SELECCIÓN DE PRENSA NACIONAL

La Pení­nsula inevitable

En 1895, un joven oficial -Winston Churchill-, almorzando con un hombre de Estado entrado en años -sir William Harcourt-, le preguntó: «¿Qué pasará ahora?». «Mi querido Winston -le respondió sir William-, la experiencia de una larga vida me ha convencido de que nunca pasa nada». Esta flemática concepción de la existencia casa perfectamente con aquella otra según la cual los problemas se dividen en dos clases: los que se resuelven solos y los que resuelve el tiempo. Por consiguiente, de aceptar ambas actitudes vitales, no hay que preocuparse por la evolución de los acontecimientos, ya que estos, determinados por una dinámica interna propia e inexorable, se irán desenvolviendo de forma que la vida seguirá siempre su zigzagueante camino sin rupturas traumáticas ni quebrantos mayores.Por esta razón son muchos los que me dicen que el actual crescendo soberanista catalán no terminará ni en un violento choque de trenes ni en un más modesto descarrilamiento, sino desviando el convoy hasta la vía libre de un pacto -con contenido económico-, al que inevitablemente llegarán los protagonistas del enfrentamiento por la cuenta que les trae. Y son más aun los que me miran conmiserativamente cuando les hablo del agotamiento de la Segunda Restauración, a causa de su secuestro por unas castas que usufructúan las instituciones a su antojo y hacen de su capa un sayo, convencidas de una inmunidad que hasta la fecha nunca les ha fallado. Todo es considerado como la elucubración de un marginal que no se ha enterado de qué va la vida.Pero no me doy por vencido e insisto en lo mismo de siempre una vez más. Lo hago porque sigo creyendo que -como escribió Pierre Vilar-, entre los límites perfectamente diferenciados del Océano, el Mediterráneo y la Cordillera Pirenaica, «parece como si el medio natural se ofreciera al destino particular de un grupo humano, a la elaboración de una unidad histórica». Y lo hago porque sigo pensando que esta unidad histórica sólo es posible sobre la base de la racionalización de la vida colectiva con arreglo al único principio ético de validez universal no metafísico: que el interés general de todos -de todos cuantos viven entre aquellos límites- prevalezca sobre los intereses particulares de algunos.Sobre estas bases tan elementales, hay que dar el paso siguiente y reconocer que ninguna unidad es posible si no se funda en la libertad. Por lo que hay que respetar la libre decisión de aquellas comunidades que, hijas de la historia, tienen conciencia de su personalidad diferenciada y voluntad de preservarla. De ahí, que el reconocimiento del derecho a decidir sea para mí una pieza básica de todo el sistema, ya que, de no reconocerse, se carece -a mi juicio- de autoridad moral para entrar en una fase ulterior del debate. Es más, por eso siempre he sostenido que en el reconocimiento del derecho a decidir se halla el fundamento de la fuerza de España -como proyecto común- y la raíz última de su decoro. Por todo lo cual, me resulta incomprensible la actitud de aquellos compatriotas españoles que se niegan a admitir lo que -según creo- es evidente.El reconocimiento del derecho a decidir, que no tiene por qué dar lugar a su ejercicio inmediato, debería ir inmediatamente seguido de una reforma constitucional que desarrollase en sentido federal el Estado autonómico, mediante la potenciación del Senado como una auténtica cámara territorial -ratificadora de todas las leyes y de todos los nombramientos-, una reforma del sistema de financiación que introdujese de forma operativa el principio de ordinalidad, una definición clara de las competencias respectivas y la regulación de unos organismos de colaboración horizontales y verticales que hiciesen posible, de hecho, un rediseño no traumático del actual mapa autonómico.Estas son las medidas que, junto con una nueva ley electoral y otra de financiación de partidos, corregirían -en mi opinión- el grave déficit democrático que hoy padece nuestro sistema político, que está llevándolo a un alto grado de inoperancia y desafección ciudadana. Pero no tengo la menor esperanza de que algo, siquiera sea semejante, se acometa, ya que ello precisaría, de entrada, el acuerdo entre los dos grandes partidos españoles -PP y PSOE- y esto parece, hoy por hoy, imposible.Seguiremos como estamos, vegetando, tapando agujeros y corrupciones, jugando con las palabras, con medias verdades, trampeando, dejando -día tras día- jirones de credibilidad, de esperanza y de futuro. Hasta que llegue un día en que tampoco pasará nada, sólo que la posibilidad de aquella «unidad histórica» de la que hablaba Pierre Vilar se habrá desvanecido para siempre. Escribe Juan-Pablo Fusi en su reciente Historia mínima de España que «la historia de España no es -quede claro- una historia única ni una historia excepcional». Siempre lo he creído así, pero también lleva razón Jaime Gil de Biedma cuando dice en sus versos que «de todas las historias de la historia / sin duda la más triste es la de España / porque termina mal».

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