Corresponsalí­a especial Euskadi

La onda expansiva de Lazkao

Vitoria. Siete treinta de la mañana. Fui, como cada día, a or el periódico a la pastelería-cafetería de la esquina antes de entrar a trabajar. En el local, un dependiente hispano y la señora cincuentañera tomando su primer café de la mañana. La televisión estaba puesta. La locutora del noticiero matinal pasó a enfilar la noticia del día. Emilio, el joven hijo de socialista cuya casa acabada de reformar fue destruida por la bomba de Lazkao y tomó la maza para desquitarse contra la Herriko local ha tenido que irse de Euskadi por miedo a las represalias del entorno proetarra.Vaya, dije. La imagen de estos con una pancarta gritando contra las agresiones fascistas, no se referían claro a la agresión de ETA contra la casa del pueblo, levantó mis iras, y como un resorte, no pude reprimirlo: ¡Los fascistas son estos!, exclamé sin tan siquiera mirar a mi alrededor para cerciorarme que no hubiera uno de esos guardianes del terror que suele amenazar con la mirada cualquier comentario enemigo de Euskal Herria y sus Gudaris terroristas. Con el periódico en la mano, me quedé mirando la pantalla y la señora pasó inmediatamente, como sorprendida por oír un comentario de ese tipo en la pastelería, a apoyar la consigna: “Tienes razón. Este chaval ha hecho lo que haríamos muchos aquí en Euskadi. Y, encima, se ha tenido que ir del pueblo, qué vergüenza”.La señora parecía haberse liberado de auténticas cadenas de titanio, de esas que uno lleva arrastrando toda la vida, y, de repente, desaparecen de sus tobillos y arranca a correr. “Claro señora, es un valiente” le dije. “Sí, pero tú también”, me contestó. “Valiente como tú que estás hablando de esto en público. Qué bien que ahora los jóvenes salen como tú, sin miedo. Los más mayores tenemos parte de culpa en lo que pasa por haber callado. Hace falta gente como tú en el País Vasco porque esto ya es inaguantable”.Le conté la historia que tantas veces mi padre me había contado sobre los pistoleros de Cristo Rey en la facultad, cuando trataron de amenazarnos a la nutrida concurrencia de la cafetería con un par de pistolas y unos bates de béisbol. “Eso sólo tiene doce balas” les dijeron unos sin pensar tan siquiera que las primeras podían ser para ellos, “podéis matarnos a doce, pero después ¿qué?” Los fascistas se lo pensaron y desistieron de sus intenciones de montar una auténtica tragedia. La mujer escuchaba atentamente y sonreía como si le hubiera tocado los ciegos. “Eso, eso, muy bien”.

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