“La tragedia de Macbeth”, de Joel Coen

La negra sustancia del poder

Joel Coen construye un Macbeth poderoso e inquietante, demostrando la rabiosa actualidad de una obra revolucionaria, que mira al poder como jamás antes, y muy pocas veces después, se había hecho.

Joel Coen sorprende por partida doble. Primero por dirigir en solitario, sin la presencia de su hermano Ethan, con quien ha construido una de las obras más interesantes del cine actual. Segundo, por abordar un clásico como Macbeth, aparentemente alejado del presente que siempre impregna sus películas.

Muy pocos cineastas se habían atrevido a mirar a Macbeth a la cara, pero algunos de esos precedentes colocaban el listón demasiado alto. Kurosawa en la magnífica “Trono de sangre”, o sobre todo la extraordinaria versión de Orson Wells, el mejor intérprete de Shakespeare en la gran pantalla.

El reto era mayúsculo, y Joel Coen sale algo más que airoso de él.

Frente a quienes puedan acusarle de refugiarse en un clásico del pasado, esta es la película más actual de Joel Coen, la que más nos habla del presente. Si queremos comprender el mundo actual, estamos obligados a partir de Macbeth.

¿En qué consiste la sorprendente e inquietante actualidad de Macbeth? ¿Cómo es posible que una obra escrita hace más de cuatro siglos diseccione a quienes hoy detentan el poder mejor que muchos tratados publicados hace pocos días?

Alimentándose de sangre

Macbeth es brutal, como debe serlo el arte que cuenta la verdad. Retrata como nunca antes se había hecho la sustancia del poder, su negra naturaleza, nace del crimen y exige para perpetuarse su periódica ración de sangre.

Pero hay dos formas de abordarla.

Hay quien señala que Macbeth habla de “la naturaleza humana”, de como la ciega ambición puede transformarnos en monstruos y autodestruirnos. Aunque parezca radical, esta es una visión profundamente conservadora. Diluye el pecado entre toda la humanidad, ocultando a quienes son los auténticos monstruos.

Macbeth nos radiografía a quienes de verdad mandan, y al hacerlo desvela su auténtico rostro

Shakespeare no lo hace, no sitúa su Macbeth en cualquier ambiente, sino en las más altas esferas del poder, entre reyes y nobles. Si lo escribiera hoy serían grandes bancos o las más poderosas potencias.

Macbeth nos radiografía a quienes de verdad mandan, y al hacerlo desvela su auténtico rostro.

El poder siempre aspira a justificarse, necesita crear orígenes míticos para los reyes o Estados, o señalar que su corona proviene de “la gracia divina”. Shakespeare rompe todos los velos. El rey es un asesino, y la corona está manchada de la sangre necesaria para ceñírsela. No son los épicos motivos de las leyendas, ni el “curso natural” de la historia, del “progreso de la humanidad”, los que encumbran reyes, dinastías, regímenes o Estados. Hay siempre un “crimen primigenio” que es el origen del poder de todas las clases dominantes. Y necesita recibir nuevas dosis de sangre.

Macbeth solo puede ser rey matando, y solo puede permanecer en el trono volviendo a matar una y otra vez, cada vez a mayor escala.

Shakespeare no nos habla de “individuos malvados” ni de los excesos del poder, no nos deja la tranquilizadora visión de los cuentos sobre los “reyes tiranos”. Es la misma naturaleza del poder la que engendra el crimen. Y ese poder es una máquina de destrucción por su propia naturaleza.

Lady Macbeth es su encarnación químicamente pura. Frente a las dudas de su marido le recrimina querer ser rey pero espantarse ante el crimen que es necesario cometer para conseguirlo. No admite límite moral alguno para ceñirse la corona y conservarla: “sería capaz de arrancar a mi hijo de mis pechos y aplastarle el cráneo si eso fuera necesario”.

Pero si Macbeth se quedara aquí amputaríamos una de sus partes más revolucionarias. Shakespeare no es solo un analista que disecciona al poder, toma una posición tajante. Gritándonos que, a pesar de que toda clase dominante anuncie que su dominio será eterno, ese poder manchado de sangre no puede acabar bien, está condenado a desaparecer.

Reto superado

Volver a colocar a Macbeth en el escenario, en un teatro, en un cine o en una plataforma digital, es siempre necesario.

Y Joel Coen lo hace superando el reto, llenando de aciertos su personal versión de “La tragedia de Macbeth”.

A través de una espléndida fotografía en blanco y negro, que llena de densidad cada imagen.

Joel Coen supera el reto, llenando de aciertos su personal versión de “La tragedia de Macbeth”

Creando un escenario mínimo, en el que incluso podemos ver la influencia de los poderosos decorados del expresionismo alemán, que le dan un inquietante aire de irrealidad. No es una “superproducción” cuya espectacular puesta en escena diluya el conflicto del que la obra nos habla. Coen prescinde de todo lo que sea accesorio, y nos obliga a mirar, sin posible escapatoria, el corazón de lo que se cuenta.

Y dispone para ello de un puñado de magníficos actores. Especialmente un Denzel Washington que encarna con solidez a un Macbeth negro -ya lo hizo Wells, al poner patas arriba Broadway con una versión de Macbeth interpretada solo por actores negros-. Y especialmente una soberbia Frances McDormand dando vida a una brutal Lady Macbeth.

“La tragedia de Macbeth” de Joel Coen respeta con reverencia el texto original, se construye alrededor de la palabra de Shakespeare, un bisturí que tritura todos los parapetos y falsedades bajo las que el poder se refugia.

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