Verónica García Moreno. Lecturer en el departamento de Spanish and Portuguese Department, UCLA
Los disturbios del pasado día 6 de enero. cuando un grupo de manifestantes armados simpatizantes de Donald Trump entró en el Capitolio para impedir la investidura del presidente electo demócrata Joe Biden, han conmovido al mundo en un escenario ya golpeado por las terribles crisis sociales de un 2020 pandémico y dantesco.
La cobertura y difusión que ha tenido este hecho ha sido masiva, acompañada de un abundante material gráfico, y los comentarios, declaraciones y artículos sobre el tema se pueden contar por centenares. Las consecuencias (aparte de la trágica muerte de una manifestante), no se han hecho esperar: un contundente rechazo desde todos los estamentos políticos tanto demócratas como republicanos, el inminente impeachement al presidente Trump por instigación a la violencia y sedición, la dimisión de varios altos cargos y el paulatino abandono de los colaboradores más leales y cercanos al presidente Trump, incluso su vicepresidente, Mike Pence.
La situación en el día de hoy, como todos sabemos, está controlada y la votación se reanudó sin mayores consecuencias horas más tarde, ratificando el resultado de las elecciones del pasado 3 de noviembre y proclamando al demócrata Joe Biden como el cuadragésimo sexto presidente de los Estados Unidos. Es cierto que los disturbios del Capitolio son muy graves y no tienen precedentes en la historia de la democracia norteamericana (el traspaso de poder de un presidente a otro siempre ha seguido un estricto protocolo de gestos conciliadores que afianzaban la solidez del sistema democrático) y casi todos los análisis han coincidido en considerar estos hechos como acciones aisladas de un grupo de fanáticos (el grupo de ultraderecha “Proud Boys”) yTrump señalado como responsable y gestor directo de estas acciones.
La realidad, sin embargo, nos parece mucho más insidiosa y preocupante.
Lo primero que queremos traer a colación es que las instituciones políticas estadounidenses nacieron dentro del imaginario de la Ilustración, y sus símbolos de poder –con sus consiguientes espacios, ritos y ornamentaciones—, son símbolos fortísimos de la identidad del pueblo norteamericano y están revestidos de la autoridad incuestionable y sacra que antes era sólo patrimonio de la religión. La falta del respeto a estas instituciones o sus representantes, infiere, no ya el desacato o la desobediencia civil, sino la profanación y el sacrilegio.
Lo que presenciamos en el Capitolio no son hechos anecdóticos ni independientes adscritos a las fuerzas más oscuras del partido republicano. Están dentro de la complejísima narrativa política estadounidense, una de las más efectivas a la hora de afianzar su poder y de crear otredades y escenarios de vulnerabilidad e inestabilidad social (a veces reales, a veces ficticios). Estos hechos (que ya se comenta que pueden repetirse durante los próximos días) tienen el carácter de una escenificación barroca, y son una exitosa maniobra que fortalece las instituciones supuestamente amenazadas. No es baladí que esto ocurra en un momento de tremenda crisis y de gran debilidad del partido demócrata que se encuentra profundamente dividido.
Considerar que un grupo de manifestantes armados pudieran tranquilamente burlar la seguridad del corazón de la política estadounidense y que esto se atribuya “a un error de seguridad” es poco creíble, o el hecho de que sólo resultara muerta una persona durante estos disturbios del día 6, en un país donde las víctimas mortales por armas de fuego y la brutalidad policial alcanzan datos escalofriantes. Sólo por comparación recordemos el fuerte despliegue policial durante las recientes manifestaciones del movimiento Black Lives Matter, en el mismo escenario, con el solo objetivo de que no fuera dañada la estatua de Thomas Jefferson,
El mismo atuendo de los díscolos manifestantes tiene aire de pantomima y de irreverencia insultante que roza la artificiosidad, como la celebérrima imagen del individuo en el pódium del Congreso, profanando el altar mayor, con un ridículo disfraz con cuernos de vikingo, a pecho descubierto, lleno de tatuajes. Esa imagen fue difundida además masivamente gracias a las redes sociales, que convirtieron a millones de personas, de forma inesperada, en público de un corral de comedias.
Los hechos del Capitolio con su acción rapidísima, una urdimbre de conflictos de intereses y personajes que el público reconoce, y la unidad de lugar, tiempo y acción nos recuerdan a una comedia de Lope de Vega. De igual forma su objetivo es enardecer al espectador y conmoverle con fingimientos y artificiosidades, que más que ficcionar la realidad, la recrean, con idea de fortalecer un orden social ya inestable, de un imperio inequívocamente agonizante.
La presidencia de Trump ha dejado resultados devastadores, un país en plena crisis económica, donde los muertos de coronavirus pasan de los trescientos cincuenta mil y hay cuatro mil defunciones cada día, los sistemas de ayuda social son inexistentes y los homeless se multiplican en las grandes ciudades, poniendo en evidencia una desigualdad social feroz y ya insalvable en la sociedad norteamericana. El desaliento es general y las soluciones a corto y medio plazo son inviables. Sin embargo, Trump ha sido útil al sector más reaccionario de la política norteamericana, quienes han canalizado sus intereses a través de la figura de un outsider, desvinculándose de él cuando ha dejado de serles útil.
Los hechos del seis de enero en el Capitolio son la excusa perfecta para muchos representantes del partido republicano de reincorporarse sin mayores reticencias a la normalidad del juego imperial, ahora liderado por Joe Biden, que por comparación, resulta la epítome de la elegancia política y el adalid de las libertades y la legalidad.
Y es que los demócratas no están mucho mejor. Después de deshacerse de Bernie, de una sólida trayectoria en las luchas sociales y una notoria reputación dentro de la izquierda, los demócratas se presentaron a las elecciones del pasado noviembre con un candidato casi octogenario y de perfil anodino y continuista, (“Sleepy Joe” le llamaban despectivamente los republicanos, no sin cierta razón) cuyo mayor mérito parece haber sido ser vicepresidente de Obama. Y en consecuencia, en unas elecciones donde se preveía y se alardeaba con más fuerza que nunca una victoria demócrata, estuvieron a punto de perderlas, con un ajustadísimo margen (81 millones de votos para Biden frente a los 74 que obtuvo Trump).
Esto además ocurre en un creciente clima de cambios sociales como el movimiento #MeToo y el #BlackLivesMatter, la terrible gestión de la pandemia, la amenaza de China como potencia económica emergente, la desaparición de la clase media norteamericana, y la pérdida de ciento treinta mil trabajos frente a los ciento diez mil que se esperaban.
Y es en este escenario tan desolador y tras los disturbios del Capitolio que el nuevo presidente electo, Joe Biden, como el rey que ha permanecido fuera de la trama, llegará al final de la obra para imponer un orden inclusivo y pacificador, figura representante de la solidez y continuidad de sus instituciones, investido de irreprochable dignidad.
En esencia, con esta pantomima del Capitolio, todos salen ganando porque nada estaba puesto en cuestión. Nuestro Siglo de Oro sigue siendo eficaz para entender la maquinaria imperial que parece que está dando sus últimos estertores, pero que no acaba de caer, y que necesita ser justificada y legitimizada en su carácter de gestora de los intereses de los ciudadanos. Y por supuesto que es un golpe escénico efectivo. Porque esto ya la glosó Lope de Vega, en español, desde otro imperio, desde otro siglo.
Cheers to that, Fenix de los ingenios.