La vida no cabe en un libro, pero quizá lo más parecido a ello sea Cien años de soledad. En ella están abiertas todas las venas de America Latina, y en Macondo cabe todo lo que hayamos vivido o soñado
Corría el año de 1967 cuando la editorial Suramericana de Buenos Aires publicó el libro de un semidesconocido escritor colombiano que iba a cambiar por completo la historia de la literatura en lengua española y, en cierto modo, de la literatura universal. La obra llevaba un título singular: “Cien años de soledad”, y su autor, Gabriel García Márquez, ejercía como periodista en Bogotá y se conocía su pasión por William Faulkner y su simpatía por la obra de Alejo Carpentier, un escritor cubano de padre francés, que en el prólogo a su novela “El reino de este mundo” (1949) había establecido las bases para una nueva forma de realismo que fuera capaz de abarcar la singularidad del nuevo mundo americano: “La historia de América -decía Carpentier- no es sino una crónica de lo real maravilloso”. Y por tanto una literatura que intentase dar cuenta de ello estaba abocada a una forma de “realismo mágico”.
De la conjunción de la narrativa faulkneriana -García Márquez siempre consideró a Faulkner más un escritor del Caribe que un escritor meramente norteamericano- y de las tesis de Carpentier sobre el realismo mágico, como la forma más adecuada de capturar un mundo enteramente singular, para el que poco valían las fórmulas literarias europeas, fue naciendo la peculiar síntesis de la obra de García Márquez, que acabaría generando esa obra genial que es “Cien años de soledad”.
Pero a todo ello -y aún a más cosas, pues García Márquez le añadió todos los mestizajes posibles: desde la magia del indio a la diablura y erotismo del negro- lo sazonó en una marmita excepcional, y fue la de convertir su libro en una obra total como lo era el Quijote. García Márquez no sólo creó Macondo en la estela del condado ficticio de Yoknapatawpha, de Faulkner, sino que fue más lejos e hizo de Macondo una versión caribeña de La Mancha, emparentando su creación con la del mismísimo Cervantes.
García Márquez no sólo recreó todos los prodigios de una tierra de prodigios, como reclamaba Carpentier, sino que fue más lejos y recreó la realidad contada y la realidad vivida, todo lo vivido y lo soñado, con pasión e ironía cervantina, no sólo con la admiración del que contempla hechos extraordinarios, sino también con la amargura del que sufre con las derrotas, la ironía compasiva del que no mira las cosas desde la superioridad, y con la cabeza fría del que quiere sacar lecciones y experiencias de las cosas.
En Cien años de soledad, como en el Quijote, no todo es exceso o locura o magia o sinrazón. Lo que domina es una vida contada sin ninguna restricción, sin ninguna cortapisa, sin escuadra ni cartabón. La historia de una saga, a la manera faulkneriana, pero una saga que atraviesa el relato como lo hacen don Quijote y Sancho Panza, dando cuenta de una realidad que es a la vez la cruda realidad y su fábula soñada. Una realidad donde cabe todo lo que cabe en la vida.
Creo que fue Carlos Fuentes -compañero de fatigas y amigo- el primero que comparó Cien años de soledad con el Quijote. Nada más leer la obra, vencido por el entusiasmo, escribió a su amigo Julio Cortázar para decirle. “He leído el Quijote americano, un Quijote capturado entre las montañas y la selva, privado de llanuras, un Quijote enclaustrado que por eso debe inventar el mundo a partir de cuatro paredes derrumbadas. ¡Qué maravillosa recreación del universo inventado y re-inventado! ¡Qué prodigiosa imagen cervantina de la existencia convertida en discurso literario, en pasaje continuo e imperceptible de lo real a lo divino y a lo imaginario!”.
Con similar entusiasmo, pero con una mente más analítica, Vargas Llosa puso enseguida el dedo en la llaga al hablar de Cien años de soledad como “una novela total”: “por su materia, en la medida en que describe un mundo cerrado, desde su nacimiento y su muerte y en todos los órdenes que lo componen -el individual y el colectivo, el legendario y el histórico, el cotidiano y el mítico-, y por su forma, ya que la escritura y la estructura tienen, como la materia que cuaja en ellas, una naturaleza exclusiva, irrepetible, y autosuficiente”. Como ocurre en el Quijote.
En el prólogo a la edición conmemorativa por los 40 años de su edición (publicada en todo el mundo hispano en 2007, en una edición extraordinaria de 500.000 ejemplares), su amigo Álvaro Mutis testimonia que: “Cien años de soledad no puedo leerla sin cierto sordo pánico. Toca vetas muy profundas de nuestro inconsciente colectivo americano”. Yo diría, hoy, que va más allá: que la novela tiene inquietantes resonancias míticas que tocan el inconsciente colectivo de toda la humanidad (los temas del Edipo y el incesto en el marco de las relaciones de parentesco de la familia Buendía es sin duda uno de sus temas esenciales), y más concretamente traza un preciso y oscuro mapa de las siempre conflictivas relaciones paterno-filiales en el mundo hispano, entre esa lejana y altiva “madre-patria” y sus hijos, siempre indecisos entre el amor y el odio. La novela incorpora además todo el insólito mestizaje del Caribe, quizá la única región del mundo donde es real, desde hace centurias, un mestizaje casi total de razas y culturas. Y aún tiene tiempo, en un destacado episodio de la novela, de recordarnos a todos el papel criminal del vecino del Norte.
Este libro inacabable, que tiene por verdadero esqueleto un árbol genealógico, en el que varias generaciones de Aurelianos y José Arcadios Buendías caminan ciegamente hasta el cumplimiento de una profecía que es su destino, está toda ella narrada en un lenguaje tan sencillo, poderoso y original que a ratos es comparada con el Quijote y a ratos con la Biblia, por la resonancia extraordinaria de sus palabras y el universo cargado de simbolismo que las acompaña. Todo un mundo recordado y oído, pletórico de sabiduría popular, resuena en estas páginas, llenas de un magnetismo tan irresistible como el imán que el gitano Melquiades utiliza en la primera página para seducir la imaginación desatada de José Arcadio Buendía.
Es posible que sea verdad que García Márquez ha muerto en la Ciudad de México en abril de 2014. Es posible. En cambio, es seguro de que cuando en 2017 celebremos los 50 años de la publicación de Cien años de soledad Gabo seguirá vivo en la mirada de esos millones de lectores que se quedaran presos de esas palabras inolvidables: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas…”.