80 años de hegemoní­a de Hollywood (1)

Entre el imperio de la cultura y la cultura del Imperio

Como acertadamente han definido los internautas, la Ley Sinde, además de constituir una peligrosa amenaza de censura de internet y un peligro para las libertades democráticas, es un proyecto que nos viene impuesto por EEUU para proteger los beneficios de sus majors, sus discográficas y sus conglomerados monopolistas de la comunicación.

Los cables de Wikileaks revelaron recientemente las múltiles presiones, chantajes y amenazas que el Departamento de Estado ha prodigado en los últimos años sobre el gobierno –y al parecer también entre destacados miembros del stablishment mediático y cultural español– para que aprobara una restrictiva ley contra lo que ellos denominan la “piratería” en internet. En nombre de la defensa de los derechos de propiedad intelectual, lo que en realidad busca proteger Washington son los intereses y los beneficios de su industria cultural, un sector que mueve muchos miles de millones de dólares cada año. Los “derechos de propiedad intelectual” suponen hoy más de un 5% del PIB norteamericano y unos ingresos por exportaciones superiores a los 100.000 millones de dólares anuales. Creer, sin embargo, que todo lo relacionado con la Ley Sinde y la política de las majors norteamericanas –las siete grandes productoras propietarias de entre el 70 y el 80% de los productos audiovisuales que se exhiben en todo el mundo–, se reduce a una asunto meramente económico es tener una visión estrecha y superficial de la realidad. Para EEUU, mantener la hegemonía de su industria cultural en el mundo es bastante más que el simple dominio de un mercado, por suculento que éste sea. La misma historia de cómo Hollywood (y la enorme industria cultural construida en su entorno) ha llegado a convertirse en el referente universal de la industria cinematográfica y audiovisual ayuda a entender la importancia que para EEUU supone abortar cualquier tipo de medio que ponga en cuestión su dominio y control prácticamente exclusivo sobre la industria cultural mundial. Algo que no es exclusivo de nuestro tiempo, con la aparición de los nuevos medios tecnológicos que permiten la copia y reproducción masiva de los productos audiovisuales por cualquier usuario del planeta. Ya desde la segunda década del siglo XX, cuando la Iª Guerra Mundial había ralentizado la expansión de las industrias cinematográficas europeas –que hasta entonces competían en un plano de igualdad con la cinematografía norteamericana–, EEUU, en una relación simbiótica entre el gobierno y la industria audiovisual, empieza a desplegar la medidas que harán posible blindar su mercado a la competencia del exterior y romper los blindajes que los mercados externos intentan imponer a su industria. Una política que dará un salto todavía superior tras la segunda gran guerra, a partir de la cual Hollywood se configura definitivamente como el gran centro productor de la industria cinematográfica mundial, en un complejo y dilatado proceso que, dada su extensión en el tiempo, trataremos en sucesivas entregas en los próximos números de Foros. En esta primera, sin embargo, es necesario partir del significado que para la hegemonía global yanqui ha tenido históricamente, y sigue teniendo en la actualidad, mantener su supremacía cultural en este terreno. Lo que, a su vez, nos permite también entender la diligencia de sus embajadores para conseguir por cualquier medio que los distintos gobiernos del mundo aprueben medidas de protección de su industria como la ley Sinde. La supremacía cultural Aunque pueda aparecer ajeno a este asunto, basta leer a uno de los principales estrategas y teóricos de la hegemonía norteamericana, Zgnieb Bzrezinski (consejero de seguridad nacional con Carter y asesor en política exterior de Obama), para comprender el alcance que la supremacía en el terreno cultural tiene para su poder hegemónico. En “El Gran Tablero Mundial”, Bzrezinski afirma: “En resumen, los Estados Unidos tienen la supremacía en los cuatro ámbitos decisivos del poder global: en el militar (…); en el económico (…); en el tecnológico (…); y en lo cultural, pese a cierto grado de tosquedad, disfrutan de un atractivo que no tiene rival, especialmente entre la juventud mundial. Todo ello da a los Estados Unidos una influencia política a al que ningún otro Estado se acerca. La combinación de los cuatro ámbitos es lo que hace de los Estados Unidos la única superpotencia global extensa. La dominación cultural ha sido una faceta infravalorada del poder global estadounidense. Piénsese lo que se piense acerca de sus valores estéticos, la cultura de masas estadounidense ejerce un atractivo magnético, especialmente sobre la juventud del planeta. Puede que esa atracción se derive de la cualidad hedonística del estilo de vida que proyecta, pero su atractivo global es innegable. Los programas de televisión y las películas estadounidenses representan alrededor de las tres cuartas partes del mercado global. La música popular estadounidense es igualmente dominante, en tanto que las novedades, los hábitos alimenticios e incluso las vestimentas estadounidenses son cada vez más imitados en todo el mundo. La lengua de Internet es el inglés, y una abrumadora proporción de las conversaciones globales a través de ordenador se origina también en los Estados Unidos, lo que influencia los contenidos de la conversación global.” En efecto, se piense lo que piense de los valores –y no sólo estéticos– de la cultura de masas estadounidense, lo cierto es que su expansión global y su “magnético” atractivo constituyen uno de los pilares sobre los que se asienta la supremacía yanqui. No son exclusivamente, sin embargo, esos valores los que otorgan per se esa posición de dominio a la industria cultural norteamericana sobre las demás. Para poder construir un imperio de la industria cultural, previamente EEUU ha tenido que constituirse como Imperio hegemónico Y sólo desde ahí ha podido dictar las normas que permiten –de grado o por fuerza– que el resto de naciones se dobleguen al “atractivo” de su industria cultural. Como dice el ensayista y crítico norteamericano Jason Squire –editor del libro El Juego de Holywood. The Movie Business Book–, en su forma más original y simple, una película no es más que “el cambio de imágenes luminosas para ganar corazones en una sala oscura.” Pero en su forma más avanzada, compleja y actual, “es una inversión comercial masiva, una enorme empresa creativa que requiere la disciplina logística de los militares, los pronósticos financieros de la Reserva Federal y la tolerancia psicológica del clero, todo utilizado en privado en favor de la narración de una historia”. Del mismo modo, conseguir que tus programas de televisión y películas representen las tres cuartas partes del mercado global requiere también de una disciplina logística militar y una capacidad financiera masiva que sólo es posible con la intervención directa y activa del Estado norteamericano. Las presiones para la aprobación de la ley Sinde son sólo el último (y pequeño) ejemplo de lo que el Estado imperial yanqui está dispuesto a hacer para mantener la hegemonía de su industria audiovisual. “Apoyar objetivos de política exterior” Fue al concluir la primera guerra mundial cuando el gobierno de Estados Unidos tomó conciencia por primera vez de que la industria cinematográfica podía jugar un importante papel no sólo en términos propagandísticos de guerra (que además apenas duró año y medio para Estados Unidos), sino también en la promoción comercial más amplia. Ello impulsó a que en la década de 1920 se iniciara una estrecha colaboración de los representantes de las mayores empresas monopolistas, con dos ministerios clave para su expansión internacional: el Departamento de Estado y el Departamento de Comercio. El entonces secretario de Comercio, Herbert Hoover, (que posteriormente sería presidente durante el crack del 29) que como gestor de minas e industrias de capital estadounidense en el exterior había adquirido gran experiencia sobre el mercado mundial, propulsó el comercio exterior mediante e apoyo y la cobertura gubernamental, reforzando la Oficina de Comercio Interior y Exterior. Hoover mostró inmediatamente un gran interés en el cine, por cuanto lo consideraba una industria “vital para promover otras exportaciones y para apoyar objetivos de política exterior”. Estableció una oficina central en Washington y luego nombró un “comisionado de comercio” (trade commissioner) para Europa, destacado en París, a fin de defender los intereses de la industria cinematográfica estadounidense. El Departamento de Comercio se encargaba de ofrecer información constante y sistemática de los principales mercados mundiales a las grandes productoras norteamericanas. Al mismo tiempo, estableció estrechos vínculos con la asociación Motion Picture Producers and Distributors of America (MPPDA, antecesora de la actual MPAA), donde estaban agrupadas las mayores empresas cinematográficas. Bajo el auspicio de Hoover se produjo la acción concertada entre los productores y los distribuidores estadounidenses, que hasta entonces habían estado enfrentados, pero que ahora se iban a constituir en un cártel hacia el exterior, mientras que en interior seguían compitiendo entre sí. En la década de 1920 comenzará la colusión entre las majors y el gobierno para conquistar y retener el predominio en los mercados externos. La froma concreta en que esto se produjo, lo veremos en la próxima entrega. No te puedes esconder “Puedes hacer clic, pero no te puedes esconder” (Eslogan de la campaña de la MPAA contra las descargas de películas) El 17 de junio de 2003, el senador republicano por el estado de Utah, el mormón Orrin Hatch, propuso ante sus asombrados colegas un sistema por el que los propietarios de los derechos de autor pudiesen ser capaces de destruir los equipos informáticos de los presuntos autores de una infracción de copyright con algún dispositivo de control remoto. Su alternativa para acabar con las descargas ilegales era idear un sistema con el que poder destruir por control remoto los ordenadores de aquellas personas que usan las redes P2P. Según su propuesta, se darían dos avisos al internauta y si a la segunda éste no hacía caso, se procedería a la destrucción de su ordenador. Según su propias palabras de entonces: “si se encuentra la manera de frenar las descargas de música y películas sin destruir los ordenadores, estoy dispuesto a escuchar. Pero si esta es la única manera, estoy de acuerdo en destruir los ordenadores. Cuando haya unos cuantos cientos de miles de ordenadores destruidos, creo que la gente se dará cuenta de la seriedad de sus actos. No hay ningún tipo de excusa para cualquiera que viole las leyes del copyright”. Como senador, Orrin Hatch había recibido 159.860 dólares de los lobbies de las industria televisiva, cinematográfica y discográfica para financiar sus campañas entre 1999 y 2004. Y en consecuencia, el senador aprendió bien para quién trabajaba y ante quién debía responder: “Quiero resolver este problema por la industria discográfica, la industria cinematográfica y la industria editorial. Nos tienen que importar un bledo los derechos de autor”. Desafortunadamente para él, provocar de esta manera a los internautas fue el origen de su desgracia. Un programador informático en paro de Houston aprovechó su tiempo libre para husmear en la página web del senador. Y pudo descubrir que contenía software de una empresa sin contar con la preceptiva licencia de uso, con lo que estaba vulnerando el copyright. La comunidad internauta propuso entonces la destrucción inmediata del ordenador del senador pirata, que pasó rápidamente a retirar su estrafalaria propuesta. Es sólo una anécdota, pero suficientemente reveladora de los intereses que se mueven detrás de la persecución de las llamadas descargas ilegales y los métodos mafiosos que están dispuestos a utilizar para protegerlos. Aunque han cambiado los tiempos, y por tanto los medios, las formas siguen siendo las mismas hoy que hace 30 o 40 años. El profesor de cine y crítico peruano Cristian Wiener rememoraba, a raíz de su reciente fallecimiento, la visita que Jack Valenti, jefe supremo durante 38 años de la poderosa Motion Picture Association of America (MPAA, el cártel monopolista de las grandes productoras y distribuidoras estadounidenses de la que hablaremos extensamente el próximo mes) e implacable defensor de los intereses de las ‘majors’ dentro y fuera de EEUU, hizo a principios de los años 70 a Iberoamérica: “En la década de los 70 el sheriff viaja en persona a los países del patio trasero imperial que intentaban dotarse de leyes y normas de apoyo a su cine, buscando romper el monopolio gringo que dominaba las pantallas. En 1971 su jet privado aterrizó en Sao Paulo para disuadir a la junta militar frente al pedido de intelectuales y artistas brasileños que pugnaban por un régimen de fomento a su cinematografía. Ese mismo año estuvo en México discutiendo con los funcionarios del gobierno de Echeverría que querían “nacionalizar” su cine. Dos años después fue a Bogotá y más tarde a Caracas y Buenos Aires. Sin embargo lo más memorable fue en Lima, donde arribó en 1972 con aires de petrolero texano, a boicotear la promulgación de la nueva ley de cinematografía, el Decreto Ley 19327, pero Velasco se negó a recibirlo y “el gato” se tuvo que ir con el rabo entre las piernas”.Presionar con sus embajadores, amenazar directamente a los gobiernos o destruir los ordenadores. Las formas pueden variar con el tiempo, pero la sustancia permanece idéntica. Se trata en todo momento de impedir el desarrollo de cualquier cosa que suponga una amenaza para su dominio y control de la industria cultural mundial.

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