VOZ PÓPULI. 13-11-2016
El programa económico de Donald Trump, tal como está redactado, es profundamente keynesiano, próximo al New Deal de Frank Delano Rooslvelt. Es, por lo tanto, diametralmente opuesto a la línea social-liberal de Hillary Clinton y a la deriva libertaria de gran parte del Partido Republicano. Presenta, curiosamente, muchos puntos en común con las propuestas de Bernie Sanders. Su implementación, tal como está redactado, permitiría reactivar un ciclo económico global estancado, lo que facilitaría una reducción del endeudamiento real de gran parte de las economías occidentales, pudiéndose reciclar parte de los superávits por cuenta corriente de países como China o Alemania.
La clave está en ver si realmente será capaz de implementar todas y cada una de las medidas que ha propuesto, o, al final, las instituciones (formales e informales) que dan origen y soporte a la apropiación de la riqueza por parte de ciertos grupos, a través de mecanismos no competitivos, acaba cortocircuitándolo. En definitiva, habrá que ver si el mismo establishment que apoyó masivamente a Hillary Clinton maniobrará en su contra y cómo.
Donald Trump se ha aprovechado de la ira de una clase media en declive que está harta del establishment, de la política -¿qué es eso de perpetuar en el poder dinastías familiares?- y de unos medios de comunicación que sirven de correa de transmisión de las élites dominantes. La gente está cansada de trabajar más horas por salarios más bajos, de ver trabajos dignamente pagados irse allende sus fronteras, de observar atónitos como los multimillonarios o las grandes corporaciones no pagan impuestos sobre la renta o sobre sociedades, mientras que empeoran las condiciones de vida de ellos y de sus hijos.
Distintas propuestas económicas de Donald Trump se aproximarían a un New Deal “a la Roosvelt”. En primer lugar, se incluye un plan de gasto en infraestructuras públicas de hasta un billón de dólares. A diferencia de Hillary Clinton, Donald Trump ha entendido, por un lado, que la inversión privada está estancada por falta de demanda efectiva, y, por otro, ha comprendido que bajo soberanía monetaria la deuda pública estadounidense no puede quebrar. Habrá que ver como lo financia, si a través del Banco Central o vía emisión de deuda.
Entre sus propuestas también destaca la promesa de subida del salario mínimo a 10 dólares la hora, nada que ver con las políticas de devaluación salarial seguidas por Rajoy y sus muchachos. Pero sin duda alguna lo más novedoso y llamativo de sus propuestas económicas, y de lo cual no se dice ni pío, es que Trump apoya el restablecimiento de la Ley Glass-Steagall. Recordemos que esta ley, aprobada en 1933, en plena Depresión, separó la banca tradicional de la banca de inversiones con el objetivo de evitar que la primera pudiera hacer inversiones de alto riesgo. Obviamente, todo el sector financiero se opone absolutamente al restablecimiento de esta medida.
Trump, al igual que Sanders, ha denunciado la globalización económica, convencido de que ésta ha acabado con la clase media, mediante el cierre de fábricas y la desaparición de millones de empleos industriales bien remunerados. En este sentido, Donald Trump ha desvelado que, una vez elegido presidente, tratará de sacar a Estados Unidos del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA), mientras arremetía contra el Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP). Veremos.
Frente a lo que se está diciendo en la prensa, el nuevo presidente estadounidense; rechaza los recortes neoliberales en materia de Seguridad Social. Nadie quiere volver a la situación previa donde 40 millones de estadounidenses estaban sin seguro médico. Muchos de sus votantes, víctimas de la crisis económica del 2008 o que tienen más de 65 años, necesitan beneficiarse de la jubilación de la Seguridad Social y del seguro de salud que desarrolló el presidente Barack Obama (“Obamacare”) y que otros líderes republicanos desean suprimir. Trump ha prometido no tocarlos, e incluso bajar el precio de los medicamentos, ayudar a resolver los problemas de los sin techo, reformar la fiscalidad de los pequeños contribuyentes y suprimir el impuesto federal que afecta a los hogares más modestos.
Una vez que profundizamos en lo recogido en las propuestas económicas de Trump, se entiende cada vez menos los análisis que estamos leyendo en algunos medios de comunicación patrios sobre las elecciones estadounidenses. Son profundamente cómicos y, en algunos casos, rozan la esquizofrenia. El cuarto poder, aquí y allá, se ha convertido, en líneas generales, en una herramienta básica de desinformación al servicio de ciertas élites extractivas.
Habrá que ver si realmente se materializan, y cómo, estas propuestas. Pero parecen un buen comienzo, y, tal como señaló el propio Bernie Sanders: “En la medida en que el señor Trump se disponga a perseguir en serio políticas que mejoren las vidas de las familias trabajadoras de este país, yo y otros progresistas estaremos preparados para trabajar con él. En la medida en que persiga políticas racistas, sexistas, xenófobas y contra el medio ambiente, nos opondremos enérgicamente». No nos queda más remedio que esperar y ver.
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España y la cadena de estrés europea
Enric Juliana
La victoria de Donald Trump en Estados Unidos dinamita algunas visiones ordenadas del mundo –cuando las cosas no andan en orden, permanecen inquietas, decía san Agustín–, alimenta presagios apocalípticos, probablemente exagerados, y excita fantasías, así en Madrid, como en Barcelona: “Ya todo es posible”. Entre la intuición y el delirio, el año 2016 no nos da tregua.
Se están cumpliendo esas tres premisas. La coronación imperial de Donald Trump genera inquietudes, alimenta relatos apocalípticos y excita algunas fantasías. El acontecimiento norteamericano tensa las metáforas y muy probablemente contribuirá a afianzar al Partido Popular como Partido Alfa de la delicada situación española. Partido del Orden ante un mundo embravecido. En Estados Unidos gobernará el ala más conservadora del Partido Republicano y algunas líneas de fondo van a cambiar. Las ondas sísmicas, evidentemente, llegarán a España. José María Aznar, gran amigo de los republicanos americanos, las está esperando.
Hay un evidente parentesco entre la victoria de Trump y el triunfo del Brexit el pasado mes de junio. El miedo del trabajador blanco. La ira del tendero. La fobia a los inmigrantes. La identificación del progresismo (en Estados Unidos) y del europeísmo (en Gran Bretaña) con la confusa Babilonia. El campo contra la gran ciudad. El ocaso de los relatos complejos. La liberalización de la mentira en el debate político. Ambos acontecimientos –Brexit y presidencia Trump– suponen un tajante alejamiento del mundo anglosajón de la Unión Europea. Esa es la dolorosa novedad.
Inglaterra se va y Estados Unidos se retira de las playas de Normandía. Esa es la novedad fundamental, de impredecibles consecuencias. La Europa dirigida desde Bruselas y Berlín queda emparedada entre la glaciación anglosajona y la nostalgia imperial de Rusia. Por primera vez desde 1917, el ángel de la guarda de los líos y de los dramas europeos no habla inglés.
Europa, sola ante sí misma. La hora de la verdad. Populismos derecha en los países más ricos, incluida la propia Alemania, y nuevas corrientes de izquierda intentando desbordar a los viejos partidos socialdemócratas, sin rehuir del todo la palabra populismo: populismo de izquierdas. Costuras en tensión en territorios de pálpito nacional, que sus respectivos estados no consiguieron uniformizar cuando se lo propusieron: Escocia, Catalunya, Euskadi, Flandes…
España se halla en medio de ese magnífico vendaval, debilitada por la crisis económica y desnortada por diez meses de bloqueo, que han concluido, in extremis, con la formación de un gobierno minoritario de centro derecha y con el coma clínico del Partido Socialista.
España sigue siendo uno de los eslabones débiles de la cadena de estrés europeo. A la luz del acontecimiento norteamericano, es interesante repasar, ni que sea someramente, cómo se hallan los otros eslabones frágiles, ubicados casi todos ellos en el Sur.
Portugal, la izquierda aguanta.
Portugal se está confirmando como la más noble excepción. La república nacida de la revolución de los claveles de 1974 resiste con una estabilidad envidiable, pese a las graves penurias económicas. Apenas hay populismo de derechas portugués y el nuevo radicalismo de izquierdas no amenaza –por ahora– el mayorazgo del Partido Socialista, proeuropeo y atlantista. No han tocado la constitución, no han reformado la ley electoral. Desde hace más de un año gobiernan los socialistas, con apoyo parlamentario del Bloco de Esquerda (equivalente a Podemos) y el viejo y granítico Partido Comunista Portugués. La fórmula con la que soñaba Pedro Sánchez, que no tardó en viajar a Lisboa en busca de apoyos. Los nuevos gobernantes portugueses simpatizaban con la posibilidad de un cambio político en España, pero siempre se movieron con prudencia.
El primer ministro António Costa, exalcalde de Lisboa, está demostrando ser un hombre hábil. Un año después, las encuestas dicen que la nueva mayoría no pierde apoyos. Aguantan. Portugal estaría controlando el déficit, si el Estado no hubiera tenido que inyectar 2.255 millones de euros para evitar la quiebra del Banco Internacional de Funchal (Banif), finalmente adquirido por el Banco de Santander. El principal problema de Portugal sigue siendo de escala. El tamaño importa. Con una población de poco más de diez millones de personas –más dos millones de emigrantes en el extranjero– y sin grandes recursos naturales, el consumo interior no es suficiente para relanzar la economía. El crecimiento es débil. La deuda le sigue saliendo más cara a Portugal que a España. Sin inversiones exteriores, Portugal no puede levantar cabeza. El país mira a ultramar y ahora no puede contar con el expansivo aliento de Brasil, también en crisis, y la pujanza de Angola, afectada por la bajada de los precios del petróleo.
El mundo debiera ser la tabla de salvación de Portugal. Un político portugués de notable solidez intelectual, el socialista católico António Guterres, acaba de ser elegido secretario general de las Naciones Unidas. Un súbito empeoramiento del escenario internacional podría ser muy negativo para los intereses lusos. Portugal aguanta, pero la sombra de la intervención sigue proyectándose en los lentos atardeceres de Lisboa. El primer ministro Costa viaja mañana a Madrid para entrevistarse con Mariano Rajoy.
Italia, el endiablado referéndum.
Italia parecía haber encontrado, por fin, la estabilidad. Puede que no sea realmente así en el país de los trampantojos. El primer ministro Matteo Renzi quiso convertir la reforma constitucional en un momento plebiscitario y corre el riesgo de que el referéndum le salga mal. El día 4 de diciembre los italianos están llamados a votar la reforma más importante de la Constitución anti-fascista de 1948. El principal objetivo es la creación de un poder ejecutivo fuerte, menos atado al Parlamento. La novedad sustantiva es la liquidación del sistema bicameral, que en Italia otorga los mismos poderes al Congreso y al Senado, para desgracia de los primeros ministros, obligados a jugarse el tipo en dos pistas. El Senado se convierte en cámara territorial con pocos poderes y una nueva ley electoral garantiza al partido ganador –a doble vuelta– la mayoría absoluta en la Cámara de los Diputados. Ejecutivo fuerte. El sueño de Silvio Berlusconi realizado por Matteo Renzi, católico florentino, ligeramente de izquierdas, que pastorea el Partido Democrático con mucha hiperactividad y muchos tuits. Convencido de la victoria, Renzi tuvo la osadía de caracterizar el referéndum constitucional como una validación de su mandato. Si gana puede convertirse en uno de los nuevos líderes que Europa necesita. Pero puede perder.
Toda la oposición se está congregando en la casilla del no y una parte de la izquierda juzga que la reforma es confusa y desvirtúa el espíritu democrático de 1948. No quieren un hombre fuerte. Renzi lo quiere ser. Y puede perder.
El Brexit fue un lúgubre aviso. Hace unas semanas, el primer ministro italiano viajó a Washington para recibir, por todo lo alto, el apoyo de Barack Obama y Hillary Clinton. Y ha ganado Trump. El condottiero Renzi, mitad Pedro Sánchez, mitad Albert Rivera, con más chispa, empuje y brío, está ahora en apuros. Y bajo la alfombra tiene unos cuantos bancos italianos en muy delicada situación.
Grecia, el drama que no cesa.
Ya no hay banderas griegas en los actos de Podemos. Alexis Tsipras intentó desafiar a Bruselas y Berlín y se vio obligado a torcer el brazo cuando los alemanes le señalaron la puerta de salida. Al otro lado de la puerta están los turcos y eso en Grecia es un argumento de peso. El apoyo de Rusia y China no era suficiente. Moscú y Pekín nunca pagarán la deuda de Atenas. Tsipras cedió y pese a ello volvió a ganar las elecciones. Ahora sufre el desgaste. Ahora sí. En menos de seis meses, el gobierno de Syriza ha tenido que afrontar tres huelgas generales. La situación financiera ha mejorado, Grecia está afrontando los pagos, pero el calvario social es enorme. Los sondeos más recientes señalan que Syriza perdería diez puntos. y que la derechista Nueva Democracia podría recuperar el poder. Durante los diez meses de interinidad española, Tsipras efectuó diversas gestiones para convencer a Pablo Iglesias para que apoyara sin condiciones imposibles un gobierno del PSOE en Madrid. La bandera helénica ya no ondea en los actos de Podemos.
La cadena de estrés europeo ayuda a explicar el angustioso desenlace de la crisis política española, diez días antes del acontecimiento Trump, que lo sacude todo. Cadena de debilidades a la espera de las elecciones presidenciales francesas (abril) y las federales alemanas (octubre).
LA VANGUARDIA. 13-11-2016
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¡Estúpidos!, es la globalización
Carlos Sánchez
Existen populismos de derechas y de izquierdas, pero en algo coinciden: la globalización está detrás del progresivo empobrecimiento de las clases medias de los países ricos. Es decir, de buena parte de su electorado.
La receta que se propone es similar. Las naciones deben recuperar parte de su soberanía perdida en aras de enfrentarse a dos de los grandes problemas económicos que el mundo tiene por delante: el impacto de las nuevas tecnologías sobre el empleo (y los salarios) y, en el caso de los países avanzados, la deslocalización industrial, que supone trasladar a países con bajos costes gran parte de la producción.
Ambos fenómenos actuan en paralelo. Y la consecuencia, como parece evidente, es un ensanchamiento de lasdesigualdades y del malestar social, agravado por la pérdida de credibilidad de los políticos que pertenecen a los partidos tradicionales. Sin duda, porque para millones de familias, su política de prioridades está clara.
Difícilmente puede preocupar en los hogares el cambio climático, la corrupción intelectual de los nuevos populismos o la demagogia cuando lo urgente es llegar a fin de mes (…)
El Nobel Angust Deaton lleva años recordando que el progreso tecnológico va siempre acompañado de un avance en la desigualdad debido a que inicialmente solo unas minorías –las élites–se benefician del progreso. Algo que puede explicar el creciente divorcio entre el campo y la ciudad, como han demostrado el Brexit o el triunfo de Trump. Entre otras cosas, porque la deslocalización industrial expulsa del mercado laboral no solo a quienes trabajaban en las grandes fábricas. También, a las pequeñas y medianas empresas que conforman el tejido industrial y hasta el alma de un determinado territorio (…)
El mundo, en este sentido, parece atrapado por una pinza política que convierte a la globalización en pieza de caza mayor. Hasta el punto de que está detrás del auge de los nacionalismos, que primero son de carácter económico(aumento del proteccionismo) y, posteriormente, derivan en una respuesta política. Algo que puede explicar la ralentización del comercio internacional. Si antes de la crisis el comercio mundial se incrementaba el doble que el producto interior bruto (PIB) del conjunto del planeta, ahora crece prácticamente la mitad: un 1,7% anual, según las estimaciones de la OMC (…)
El mundo, por decirlo de una manera directa, cada vez tiene menos que repartir por los escasos avances en productividad, lo que unido a la pérdida de credibilidad de los sistemas políticos (corrupción o proliferación de élites extractivas que controlan los grandes medios de comunicación), genera un formidable desafío. Máxime cuando la política de tipos cero de los bancos centrales beneficia, sobre todo, a la industria del dinero. Precisamente, la que llevó al mundo al borde la catástrofe. Y perjudica, paradójicamente, al ahorrador. Ese célebre 1% que posee la misma riqueza que el 99% restante y que se beneficia de la inexistencia de cláusulas sociales o de reciprocidad comercial en las transacciones internacionales. Pero que recibe dinero barato para sus inversiones financieras, lo que explica que Wall Street esté en máximos históricos.
Un reciente estudio de dos profesores californianos, Laura Tyson y Lenni Medonca, ha demostrado que entre 2005 y 2014 el ingreso medio de dos tercios de los hogares en 25 economías desarrolladas se mantuvo estable o descendió en términos reales. Y sólo después de las transferencias públicas -a través de subvenciones, deducciones o bajada de impuestos- los perdedores de la globalización han podido mantener su nivel de vida.
(…) el gasto público ha jugado un papel fundamental para compensar los efectos adversos del desarme arancelario y del posterior declive industrial que se está produciendo en las economías más avanzadas.
Sin embargo, y aquí está la paradoja, muchos gobiernos atacan, precisamente, las fronteras del Estado de bienestar con recortes y políticas de ajuste, lo que supone dejar en la intemperie a millones de trabajadores que se sienten desprotegidos ante la globalización. En España, apenas el 44% de los parados (en relación a la EPA) percibe alguna prestación pública, ya sea de carácter asistencial o contributiva. Los aumentos del gasto público, de hecho, tienen más que ver con el envejecimiento de la población (pensiones o sanidad) que con un verdadero incremento del gasto social.
Este es el caldo de cultivo del que se nutren los populismos. Muchos ciudadanos observan a su alrededor ciudades que antes eran prósperas y hoy son una ruina. En las que crece la delincuencia y el analfabetismo tecnológico.
Los empleos no cualificados son los más vulnerables a la globalización, y de ahí que el voto, para muchos, sea el único instrumento de defensa contra los ataques a su estatus social y económico. La influencia de las redes sociales y de las televisiones, que permiten a los ciudadanos tener más información sobre lo que sucede, hacen el resto.
Hoy, la política ha dejado de ser una cuestión de minorías influyentes (por eso la prensa tradicional está desdibujada) para convertirse en un espectáculo mediático. Donald Trump y Pablo Iglesias surgen, de hecho, desde programas de televisión, y aunque las soluciones que proponen sean distintas, las causas de su aparición son las mismas.
Esta ceguera de muchos políticos ante lo que está pasando explica el triunfo de Trump o, en el futuro, de Le Pen, cuyos votantes no pertenecen al suburbio o al lumpen social. Son honrados padres y madres de familia que pagan impuestos y que observan con incredulidad lo que sucede a su alrededor: trabajo precario, bajos salarios, pérdida de derechos laborales o degradación de las políticas públicas en sanidad, educación o pensiones. Y que sufren las consecuencias de una competencia desigual (…)
EL CONFIDENCIAL. 13-11-2016