En los debates sobre el estado de la nación, tan habitual es que el presidente del Gobierno despliegue un balance triunfalista como que el líder del principal partido de la oposición intente echarlo abajo con alguna variación de la fórmula en qué país vive usted, con los demás oradores como polifónico telón de fondo. Nada de esto tiene consecuencias concretas y los protagonistas ni siquiera se consideran obligados a presentar una visión de futuro ni algo que remotamente pueda parecer un proyecto. Los poco usados mecanismos constitucionales de la cuestión de confianza o la moción de censura sí exigen la presentación de un programa o que el Gobierno comprometa su responsabilidad sobre algún asunto; pero los debates del estado de la nación se limitan a discursos y gestos para la galería —la galería propia— más la aprobación ritual de mociones en su mayor parte olvidadas.
El debate de este año tenía importantes diferencias con el precedente. Cuando se celebró el de 2014, Podemos no había hecho su aparición en el tablero político y el PSOE estaba dirigido por Alfredo Pérez Rubalcaba. Un año después, Podemos y Ciudadanos cuentan con fuertes posibilidades de hacerse con un trozo del Congreso de los Diputados, según las encuestas. Resulta prematuro predicar la muerte del bipartidismo a manos de las opciones emergentes, pero es cierto que este combate entre las fuerzas parlamentarias no ha representado suficientemente el estado de la nación.
Poner en evidencia todo esto no significa cuestionar el régimen constitucional, que ha llevado a España a la modernidad y a la prosperidad, por afectada que haya quedado esta última durante la crisis. Lo que se dibuja es una razonable posibilidad de mayor fragmentación parlamentaria. Por ello, los ciudadanos necesitan escuchar proyectos, opciones, explicaciones, tanto para decidir su voto como para valorar hasta qué punto serían compatibles o radicalmente contradictorias las visiones de cada uno, de cara a futuros pactos.
Por eso el abrumador régimen estadístico suministrado por Rajoy para apoyar su tesis general de la recuperación económica, seguido de la reiteración de anuncios de reformas sociales, del objetivo de crear 3 millones de empleos y la rectificación de sus propias tasas judiciales está muy lejos de constituir una visión política de largo alcance. Y los demás oradores, Pedro Sánchez incluido, rivalizaron en querer destruir la credibilidad de Rajoy, pero apenas marcaron perspectivas ni líneas de futuro, fuera de esa reforma constitucional evocada por el dirigente socialista en términos demasiado escuetos.
La regeneración de la democracia sigue pendiente, lo mismo que siguen pendientes la reforma de la Constitución y las respuestas a las preocupaciones de la ciudadanía por el paro y las dificultades económicas o los servicios públicos. Y sobre todo ello, ningún planteamiento de altura. En definitiva, este debate deja pocas nueces para tanto ruido.