Camboya Juicio a los Jemeres Rojos

Los campos de la muerte

El Centro de Documentación de Camboya ha localizado cerca de 20.000 fosas comunes repartidas por todo el paí­s, desde pequeños hoyos en los que se enterró a cuatro o cinco ví­ctimas a entierros masivos de más de un millar de personas. Miles están aún por descubrir.

Cráneos. Los hay or todas partes. En museos, apilados en templos, en almacenes, escuelas y campos de arroz. Cada año, con las lluvias del monzón, aparecen más. De viejos, mujeres, niños. Son la abrumadora baterí­a de pruebas con las que cuenta el tribunal internacional que juzga el genocidio de Camboya y que ayer se reanudó en Phnom Penh.Las supersticiones y el turismo -los campos de la muerte están entre los lugares más visitados- han ayudado a guardar los restos de las casi 1,8 millones de ví­ctimas de Pol Pot, en contra de quienes abogaban por incinerarlos.Ahora, equipos forenses locales y extranjeros han empezado a analizarlos, añadiendo a cada cráneo descripciones como «herida incisiva con arma blanca» u «orificio por impacto de bala». Masacradas a machetazos, de golpes secos en la nuca o con armas de fuego, las ví­ctimas han permanecido en silencio durante décadas para resurgir ahora, 30 años más tarde, como testigos mudos del juicio contra sus verdugos.El Centro de Documentación de Camboya ha localizado cerca de 20.000 fosas comunes repartidas por todo el paí­s, desde pequeños hoyos en los que se enterró a cuatro o cinco ví­ctimas a entierros masivos de más de un millar de personas. Miles están aún por descubrir.Es difí­cil encontrar en Camboya una aldea que no tenga ví­ctimas del genocidio, una familia que no perdiera a uno o varios de sus miembros o un superviviente que no siga despertándose en mitad de la noche, 30 años después, recordando el régimen de terror del Jemer Rojo. La razón es puramente matemática: el paí­s sólo tení­a siete millones de habitantes cuando Pol Pot entró triunfal en las calles de Phnom Penh en 1975. Tras su derrocamiento, casi cuatro años después, una cuarta parte de la población habí­a muerto de hambre, por ejecuciones sumarias o en purgas polí­ticas.Fueron tres años, ocho meses y 20 dí­as de experimento ideológico con el que los jemeres rojos se propusieron purificar el paí­s, unificar todas las clases sociales en una sola, campesina y proletaria, y construir un edén comunista a partir del Año Cero. Angkar, el omnipresente Gran Hermano que dirigí­a la Kampuchea Democrática, decidí­a quien debí­a vivir y quién era prescindible en el nuevo orden. Llevar gafas, tener dinero ahorrado, hablar un segundo idioma o no poder exhibir callos en las manos que demostraran haber trabajado el campo eran motivos para ser eliminado.Las Cámaras Extraordinarias de las Cortes de Camboya son un último y débil intento de ofrecer algo de justicia a las ví­ctimas. El tribunal internacional establecido para juzgar el genocidio corre el riesgo de perder la credibilidad que le queda ante las acusaciones de corrupción, las peleas internas y las limitaciones que han llevado a sentar en el banquillo a cinco únicos acusados, todos ellos colaboradores de Pol Pot. La fiscalí­a trató de recuperar ayer la iniciativa presentando una abrumadora baterí­a de pruebas que auguran una segura condena para el primer juzgado, el jefe de las torturas de los jemeres rojos Kaing Guek Eav.En 1975, poco antes de la toma de Saigón por el vietcong, el Jemer Rojo entró en la capital, Phnom Penh, y proclamó la República Democrática de Kampuchea.Desde entonces, bajo el mandato de Pol Pot , preconiza una nueva sociedad, en la cual, la desconfianza hacia la cultura, las profesiones liberales y la sociedad urbana marcan las pautas de los nuevos dirigentes camboyanos.La guerrilla, que se ha apoyado en el campesinado durante la guerra civil, confí­a en los campesinos, que son considerados ciudadanos de primera categorí­a. Sin embargo, las personas de ciudad y especialmente, los que tienen estudios, son, puestos a trabajar el los campos de reeducación.En cuanto a la élite afrancesada y católica, que se habí­a formado en universidades europeas, es sistemáticamente eliminada en campos de concentración como «enemigos de clase». Las ejecuciones en masa, el hambre y las enfermedades mataron, al menos, a un millón de personas.Para los jemeres, esta «nueva sociedad» llevaba un nombre: Angkor, la primitiva cultura que ocupó el territorio de lo que hoy es Camboya, encarnación de un ideal comunitarista ajeno a la vileza inherente a las ciudades.La restauración en versión actualizada de esa utopí­a del «comunismo primituivo» fue el motivo expreso por el que emprendieron la colectivización, el desalojo de las ciudades y, como remate, esa matanza que fue además un genocidio en el sentido estricto del término, es decir, una matanza con motivaciones raciales. El ideario polpotiano propone también una utopí­a étnica, de la que serí­an excluidos, ví­a el exterminio, todos los grupos diferentes a la etnia jemer: vietnamitas, chinos, laosianos. Y es que los jemeres rojos no sólo se denominaron a si mismos como » comunistas»: fueron nacionalistas, y del modo más cruento.El régimen de Pol Pot documentó muchas de sus acciones, a menudo, fotografió a sus ví­ctimas antes de ejecutarlas y rara vez trató de ocultar sus crí­menes porque no los veí­a como tales. El paso del tiempo no ha logrado borrar la principal evidencia en su contra, recuerdo de un tiempo en el que los camboyanos se mataron entre ellos. Cráneos, de niños y mujeres, viejos y jóvenes.

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