Disturbios en Xinjiang

Jugando en el tablero del dragón

Jugar en el tablero mundial moviendo tus propias piezas y tratando de influir con ello en el movimiento de las rivales es una cosa. Que otros, además de jugar en el tablero mundial, quieran jugar en tu tablero moviendo sus propias piezas es otra muy distinta. La dimensión geopolí­tica de los disturbios de la región autónoma china de Xinjiang la da el mismo hecho de que Hu Jintao suspendiera inmediatamente su agenda internacional y decidiera regresar precipitadamente a su paí­s, en mitad de la cumbre del G-8. Ni en los pasados disturbios en el Tibet habí­a ocurrido algo así­.

La envergadura de lo ocurrido en Xinjiang va mucho más allá que el desarrollo de unos simples enfrentamientos étnicos. Ni en los más radicales levantamientos políticos de los últimos años ha sido observable un estallido de violencia tal, capaz de dejar más de 150 muertos en ambos bandos en apenas 48 horas. Como se ha comentado estos días en la prensa internacional, para quemar un autobús basta con poco más que un mechero, pero para que ardan simultáneamente decenas de locales comerciales se necesitan varios barriles de gasolina. Y eso requiere planificación previa y capacidad de organización. Pekín no ha dudado inmediatamente de acusar al Congreso Mundial Uygur, liderado por Rebiya Kadeer, una ex empresaria de éxito del Xinjiang, ex miembro del Consejo Consultivo de la Conferencia Política del Pueblo Chino, condenada a 8 años de cárcel en el año 2000 por revelar secretos de Estado a personas extranjeras y exiliada en EEUU tras su liberación en 2005. Esta fuera de toda duda que el estallido de los violentos disturbios del Xinjiang no han sido el fruto espontáneo de una rebelión popular, sino algo preparado y planificado. La cuestión es por quién y para qué. Un tapón geopolítico A diferencia de los tibetanos –cuya identidad racial, cultural, histórica y religiosa tiene numerosos puntos de contacto con China, lo que los hace más permeables pese a todos los conflictos a su influencia–, los uygures son étnicamente turcómanos, religiosamente musulmanes e históricamente pertenecientes al área geográfica y cultural del Asia Central. Enclavada en su extremo noroccidental, con una extensión tres veces superior a España, Xinjiang es la región más grande de China y la principal productora de gas y petróleo. Pero además de su extensión y riqueza energética, su principal valor estratégico proviene del hecho de ser la frontera de China con siete países: Rusia, Mongolia, Kazajistán, Kirziguistán, Tayikistán, Pakistán y Afganistán. Un enclave de un valor geopolítico incalculable, puesto que de él depende la posible expansión de la influencia china hacia el Asia central, el subcontinente indio, Oriente medio y el occidente en general. Hasta tal punto es clave para el poder chino el enclave de Xinjiang, que durante siglos la emergencia del poder turcómano en la región actuó como un verdadero tapón, cerrando la ruta de la vía de la seda hacia Oriente Medio y obligando a Pekín a volcar sus relaciones comerciales con el empobrecido sudeste asiático y el Pacífico. Controlar esta región, o al menos someterla a un intenso proceso de inestabilidad política es una baza potencialmente mucho más importante para frenar la emergencia china que cualquier revuelta en el Tibet o la confrontación con Taiwán. Y el motivo por el que Hu Jintao decidió abandonar la cumbre de un organismo –el G-8– al que Pekín ha dedicado años de pacientes esfuerzos políticos y diplomáticos para ser considerado miembro, si no de iure, sí al menos de facto. Hurgar en tablero ajeno Creer que detrás de los violentos estallidos de Xinjiang no hay más que un “asunto interno” chino o, todo lo más, la mano de Al Qaeda y el fundamentalismo islámico ganando terreno en la región es tener una agudeza política comparable a considerar el nacimiento de la contra nicaragüense como fruto del descontento con el sandinismo. Atreverse a jugar en territorio chino, la principal potencia emergente del mundo actual y un factor de estabilidad durante largas décadas para los propios EEUU, en tiempos de la Guerra Fría como parte del frente antisoviético y en los últimos 15 años como principal sostén de la economía norteamericana y del dólar, no está al alcance de cualquiera. Es prácticamente imposible entender lo ocurrido en Xinjiang estos días al margen de la creciente e inevitable disputa entre la superpotencia norteamericana y el cada vez más emergente gigante chino. Y no precisamente porque la línea Obama esté interesada en desestabilizar el régimen chino. Antes bien al contrario. El eje central de su política exterior, gestionar el declive norteamericano de tal forma que se eviten las convulsiones y conflictos, dirigiéndolo suavemente a través de la negociación y el ejercicio de la hegemonía consensuada, precisa indispensablemente de la colaboración activa de Pekín. Sin embargo, una cosa son los proyectos de Obama, y otra muy distinta las fuerzas en presencia en el seno de la superpotencia yanqui y su capacidad de actuación. Es muy posible que la administración Obama, empeñada en conseguir una improbable victoria en Afganistán, no esté en absoluto interesada en fomentar el fundamentalismo en Asia Central. Pero es también seguro que en los centros de poder del hegemonismo norteamericano hay poderosas fuerzas interesadas en mantener su supremacía a costa de frenar, a cualquier precio, el ascenso de sus rivales. Lo ocurrido en Xinjiang –al igual que, a otro nivel y en otra escala, los acontecimientos de Honduras– pone de manifiesto que el período de transición del viejo orden unipolar a uno nuevo, difícilmente va a verse libre de feroces sacudidas y desgarradoras convulsiones.

One thought on “Jugando en el tablero del dragón”

  • Aaaaanda Xinjiang,los «catalanes» de China,en este caso musulmanes, jojojo.Anda,que ha tardado mucho Pekín en movilizar al ejército,vamos,los han dejado secos

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