La caravana de migrantes centroamericanos hacia EEUU avanza por México

Una inmensa caravana de entre 5.000 y 7.000 centroamericanos -uno de cada cuatro niños- salida de San Pedro Sula (Honduras), ha logrado entrar en México en su tránsito hacia el Norte. Mientras en EEUU Donald Trump endurece su discurso antiinmigración y amenaza con utilizar al ejército para detener la caravana, los habitantes mexicanos de Chiapas y Oaxaca se vuelcan en muestras de soldaridad.

Después de estar durante días hacinados en el puente Rodolfo Robles, un improvisado «campo de refugiados» entre México y Guatemala, finalmente la caravana de migrantes logró derribar la valla fronteriza y entrar en territorio mexicano. Son miles de hombres, mujeres, niños y ancianos.

Todos llevan los pies lacerados de ampollas, deshechos por el cansancio, la sed, el hambre y el calor. Los agentes de la Inmigración mexicana les acosan. A los que se adelantan o se quedan rezagados los encapsulan las patrullas y los detienen. Sú única defensa es mantener la protección del grupo, y la calurosa solidaridad de la población chiapaneca y oaxaqueña, que les sale al paso para aplaudirles, para jalearles, para darles agua o galletas, café o fruta. Comparten el color de piel, la etnia y la pobreza. “México, México”, corea la caravana agradecida.

La columna lleva 1.000 km a las espaldas pero tiene otros 4.000 por delante llenos de peligros -los narcos de los Estados del norte de México- y luego el Muro de Trump, una frontera que el presidente norteamericano, sumergido en las elecciones intermedias, ha prometido fortificar con miles de soldados para franquear el paso a los desharrapados. Mientras tanto Washington pone énfasis en «subcontratar» al cesante gobierno de Peña Nieto (que apura su último mes en el cargo) como gestor del problema migratorio. Tras la visita de Mike Pompeo -el secretario de Estado de Trump- el gobierno del DF ha anunciado un plan para ofrecer atención médica, educación y empleo temporal a los migrantes que detengan su viaje. Una opción mejor que impedirles el paso, pero de la que los migrantes desconfían, y con razón. “No queremos quedar confinados en una ciudad o un Estado-cárcel”, dicen sus portavoces.

¿Qué podría empujar a esta muchedumbre de hondureños a un viaje lleno de penurias y peligros?. ¿Quizá una situación económica en Honduras donde el 61% vive en la pobreza y un 20% en la pobreza extrema? ¿La feroz violencia de las «maras» y el narcotráfico, en una ciudad como San Pedro Sula que llegó a ser la ciudad más peligrosa del mundo (de 2011 a 2014)? ¿La represión política de un país que ha sufrido golpes de Estado ‘made in USA’, con el violento fin de la presidencia de Manuel Zelaya en 2009 y la reciente reelección -aberrantemente fraudulenta- del reaccionario gobierno Juan Orlando Hernández bajo el auspicio de Washington? ¿O son todas ellas a la vez?

Ellos mismos lo confiesan cuando alguien les pregunta por las razones de su éxodo. “No nos vamos de nuestros hogares porque queremos. Nos expulsan la violencia y la pobreza”.

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