SELECCIÓN DE PRENSA NACIONAL

La tercera muerte de Adolfo Suárez

Mantienen no pocos especialistas que, a pesar de las taras con que nació la vigente Constitución de 1978, el viaje a la libertad de los españoles hubiera podido recibir un nuevo impulso regenerador si, tras la crisis de la segunda mitad de 1992 (clausurados los fastos de la Expo de Sevilla y los JJ.OO. de Barcelona) y 1993, crisis que mandó al paro a más de un millón de personas en 18 meses, la Corona y la clase política se hubieran embarcado en una vuelta de tuerca modernizadora de esa Constitución, una vez desaparecido el riesgo de asonada militar. No hubo voluntad para emprender ese proceso. El sistema había cristalizado ya en lo que ha venido a parar hoy, en un reparto de los montes entre los partidos mayoritarios, los nacionalismos de derecha catalán y vasco, y la Corona como gran usufructuaria, todo bajo la protección financiera brindada por la elite empresarial situada al frente de las grandes empresas y bancos. Todos habían hecho ya de la libertad un negocio. Todos navegaban a sus anchas por el río de la corrupción que nos lleva, en particular un titular de la Corona que, con el visto bueno de los sucesivos presidentes de Gobierno, se había dedicado a acumular dinero y novias, no sin que antes Felipe González y sus mayorías desactivaran a una Justicia cuya independencia, reconocida en la Carta Magna, se segó de raíz.

Ese soberbio impenitente que es José Maria Aznar creyó que el crecimiento y la presencia de dinero en el bolsillo de una clase media cada vez más numerosa sepultaría para siempre la protesta larvada de esa parte de la población quejosa con la pobre calidad de nuestra democracia. El golpe encubierto del 11-M cambió el rumbo de España, instalando en el Poder a un piernas que ha causado un daño quizá irreparable a la unidad de la nación, al alentar un Estatuto de Cataluña que nadie reclamaba y que fue aprobado en referéndum por menos de un tercio de su población. La incompetencia de ese piernas agravó una crisis económica de una profundidad desconocida, el fondo del valle plagado de detritus materiales y morales en el que hoy nos encontramos, con millones de parados, un Estado autonómico proclive al gasto descontrolado, un Estado del Bienestar imposible de financiar si no es acumulando deuda, unas élites nacionalistas que, en el punto más bajo de España, país sin pulso, han decidido romper la baraja y jugar por su cuenta la carta de la ruptura, y una sociedad civil miedosa y ensimismada, en gran parte entontecida por ese “Prontuario Zapatero a la Felicidad” que, al rechazo a la responsabilidad individual, añade la pretensión de que el Estado debe atender a la solución de todos sus problemas, sin preguntarse, al tiempo, quién paga la cuenta.

Todas las crisis, cuyo relato pormenorizado daría lugar a varios tomos, han venido a darse la mano en este final de ciclo que suene a fin de régimen. Crisis económica, cierto, pero sobre todo crisis política de caballo, crisis de unas instituciones desprestigiadas, desde los tribunales de Justicia, hasta la clase política, pasando por la Corona. Todo en crisis. Todo en almoneda. Mariano Rajoy, inesperado heredero del desastre, se esfuerza en taponar vías de agua con el espíritu esforzado del honrado conservador de provincias empeñado en gestionar la dote y entregar la estafeta al final de su mandato en mejores condiciones. Sin brillo. Sin sentido de la grandeza que exige el momento, crucial, que vive España. Sin abordar la crisis política cuya solución reclama a gritos un gran pacto de Estado capaz de alumbrar un nuevo periodo –otros 30 ó 40 años- de paz y prosperidad para los españoles. Empantanados en la tesis de “las tres erres”, Rey, Rajoy y Rubalcaba, tres boxeadores sonados que a duras penas se sostienen abrazados en el ring para no caer sobre la lona, mientras, sudorosos y agotados, escrutan la posibilidad de esa grosse koalition capaz de mantenerlos con vida unos cuantos años más.

El valiente fontanero encargado de desmontar el Movimiento

En estas circunstancias ocurre el fallecimiento de Adolfo Suárez, un hombre que ya había muerto en vida tiempo atrás, cuanto la enfermedad que padecía le apartó del mundo de la razón. Nadie se acordaba del valiente fontanero encargado de llevar a cabo los planes que Occidente (fundamentalmente un Washington alarmado por lo ocurrido poco antes en Portugal y la socialdemocracia alemana) había preparado para España; todos habían dado la espalda al falangista atildado que la mente preclara y tortuosa de aquel factótum en la sombra que fue Torcuato Fernández-Miranda, go-between entre el joven Rey y los poderes de la OTAN, había descubierto para llevar a cabo la tarea. Nadie mejor que el ministro secretario general del Movimiento para desmontar el Movimiento. Suárez no solo cumplió su papel, sino que se lo creyó y en un determinado momento decidió volar solo, como cuando, en aquel inolvidable sábado santo, sorprendió a todos, empezando por el Rey y siguiendo por la cúpula militar, con la legalización del PCE. Tanto se lo creyó, que los poderes de verdad decidieron echarlo -en el fondo, Adolfo solo se representaba a sí mismo-, convencidos de que el falangista guaperas se estaba convirtiendo en un peligroso izquierdista.

Lo cierto es que el germen de los males que ahora exhibe un régimen que ha llegado hasta aquí exhausto, tironeado por una corrupción galopante, ya estaban marcados a fuego en el ADN de una Constitución que había optado por el café para todos autonómico para enmascarar el viejo problema catalán y vasco, bajo la amenaza de un Ejercito mayoritariamente franquista, a quien el teniente general Gutiérrez Mellado, tal vez uno de los auténticos héroes de esta historia, tuvo que atar muy en corto jugándose la vida. Vieron así la luz los 17 Estaditos, con 17 Gobiernos, 17 Parlamentos, 17 Tribunales Superiores de Justicia, 17 Defensores del Pueblo, etc., etc. El resultado, desolador, es que hoy tenemos un Gobierno central con facultades muy mermadas para atender auténticas políticas de Estado, aunque, a cambio, tenemos los 17 Estaditos imposibles de financiar, 17 clases políticas dispuesta a matar antes de devolver una sola de las prerrogativas arrancadas a Madrid, y tenemos, más vivo que nunca, amenazador, el desafío del separatismo catalán y, subsidiariamente, vasco. Remedando la célebre frase de sir Winston, no hemos evitado la guerra y tenemos, además, el deshonor. Despilfarro, corrupción y riesgo de ruptura de España.

Mañana seguirá el esperpento con ese funeral de Estado en la Almudena, tal vez preludio del proceso de canonización del “héroe de la Transición”, el “audaz improvisador” Adolfo Suarez, elevación a los altares -de la que tan necesitada está nuestra clase dirigente- del hombre vilipendiado y escarnecido por la inmensa mayoría de quienes estos días han organizado el gran aquelarre de su entierro en beneficio propio. Las tres muertes de Adolfo Suárez. Con la utilización torticera de su figura, los dueños del sistema han pretendido un triple objetivo consistente, por un lado, en dar brillo a una clase política pesimamente valorada por la opinión pública; en embellecer, por otro, los perfiles de “esta” democracia tan maltrecha, tan necesitada de alicatado hasta el techo; y en ensalzar, en último lugar, el valor de la Corona como elemento de consenso, y en particular del propio rey Juan Carlos como personaje clave de la Transición (“Adolfo y yo…”) y figura imprescindible para garantizar la convivencia (en realidad los intereses del establishment patrio), porque ha sido el Rey quien más y mejor ha rentabilizado, o ha pretendido hacerlo, esta tercera muerte de Adolfo Suárez. Las audiencias de las televisiones que han retransmitido los fastos han dejado claro que los españoles no se han dejado embaucar por el intento.

Suárez o el retrato de un hombre corriente

Suárez o el retrato de un hombre corriente que, mal pertrechado a nivel intelectual, gozaba de gran habilidad para el regate en corto, en gran parte gracias a su simpatía y capacidad para las relaciones personales. Su momento de gloria llega en la tarde de aquel 23 de febrero de 1981 cuando, en el Congreso de los Diputados y frente al cañón de las pistolas, se mantiene firme (“la dignidad de la andadura vertical y del paso erguido del hombre”, que dijo Bloch), de modo que, enemigo de la servidumbre voluntaria, defensor de la legalidad democrática, se inmortaliza, en ese instante en que vida y muerte se discuten, como el héroe de Carlyle, el tipo de una pieza, el minuto de gloria del hombre común capaz de derrotar al miedo. Poco o nada se ha dicho del Suárez cuya figura, lejos de la Presidencia, cruzó con más pena que gloria al frente del CDS hasta irse diluyendo en el silencio, sin que el Rey, que decía pestes del “héroe de la Transición”, se le pusiera al teléfono, pero al mismo tiempo obligado a pedir ayuda al Rey, del que fue leal servidor, para mantener un tren de vida que incluía casas en Madrid, Ávila y Mallorca, además de despacho, y que, en el colmo de los colmos, llegó a encargar un barco a Mefasa en la primavera de 1993, idea de la que le disuadió el propio Monarca (“Es que este jilipollas se piensa que sigue siendo Presidente del Gobierno”), porque Adolfo no tenía un duro y alguien tendría que pagarlo. Como ha escrito García Trevijano, “La transición fue un pacto y de algo así solo puede derivar corrupción”. En cascada.

Anegados como estamos por el aluvión de lágrimas de cocodrilo que estos días fluye por doquier, resulta obligado denunciar el intento torticero de utilización de la imagen del ex presidente por parte de un establishment político empeñado por esta vía en recuperar la suya. Como ha dicho Gregorio Morán, uno de los mejores conocedores de la figura de Suárez, “La Transición fue un negocio fabuloso, lo que pasa es que la empresa ha quebrado”. Es hora de reconocer que el colapso del sistema que el finado contribuyó a crear coloca a los españoles en la tesitura de desbrozar otra vez un camino capaz de asegurar un nuevo periodo de paz y prosperidad para todos, camino que inevitablemente pasa por una regeneración integral de las instituciones. Porque una cosa son las libertades y otra, muy distinta, una auténtica democracia caracterizada, de entrada, por una efectiva separación de poderes. La tarea de introducir a España por la senda de esa democracia de calidad, democracia digna de tal nombre, sigue pendiente. El punto de partida no es baladí. El PIB per capita en paridad de compra, que en el año 1975 era de 3.500 dólares, había escalado hasta los 24.900 en 2012 (tras haber caído por la crisis), según los indicadores del BdE. Esta España se parece muy poco a la de 1975 y en nada a la de 1940. Tal vez el cambio consista en sacudirnos la costra de una clase política enmohecida. La solución, a vuelta de urna.

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