La distensión avanza entre Seúl y Pyongyang

La temperatura sigue descendiendo en la Península de Corea. Tras escenificar su acercamiento en los Juegos Olímpicos de Invierno, Seúl y Pyongyang han decidido celebrar en abril una cumbre en la zona desmilitarizada, a la que podría sumarse unas semanas después un histórico encuentro entre el líder norcoreano y el presidente norteamericano. Tras un año en los que la tensión entre EEUU y Corea del Norte se ha disparado a cotas estratosféricas en varios momentos, el rumbo de los acontecimientos parece ahora totalmente distinto. ¿Por qué?

Durante largos meses, el conflicto entre EEUU y Corea del Norte ha funcionado en un macabro ying-yang, como una pistola cargada apuntando a Pekín. Las insensatas bravatas de Kim Jong-un, las pruebas nucleares y el lanzamiento de misiles balísticos cada vez más potentes sobrevolando el cielo de Japón, han servido de útil palanca a la superpotencia norteamericana para justificar el traslado del grueso de sus fuerzas militares al área del Asia-Pacífico (donde se juega el futuro de su hegemonía) y reforzar el cerco a Pekín. En un viciado y peligroso ciclo de retroalimentación, cuanto más subía el tono de amenaza de Washington y sus maniobras militares con Seúl, más rápido avanzaba el ímpetu nuclear de Pyongyang y viceversa; cuanto más alto subían las pruebas balísticas norcoreanas más férreamente se reforzaba la militarización de la península de Corea y del Mar Amarillo frente a las costas chinas.

Pero sin embargo, los acontecimientos en la Península de Corea tienden a escaparse del estrecho rumbo marcado por los designios norteamericanos. Y no solo por los esfuerzos de China, -que en todo momento ha insistido en la propuesta de la “doble suspensión”: que Pyongyang desista de nuevas pruebas de armamento a cambio del fin de las maniobras militares estadounidenses- sino porque Corea del Sur, que sería inmediatamente devastada en un eventual estallido bélico con el Norte, no esta dispuesta a seguir contribuyendo la espiral de amenazas y provocaciones a la que estaban abonados Trump y Kim. El presidente surcoreano, Moon Jae-in -en varios momentos discordante con Washington- siempre ha defendido una política de apaciguamiento con Pyongyang.

La situación empezó a cambiar de rumbo en febrero, poco antes de la celebración de los Juegos Olímpicos de Invierno en la ciudad surcoreana de PyeongChang. Tras dos años con las relaciones completamente rotas, el Norte y el Sur acordaban desfilar unidos bajo la bandera de la unificación durante las ceremonias de apertura y clausura, e incluso competir con equipos conjuntos en algunas categorías. Una jugada que, aunque tuvo nulos resultados en lo deportivo, tuvo enormes y beneficiosos resultados diplomáticos.

No solo sirvió para bajar drásticamente la temperatura del conflicto coreano y para acordar el encuentro entre Kim y Moon de abril, sino para que Pyongyang ganara por la manga a Washington. La mejor escenificación de ello fue la asistencia de la sonriente hermana del líder norcoreano, Kim Yo Jong, a la inauguración de los Juegos. Recibida con honores por Moon Jae-in, fue sentada en un asiento de mayor deferencia que un incómodo vicepresidente norteamericano, Mike Pence, que tuvo que conformarse con ocupar un segundo plano.

El radical cambio de tono de las relaciones entre las dos Coreas cogió a la administración Trump desprevenida y con el pie cambiado. Tanto el régimen de Pyongyang como el gobierno de Seúl han hecho notables progresos, con un intenso trabajo de los servicios secretos y diplomáticos de ambos países por avanzar hacia la distensión. Los mandos de la inteligencia surcoreana viajaron a Corea del Norte a principios de marzo, en la que lograron acordar la celebración de la cumbre entre Pyongyang y Seúl. Pero además, en ese viaje, se produjo una oferta sorpresiva: Kim Jong-un se comprometió a negociar con EEUU -ofreciéndose a encontrarse con Trump- su desnuclearización a cambio de que se garantice la supervivencia del régimen.

Inmediatamente, los representantes del gobierno de Seúl viajaron a la Casa Blanca, a llevarle la oferta de diálogo directamente a Donald Trump. El presidente norteamericano la aceptó casi inmediatemente, al margen de un ninguneado Rex Tillerson -opuesto a este acercamiento- que iba a ser cesado poco después y sustituído por un jefe de la CIA, Mike Pompeo, que según el New York Times ya estaría teniendo contactos con Corea del Norte a través un canal creado entre los servicios de inteligencia de los dos países.

De producirse el encuentro entre Trump y Kim Jong-un, sería la primera vez que los líderes de Corea del Norte y EEUU se reúnen tras casi 70 años de confrontación iniciados con la Guerra de Corea (1950-1953) y de 25 años de negociaciones fallidas, amenazas y enormes tensiones.

¿Significa este cambio de actitud de la administración Trump hacia Corea del Norte que la superpotencia norteamericana vaya a dejar de colocar a Pyongyang en la diana, o que esté dispuesta a dejar de azuzar la tensión en la Península coreana como un útil instrumento contra su principal problema geoestratégico, la emergencia China? De ninguna manera.

Aún es pronto para vislumbrar si el encuentro entre Trump y Kim Jong-un finalmente se producirá, y aún más temprano para aventurar cual puede ser el posible resultado de tal encuentro, o de las negociaciones posteriores. O de si se producirá el acuerdo por el cual Pyongyang acepta deshacerse -o limitar- de su arsenal nuclear a cambio de que EEUU deje de hostigarle.

Pero lo que es una absoluta certeza es que la Península de Corea es un punto caliente y vital de la geoestrategia norteamericana, un valiosísimo pivote geopolítico tanto más importante cuanto más avanza la emergencia de China y cuanto más se desplaza el centro del mundo a la región de Asia-Pacífico.

Un pivote geopolítico -como los define Zbigniew Brzezinski, uno de los más reputados estrategas norteamericanos, ex asesor de Seguridad Nacional de Carter y Obama- son Estados que, aunque no ostentan un gran poder, poseen una situación geográfica, estratégica y privilegiada que los hace codiciados para los jugadores dinámicos, y si basculan de uno u otro lado, pueden provocar una desestabilización del sistema mundial y una reconfiguración del orden geopolítico. Eso es exactamente Corea.

EEUU no puede consentir una Corea reunificada. Podría obligar a desplazar sus tropas en la península, actualmente en torno a 35.000 soldados estadounidenses desplegados en territorio surcoreano, y por tanto a perder su más importante cabeza de puente en el Extremo Oriente. Obligaría además a concentrarlas en Japón, lo que forzaría aún más a cambiar su estatus. Y por supuesto, una Corea reunificada sería un enorme alivio para China, y posiblemente un socio comercial, económico y político preferente.

La superpotencia norteamericana va a intentar impedir que los acontecimientos avancen demasiado lejos en esa dirección. Cuenta con muchos medios para ello, y una enorme capacidad para intervenir y desestabilizar la zona. Para ello necesita retomar la iniciativa en la Península, algo que lleva perdiendo desde febrero. De ahí que -de entrada- Trump y la inteligencia norteamericana parezcan dispuestos a aceptar el cara a cara con el régimen de Pyongyang.

Pero si algo han demostrado los magmáticos acontecimientos de esta época de ocaso imperial y de avance de la lucha de los pueblos, es que los eventos en el Extremo Oriente y en concreto en la Península de Corea, tienen a escaparse del rumbo trazado por los gélidos designios de Washington. No en vano estamos hablando del cinturón de fuego del Pacífico.

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