trata de una misma moneda para todos), las potencias poseedoras de mayores recursos y acumulación de capital, a la cabeza de la cuales se coloca Alemania, segundo exportador mundial, inundaron de inversiones el resto de países miembros del euro. Lo cual se tradujo inmediatamente en mayores beneficios para las empresas inversoras alemanas, puesto que son mas poderosas y más altamente competitivas que las del resto de países de la zona euro. Bajo la apariencia de fortalecer las economías del conjunto de países miembros de la zona euro, lo que en realidad se estaba haciendo es fortalecer enormemente la economía alemana y asentarla todavía más como centro de gravedad económico de Europa. Nada ilustra mejor este proceso que las declaraciones de un alto ejecutivo de un gran banco alemán: “los españoles no sólo compran nuestros coches, sino que nos piden prestado el dinero para comprarlos”. El beneficio, pues, se había duplicado para Alemania con la implantación de la moneda única. No sólo podía vender más mercancías que antes en la zona euro –un mercado de más de 300 millones de consumidores de alto poder adquisitivo–, sino que ahora podía también prestar el dinero (obteniendo un nuevo beneficio derivado del interés que cobran sus bancos) para que sus mercancías tuvieran salida. De hecho, Alemania es, en efecto, el segundo exportador mundial de mercancías, cosa que se repite con frecuencia, pero se olvida añadir que esto sólo es posible gracias a que los países de la zona euro absorben el 60% de sus exportaciones. La crisis del euro Pero en segundo lugar, es necesario también partir del papel de Alemania en el comercio mundial global para comprender las razones últimas de la sucesión de turbulencias que han azotado a la moneda única desde finales de 2009. En 2010, el euro ha sufrido la que, dicen, ha sido su mayor crisis de la historia: la derivada de la crisis de la deuda de Grecia e Irlanda. Pues bien, también en ese mismo período, 2010, Alemania ha logrado un excedente comercial (de 154.300 millones de euros) que no lograba desde principios de los años 70. ¿La razón de este aparente contrasentido? Muy sencilla, las turbulencias del euro han supuesto para Alemania unos inestimables beneficios. Desde el pico máximo alcanzado a mediados de 2008, el euro ha perdido casi un 15% de su valor con respecto al dólar; todavía más con respecto a la canasta de las principales monedas mundiales. Esta relativa debilidad del euro es la que en gran medida ha permitido a Alemania reforzar su posición exportadora y, desde ella, adquirir todavía más preponderancia económica sobre sus socios comunitarios. Desde esta perspectiva material, resulta más fácil entender la afirmación que hacíamos al principio: las dudas y reticencias alemanas a comprometerse con la estabilidad del euro obedecen antes a un hábil juego político que a las vacilaciones de Merkel. Escudada tras el euro y las debilidades de los países periféricos, Alemania ha conseguido sortear lo que Japón (y los propios países europeos durante las crisis del petróleo de 1973 y 1979) no ha podido evitar: que EEUU le cargue con una parte de la factura de su crisis mediante la devaluación del dólar. Si en la actual crisis Alemania hubiera seguido teniendo el marco como moneda, que nadie dude que su valor frente al dólar se habría disparado, cortando en seco las posibilidades alemanas de salir fortalecidos de la crisis mediante su potencia exportadora. Exactamente lo que le está pasando a Japón. La idea de unos ignotos “mercados” y unos ávidos especuladores azotando al euro queda así reducida a su verdadera dimensión: una cortina de humo dirigida a ocultar a sus verdaderos responsables y beneficiarios. Alemania ha sido la gran beneficiada de la crisis del euro y la política de Merkel ha contribuido decisivamente a ello. De esta mayor posición de fortaleza y predominio, es de donde surgen los nuevos planes de avanzar más, más rápido y más profundamente hacia la construcción de la gran Europa alemana. No es oro todo lo que reluce La sólida economía alemana tiene una piedra en el zapato: su sistema financiero. Los últimos movimientos alrededor del WestLB muestran lo difícil que va a ser para el Gobierno alemán sanear un sistema muy complejo, con un mercado poco rentable y muy saturado. Ese es el análisis que hace el diario estadounidense The New York Times (…) que asegura que el ejemplo del landesbank WestLB es sólo un síntoma de un problema mayor dentro de la economía germana. Y es que (…) muchos bancos están vivos gracias al apoyo del Gobierno después de haberse enfangado con la crisis (…) "La fragilidad del sector bancario alemán supone una amenaza sustancial para una recuperación económica sostenida (…) La excelente situación económica no se refleja en el sistema financiero" (…) Los landesbank (bancos públicos estatales que colaboran con las sparkasse, cajas de ahorro locales que dominan el mercado minorista) perdieron en 2005 su principal ventaja competitiva después de que Bruselas prohibiera las garantías públicas que les permitían obtener financiación muy barata. Antes de que las garantías expiraran, los landesbank pidieron mucho más dinero del que podían prestar de manera rentable, lo que hizo que dedicaran mucho dinero a especular en el mercado residencial estadounidense. "(…) El problema es que ahora estos bancos, que no suelen tener ramas para obtener depósitos, no pueden obtener financiación a tipos razonables para poder hacer negocio. WestLB ha sido el primero, pero Bruselas también está investigando a otros dos landesbank, HSH Nordbank y BayernLB, así como como el Hypo Real State, un banco comercial que tuvo que ser rescatado y ahora es propiedad del gobierno alemán. Problemas también tiene el IKB, banco especializado en créditos a empresas de tamaño medio y que fue adquirido al Gobierno por el fondo de capital riesgo estadounidense Lone Star en 2008. El pasado mes de octubre, el fondo anunció su intención de vender IKB (…) EL ECONOMISTA. 16-2-2011