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Francia y las elecciones europeas

La debacle sufrida por Hollande en los recientes comicios municipales franceses ha vuelto a exteriorizar la crisis de la socialdemocracia. Algunos quisieron ver en la elección de Hollande como presidente de la República francesa la última esperanza para oponerse a la política neoliberal y reaccionaria que domina Europa y las instituciones europeas. Muy pronto, sin embargo, aparecieron indicios claros de que la expectativa era baldía y de que Hollande se acercaba progresivamente hacia las posiciones de Merkel. Incluso después de la enorme derrota electoral de las municipales y de haber afirmado, al estilo de Felipe González en 1993, que había entendido el mensaje, nombra primer ministro a Manuel Valls, representante del ala derecha del partido.

No han tenido que transcurrir muchos días para que el nuevo Gobierno haya anunciado un plan clásico de recortes -de esos que conocemos tan bien los ciudadanos del Sur- por importe de 50.000 millones de euros en tres años: congelación del sueldo de los empleados públicos, de las pensiones y de las prestaciones sociales, disminución del gasto en la sanidad y en las corporaciones locales, etc. Se juega con la ambigüedad; se insinúa que las medidas se toman por imposición de la Unión Europea para lograr el objetivo de situar el déficit en el 3% en 2015. Pero lo cierto es que el primer ministro las asume plenamente. En la conferencia de prensa tras el Consejo de Ministros afirmó tajantemente que no es Europa la que las imponía y, empleando un argumento idéntico al que suele utilizar Rajoy, proclamó que “no podemos vivir por encima de nuestras posibilidades”.

Es un argumento burdo, puesto que el problema no consiste en que haya más o menos posibilidades, sino en la distribución, en cómo se reparte el pastel entre bienes privados y públicos. La pregunta no es, tal como a menudo se plantea, qué Estado de bienestar nos podemos permitir, sino más bien qué presión fiscal necesitamos para mantener una protección social adecuada. Es el rechazo a los impuestos, incluso la pretensión de reducirlos, lo que fuerza a recortar los gastos sociales. Buena parte del ahorro de los 50.000 millones se destinará a la reducción de las cotizaciones sociales anunciadas por Hollande con la teórica finalidad de generar empleo. Como se puede apreciar, existe bastante similitud con las medidas adoptadas por el Gobierno de Rajoy, y también la hay en la contradicción del discurso porque tales medidas lejos de incrementar el crecimiento y el empleo lo van a reducir.

En ese juego de “poli bueno” y “poli malo” el Gobierno francés ha designado a su ministro de Economía, Arnaud Montebourg, para que arremeta contra el BCE exigiendo a Draghi que modifique la política monetaria con la finalidad de que el euro se deprecie. Pretende compensar así frente a su electorado las medidas de corte conservador que acaba de adoptar. La política del BCE debería ser sin duda mucho más agresiva, pero en cualquier caso la depreciación del euro no es empresa fácil cuando Alemania mantiene un superávit en su balanza de pagos del 6% del PIB, lo que se traduce en un superávit del 3% para el conjunto de la Eurozona. Todo ello configura una gran farsa, porque dentro de la actual Unión Monetaria resulta imposible realizar una política económica progresista.

Escenificación de esa gran farsa la constituyen también las futuras elecciones europeas y ese discurso de políticos, tertulianos y columnistas con el que nos quieren convencer de que estos comicios son muy importantes. Hoy en día, afirman, una parte muy sustancial de la política se adopta en Europa. Lo cual es verdad, pero por instituciones y mediante procedimientos que nada tienen que ver con el Parlamento ni con estas elecciones. Algunos -a quienes se ve el plumero- nos aseguran que sería una catástrofe que el Partido Popular Europeo ganase las próximas elecciones, porque continuaría imperando la política de Merkel, pero lo cierto es que Merkel gobierna con el SPD y que por otra parte su política no es muy distinta de la que realizó Schröder. Ni el Gobierno de Zapatero en su día ni ahora el de Hollande han intentado nunca seriamente ir por otro camino.

Hay quien afirma que hay otra Europa distinta a la de Merkel, aquella, dicen, que convirtió nuestros caminos en autopistas. Los mitos se consolidan y terminan apareciendo como verdad incontrovertible. Se ha creado un auténtico mantra alrededor de los fondos europeos y de la enorme cantidad de recursos que se han recibido de Europa. Tal mito se ha mantenido gracias a una política inteligente de la UE que obligaba a publicitar la marca “Europa” en toda obra o actividad financiada, aunque fuese parcialmente, por dichos fondos, y a una propaganda interior empeñada en cantar las excelencias de la UE y de lo mucho que nos estábamos aprovechando de nuestra pertenencia a ella.

Nadie, por el contrario, se ha preocupado de explicarnos que buena parte de esos recursos habían salido antes de España. Los recursos de la UE no caen del cielo, sino de la contribución de todos los Estados miembros, entre los que se encuentra nuestro país. Los recursos recibidos de Europa hay que considerarlos, por tanto, en términos netos, y así tomados los que ha recibido España no han llegado por término medio anual al 1% del PIB. La creencia extendida de que nuestro país ha sido el principal receptor no es cierta, ya que en porcentaje del PIB, que es tal como hay que contemplarlo, las cantidades recibidas por Irlanda, Grecia y Portugal han sido muy superiores.

Por otra parte, los recursos han podido tener un efecto secundario negativo. Eran ayudas finalistas que debían ser invertidas en determinados objetivos, forzando a los Estados miembros a dedicar una parte de sus presupuestos a dichas finalidades, no solo por la contribución realizada a la UE, sino también por la parte de la inversión o actividad que debía financiar la hacienda pública estatal. En muchas ocasiones, la elección no ha sido la más acertada. Eso explica, por ejemplo, el enorme desarrollo que han experimentado las infraestructuras, algunas de ellas sin demasiada justificación, en detrimento de los gastos de protección social. Hay que añadir que muchos de esos recursos vienen a compensar -y de forma no demasiado apropiada- las renuncias que en materia agrícola se han impuesto a determinadas producciones.

En cualquier caso y por desgracia, no hay dos Europas. Esa Europa a la que nostálgicamente se pinta de color azul pastel y a la que se quiere retornar es la misma que ha originado la actual, la que engendró en su seno y en su diseño tal cúmulo de contradicciones y asimetrías que, antes o después, forzosamente tenían que hacerse presentes. No es la maldad de Merkel la que está creando el desastre sino una estructura y una organización que no solo permiten tal política, sino que fuerzan a adoptarla. Sea cual sea el resultado en las urnas el 25 de mayo, la UE continuará bajo el imperio neoliberal. Gane quien gane, la Eurozona se mantendrá como una ratonera para los ciudadanos entre el paro y el incremento de la desigualdad. Si la elección es entre Martin Schulz y Jean-Claude Juncker, lo mejor es quedarse en casa.

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