Comanchería

La rebelión de los olvidados

¿Quiere usted comprender algunas de las claves de la elección de Trump? No deje de ver la película Comanchería.

A mitad camino entre un western moderno y los clásicos de policías y ladrones ambientados en la gran depresión, el director escocés David Mackenzie nos ofrece un retrato impagable de esa América rural profunda, de esos trabajadores pobres blancos cuyos votos han aupado a Trump a la Casa Blanca.

Tras la muerte de su madre, dos hermanos diseñan un plan para conseguir el dinero que el banco les reclama para no desahuciarles de su rancho familiar, levantado a costa del trabajo duro y las penalidades de sus antepasados. Deuda que las condiciones leoninas impuestas por el banco hacen crecer exponencialmente cada año, por lo que resulta imposible pagarla. Su idea es robar las sucursales locales de ese mismo banco para liquidar la deuda y quedarse con el rancho en que se han descubierto varios pozos de petróleo que garantizan cuantiosos ingresos mensuales. En otras palabras, una forma individual y desesperada de la vieja formulación de Marx de “expropiar a los expropiadores”.«Comanchería nos hace empatizar inmediatamente con los atracadores mientras el banco se revela como el verdadero criminal»

Y que supone además una inversión total del cine de Hollywood, donde los atracadores son por definición los malos de la película, tipos hoscos, huraños y violentos. Mientras por el contrario, Comanchería nos hace empatizar inmediatamente con los hermanos y el banco se revela como el verdadero criminal.

Mucho más cuando desde su primera escena ya nos muestra un primer plano donde aparece una enorme pintada que dice: “Nosotros rescatamos a los bancos,¿quién nos rescata ahora a nosotros”. La secuencia de imágenes que va recorriendo el trayecto de los hermanos –la región de Comanchería, entre Nuevo México y Texas, territorio histórico de los indios comanches– está salpicada permanente de anuncios de ofertas de préstamos usurarios y carteles anunciando fincas y ranchos embargados por los bancos.

Uno de los dos hermanos, Tanner, es un delincuente medio psicópata tras haber pasado 10 años en la cárcel por haber matado a su padre, maltratador de la madre y los hijos. El otro, Toby, es por el contrario un hombre tranquilo y decente, cuyo único interés es poner a nombre de sus dos hijos la propiedad del rancho, de forma que tengan asegurado un futuro próspero. Como dice en una secuencia al ranger magníficamente interpretado por Jeff Bridges: “mis abuelos fueron pobres, mis padres fueron pobres, yo soy pobre. La pobreza es una trampa de la que no puedes escapar. A mis hijos no les pasará eso”.

El sueño americano hecho pedazos en una sola frase. La cruda realidad del histórico 40% de insatisfechos de la sociedad norteamericana, ampliada y agravada todavía más por la crisis bancaria de 2007, al desnudo. Es la rebelión de los olvidados. Ya sea en la metáfora de atracar bancos que nos propone el estupendo guión de Taylor Sheridan o votando a un outsider como Trump, en ambos casos la lógica que se impone es que más vale que reviente todo antes de seguir padeciendo una situación insoportable.

A pesar de su formato de western moderno, los dos hermanos que interpretan extraordinariamente Chris Pine y Ben Foster, especialmente el primero, no sólo son gente de hoy en día, sino que representan a la perfección la América a la que se ha acogido Trump, la que le ha votado porque no ve a su alrededor otra posible salida a la situación de desamparo e impotencia que se extiende a lo largo de las cada vez más amplias y depauperadas fronteras de la América rural y los trabajadores pobres de las ciudades medias convertidas en poco menos que desiertos industriales.

Como en las mejores películas del western o el cine negro del Hollywood clásico, Mackenzie describe la feroz pugna entre la ley y la justicia, entre el poder y el individuo, el combate entre el desposeído y el orden político, social y económico dominante.

Cuando el público está ya atrapado en la simpatía hacia los hermanos Howard, aparecen en escena sus antagonistas que iniciarán la persecución, los dos Ranger de Texas obligados a defender unas leyes injustas y a los abyectos personajes bancarios que se dibujan como telón de fondo de toda la trama. Como dice, concluyente, uno de los personajes a la pregunta de los rangers de si han visto algo: “han robado un banco que lleva 30 años robándome a mí”. Ellos, los rangers, no son tampoco los malos de la película, sino más bien el arquetipo de otros sectores de la sociedad que, en realidad, deberían unirse con los olvidados para quitar el ominoso poder que los condena. Uno, Jeff Bridges, autoritario pero desencantado con lo que le rodea. El compañero, un mestizo de raíces mexicanas e indias, soportando estoicamente sus comentarios y groserías racistas.

Cuando en su discurso de toma de posesión de la Casa Blanca, Trump afirmó que “los hombres y mujeres de nuestro país que han estado olvidados no lo volverán a estar”, estaba dirigiéndose directamente a esta gente. Cualquiera puede reconocer en los personajes principales y secundarios del film los perfiles reconocibles del votante de Trump. No es la América supremacista blanca, reaccionaria, híperreligiosa o fanática partidaria de las armas (aunque haya algo o mucho de esto), sino la América profunda, depauperada, desposeída, desesperada.

Como acertadamente ha dicho el crítico de El País Javier Ocaña, es el retrato de una América “de desahucios, de pobreza, de pasarlas canutas y de poblados de mierda; de camareras que trabajan de sol a sol por unas propinas que apenas llegan para pagar alquiler, colegios y médico; de que te den hostias desde niño, de la mala educación, del legado de violencia, de estar hasta las narices, de ser imperfecto y no un santo, de la conversión en la delincuencia, de la sociedad que lo provoca, de que ha llegado la hora de la rebelión. Y no precisamente silenciosa”.

Una estupenda película que, si tienen ocasión, no deben perdérsela.

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