SELECCIÓN DE PRENSA NACIONAL

Los nacionalistas insaciables y el adiós de Salmond

“El dinero y no la moral es el principio de las naciones fuertes”. Thomas Jefferson, presidente de los Estados Unidos

El nacionalismo que no logra para el territorio en el que está implantado su estatalidad y se desarrolla en entidades autonómicas o regionales, jamás puede expresar su conformidad con esa situación jurídica y política que considera subalterna e injusta. La satisfacción en el nacionalismo carecería de sentido porque dejaría de ser lo que es: una constante reivindicación. De ahí se deriva la creencia de que los nacionalismos son insaciables, de que aspiran al privilegio mucho más que a la mera diferencia y conviven mal con sistemas políticos estatales compuestos, sean autonómicos o federales. Por fin, suele vincularse el nacionalismo a un afán meramente materialista en línea con la famosa frase de Jefferson que encabeza este post.

Es posible que este planteamiento tenga parte de razón. Pero no la tiene toda. Y, especialmente, es un planteamiento bastante estéril. El tratamiento de los nacionalismos secesionistas no es homogéneo porque está en función de las diferentes legalidades constitucionales. Hay Estados divisibles (Canadá y el Reino Unido, por ejemplo) y otros que no lo son por pacto constitucional (caso de España, Francia o Alemania). El hecho de que Quebec haya decidido hasta dos veces en referéndum su preferencia por seguir en Canadá y que el jueves los escoceses hayan apostado holgadamente por continuar en el Reino Unido no implica que el Estado español deba autorizar una consulta no vinculante en Cataluña. Nuestro marco constitucional es diferente al canadiense y al británico y la democracia no consiste sólo en votar sino también en respetar la legitimidad de las leyes y de los procedimientos en un Estado de Derecho.

Sin embargo, cuando los nacionalismos en determinadas fases históricas adquieren fuerza y, sobre todo, se expansionan sobre grandes sectores de la población como está ocurriendo en Cataluña y como ha ocurrido en Escocia, el cumplimiento de la ley es una condición necesaria pero no suficiente porque no se crea sólo un conflicto que pueda resolverse con la mera aplicación de las normas sino que exige de la acción política.

La negativa a asumir que tenemos en Cataluña un problema político es simétrica a la de los secesionistas a admitir que la ley no puede relativizarse mediante su sustitución por una reiterada apelación a la voluntad política. Hay que aplicar la ley y hay que hacer política. Las dos cosas a la vez. Y la política requiere plantear reformas que, aunque no vayan a saciar a los secesionistas (eso nunca ocurrirá), sí desagregará del separatismo a cientos de miles de ciudadanos que se unen a él por falta de alternativas.

Si Cameron, Miliband y Clegg no hubieran formulado el juramento (The Vow) de proceder a una devolución de poderes a Escocia si se mantenía en el Reino Unido, seguramente el resultado del referendo hubiera sido muy diferente. En Canadá, si no se hubiese dictado una Ley de Claridad con condiciones estrictas a la posibilidad de una secesión, seguramente no habrían transcurrido casi 20 años, desde 1995, sin nuevos intentos de consulta separatista. Es cierto que en ambos países se sigue hablando del Neverendum, contracción del never (nunca) y end (fin), esto es, de la posibilidad de que vuelva a ponerse sobre la mesa una consulta independentista, pero eso dependerá -como ha ocurrido en Canadá con Quebec- de la calidad de los acuerdos a que se llegue y a los mecanismos de preservación de la unidad que se pacten.

El intento vasco y el proceso catalán

En España el nacionalismo vasco hizo su particular intento en 2005 planteando una Comunidad Libre Asociada con España. Fracasó y han transcurrido diez años sin que se vuelva a plantear. Ahora estamos con el proceso soberanista en Cataluña que ha fracasado, aunque persista la energía secesionista en niveles altos, aunque -como se ha demostrado en Escocia- nada hay peor para el separatismo que la movilización de los silenciosos. Y en Cataluña, los hay y muchos.

Ahora bien: la dimensión de la reivindicación de Cataluña -dando por supuesto que la consulta no se puede celebrar y que el Estado español se ha pactado constitucionalmente como indivisible- emparenta, en cuanto a las soluciones de fondo, con Escocia y aun con Canadá: exige el pacto, la remoción de los acuerdos de la convivencia. Intentemos un Senado territorial con competencia legislativa exclusiva y una cámara para acuerdos horizontales en las políticas del Estado; intentemos la definición de las grandes líneas de financiación autonómica en la Constitución introduciendo, además de la solidaridad, la ordinalidad; intentemos establecer una cláusula de atribución de competencias del Estado; introduzcamos mecanismos de coordinación y de libertad en políticas varias y, sobre todo, demos autonomía interna -reduciendo la expansión normativa del Estado- en las comunidades exigiéndoles autorresponsabilidad política y financiera. Y asumamos la diferencia -no el privilegio- en aquellos extremos en los que sea razonable.

Los recalcitrantes seguirán siendo insaciables y les rondará permanentemente el neverendum pero serán muchos menos de los que ahora son, o creen serlo, como lo demuestra Escocia o Quebec. Si la política en Cataluña entra en juego, sin merma de la ley, el número de insaciables será menor. Esto es lo que tiene la convivencia en democracia: que hay que estar en un tira y afloja permanente, en un partido constante. Lo cual es soportable si se basa en un compromiso de lealtad. Por eso, cuando el proceso soberanista en Cataluña ha fracasado -y no es probable un desacato o una desobediencia civil– habrá que preguntar al nacionalismo si está dispuesto a renegociar con una sola condición: la intangibilidad del Estado. Nada nuevo. Se trataría de copiar la inteligente fórmula de compromiso alemana, que dispone del federalismo más eficiente de Europa.

En este contexto, la dimisión de Salmond no es por fracaso sino, entre otras razones, por respeto al alineamiento entre las expectativas generadas y las realidades. Se trata de una cultura política que no es la nuestra -por desgracia- y que remite a una concepción muy determinada de cómo debe sopesarse el compromiso entre dirigentes y electores. El ministro principal de Escocia, además, no quiere estar en la negociación de la devo-max y busca un refresco generacional para un SNP que, quizás como le ocurrió al partido quebequés después de 1995, tenga muy difícil repetir hegemonía en el futuro inmediato. No se tome al nacionalismo por menos de lo que es: en Escocia su líder ha sido hábil y, ahora, al marcharse sin exigencia de que lo hiciera, demuestra que es inteligente. Una muestra evidente de que el nacionalismo perspicaz sabe sacrificar a sus peones más valiosos. Algo que en Cataluña ya no es posible porque Artur Mas ha llevado las términos de su envite a un callejón sin salida. Importa ya poco si sigue o si se va.

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