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La conspiración

Fue Mark Twain quien en una ocasión pronunció una frase prodigiosa: ‘Quien dice la verdad no necesita acordarse de nada’. Hay una forma más castiza de recordárselo a quienes no cumplen el precepto: ‘Por la boca muere el pez’. Y eso es, precisamente, lo que le ha ocurrido al diputado Pedro Sánchez, víctima de su propia desmemoria.

No es, desde luego, un problema únicamente suyo. Ni siquiera de otros cargos públicos que maquillan convenientemente sus biografías -en su caso diciendo que estuvo apenas tres meses en la asamblea de Caja Madrid cuando en realidad permaneció más de cinco años- para lograr aparentes réditos políticos. El problema nace cuando el afectado acaba dando credibilidad a sus propias lagunas mentales; y en lugar de asumir el pasado (y argumentarlo), pone a circular la teoría de la conspiración. O lo que es lo mismo, esgrime que las cosas suceden porque un enemigo imaginario pone palos en las ruedas. En ningún caso, por lo que haya ocurrido.

Se llega así al fondo del problema: la responsabilidad de los cargos públicos en asuntos de su incumbencia.

Hasta ahora se entendía que un acto político no es susceptible de control de los jueces precisamente por su carácter político y no administrativo. No tendría sentido que un magistrado investigara las razones que llevan a un diputado a votar en un sentido u otro. Pero lo que no cabe ninguna duda es que cuando un concejal forma parte de un órgano de control que entre otras funciones tiene la obligación de analizar la cuenta de resultados de una entidad financiera, no es un acto político. Por el contrario, su actuación entra de lleno en el ámbito administrativo, en el que es inherente la asunción de responsabilidades. De lo contrario, se estaría ante una bula extraña al ordenamiento jurídico. En palabras de García de Enterría, el derecho es el mejor instrumento para luchar contra las inmunidades del poder.

Por eso, cuando Sánchez dice que él estaba en Caja Madrid simplemente porque era concejal del Ayuntamiento de Madrid lo que en realidad hace es ocultar su propia responsabilidad. Su asistencia a la asamblea general era un acto administrativo y no político, y, por lo tanto, estaba obligado a rendir cuentas.

La ‘ocupación’

No lo hizo. Y eso puede explicar una vieja insuficiencia de la democracia española. La ocupación de determinados puestos por parte de altos cargos -en el sentido literal del término- que de forma autoexculpatoria se presentan ante la ciudadanía como de ‘representación formal’, pero que en realidad conllevan la asunción de responsabilidades. Aunque se niegue con aspavientos como si se tratara de una doncella mancillada. Los propios Estatutos de la caja de ahorros dejaban meridianamente claro que la Asamblea General era el órgano de dirección (no de gestión) y asumía “el supremo gobierno y decisión de la entidad”.

La norma, incluso, va más allá y deja bien claro que la Asamblea aprueba, en su caso, las cuentas anuales, el informe de gestión y la propuesta de aplicación del resultado a los fines propios de la Caja, así como la gestión del Consejo de Administración. Como se ve, nada de una cuestión meramente ’protocolaria’.

Si se aceptasen las tesis de Sánchez, decenas de consejos de administración, de órganos de control -como las asambleas generales– o cualquier otra dirección colegiada estarían fuera del ordenamiento jurídico, cuando la propia ley deja bien claro que el control judicial garantiza, precisamente, los derechos e intereses legítimos de los ciudadanos frente a las extralimitaciones de la Administración.

Quiere decir esto que cuando un político se siente en un órgano de dirección, aunque sea por razones de representación, tiene responsabilidades. Lo contrario significaría la creación de guantánamos judiciales inaceptables en cualquier democracia. Incluso los propios Estatutos de la caja aclaraban que los miembros de la Asamblea que hubiesen votado en contra de los acuerdos adoptados por ésta “podrán hacer constar en el acta de la sesión los motivos de su voto particular”. Nada de eso sucedió.

Sánchez, en todo caso, no es muy distinto a otros políticos que acuden a órganos de control con un brazo de madera que suben o bajan convenientemente en función de las directrices de su partido.

La impunidad

El resultado de tan banal comportamiento es que se ha extendido una sensación de impunidad en funcionarios y cargos públicos ya detectada hace muchos años por los tribunales. Precisamente, por falta de rendición de cuentas. Cuando ya Madison advertía de que una de las obligaciones del Estado democrático era “obligar al poder a controlarse a sí mismo”. Y si no lo hacía -como es el caso- fuera a través de contrapoderes que obviamente, en el caso de Caja Madrid, no existían. Precisamente, el papel que le hubiera correspondido al ciudadano Sánchez en su calidad de consejero general representando al principal partido de la oposición.

El problema de fondo, sin embargo, tiene que ver con el hecho de que los propios partidos se han situado en el epicentro de las grandes cuestiones sin resolver del país. Probablemente por una visión burocrática de la política heredada de los tiempos de la Transición, cuando las urgencias del momento llevaron a muchos funcionarios a erigirse en una nueva élite política para sustituir deprisa y corriendo a la existente durante la dictadura. El sistema entonces se nutrió de empleados públicos, y eso ha determinado los perfiles del actual modelo político.

De hecho, la elevada presencia de funcionarios en la política -pero sin la formación de los enarcas franceses- es una de las principales características de la democracia española, y constituye, como han puesto de relieve multitud de estudios, un freno al espíritu de iniciativa y de innovación. En palabras de Campo, Tezanos y Santín, el funcionario, en general, opera con criterios de lealtad, jerarquía y subordinación y suele trasladar al plano político los principios del “orden burocrático”. De ahí que, en gran medida, plantee su carrera política como una verdadera carrera funcionarial.

Pedro Sánchez, en este sentido, no sería muy distinto de los demás. Entró a colaborar con la dirección federal socialista en materia económica en los tiempos de Jordi Sevilla junto a Óscar López y Antonio Hernando, y entre los tres han formado un auténtico lobby dentro del PSOE. Es decir, aparato puro y duro para intentar controlar los resortes del poder. Sin embargo, ninguno de los tres habría pasado de ser un actor secundario apartado en un rincón de la historia de no haber mediado las desgraciadas circunstancias por las que atraviesa el PSOE. Como tampoco los otros candidatos socialistas: Madina y Pérez Tapias.

Esta visión funcionarial de la política explica en buena medida la intensidad de la crisis española. Precisamente, porque nadie -o casi nadie- se siente responsable de sus actos: ‘Yo no sabía nada’, ‘Nadie me dijo nada’, ‘Es la primera noticia que tengo’… El legendario Giulio Andreotti, mucho más listo que la inmensa mayoría de los políticos, lo detectó hace muchos años refiriéndose a su país. “El arte de gobernar”, decía cínicamente, “no es resolver los problemas, sino silenciar a quienes los plantean”. Sánchez pudo elegir entre el silencio o la palabra. Eligió lo primero.

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