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El PSOE camina hacia la irrelevancia

Lo que ahora está por ver es si el PSOE logrará presentarse a las generales como un partido que merezca tal nombre o si en los muchos meses que quedan hasta entonces no se habrá descompuesto. Motivos hay para que esto último ocurra. La crisis que acaba de producirse en Madrid no es sino la muestra dramática de un deterioro profundo, y seguramente irreversible, de los todos elementos que configuran un partido y sin los cuales su supervivencia es imposible. Por muchos apaños que hagan sus dirigentes, y cabe esperar que harán todos los que puedan, esa realidad va a terminar imponiéndose en cualquier supuesto. La incógnita es cuanto puede durar esa agonía.

El primer elemento que está fallando en el PSOE, y de forma cada vez más estrepitosa, es el liderazgo. Y no ahora sino desde hace mucho. Desde la marcha de Felipe González, que creyó que podía seguir mandando sin ser el jefe oficial, y se equivocó, sólo en sus primeros años José Luis Rodríguez Zapatero consiguió ser un verdadero dirigente máximo, que controlaba a los díscolos y a los ambiciosos y que tenía de su lado a los poderes orgánicos.

Pero nada más aparecer los primeros síntomas de la crisis económica, que coincidieron con el inicio de las desavenencias entre el PSOE y el PSC sobre la cuestión catalana, Zapatero empezó a perder pie, vio como le surgían oponentes internos dispuestos a todo, y particularmente a sustituirle, y, al hilo de sus desmanes en la política económica, se fue quedando cada vez más sólo en La Moncloa, mientras sus críticos se desgañitaban contra él sin el menor recato. Hasta el punto de que nada más y nada menos que un año antes de las elecciones se vio obligado a anunciar que no volvería a presentarse, tratando así de evitar que el partido saltara por los aires.

Rubalcaba no pudo revertir esa dinámica de enfrentamientos internos, tras de los cuales estaba una feroz lucha por el poder o, mejor, por hacerse con las parcelas de poder, no precisamente pequeñas, que el PSOE seguía controlando incluso después de las graves derrotas electorales de 2011. Ganó por la mínima la secretaría general, pero los perdedores no se rindieron y no dejaron de trabajar en su contra hasta que consiguieron echarle.

Pedro Sánchez llegó al poder del PSOE contando a su favor con lo que parecía una mayoría sólida de los dirigentes del partido. Había derrotado a Eduardo Madina y a la izquierda socialista tras articular un pacto con los barones que más pesaban en el partido. Prácticamente sobre la marcha y sin elaborar proyecto alguno que confiriera la mínima hondura al acuerdo. Simplemente porque, aun siendo un desconocido, parecía un buen candidato electoral.

Pero muy pronto, quienes le habían aupado al puesto empezaron a transmitir su disconformidad con la manera en que estaba actuando. O, dicho de otra manera, empezaron a tratar de cortarle las alas, no fuera que terminara por afianzarse y cegara las ambiciones de liderazgo que tenía más de uno de los que le habían apoyado. Esa dinámica ha conducido a Pedro Sánchez al disparadero. El secretario general ha decidido cortar por lo sano antes de que sus rivales terminaran con él. Es decir, que impidieran que encabezara la lista socialista para las generales.

Ha empezado por Madrid. Porque Tomás Gómez estaba en guerra abierta con él, porque era un candidato perdedor para las autonómicas, porque estaba implicado en un escándalo. Pero también, y quien sabe si sobre todo, porque detrás del líder madrileño estaba Susana Díaz, la jefe del partido en Andalucía, que aspira a todo, siempre y cuando no salga mal de sus elecciones regionales. Que ella misma ha fijado en una fecha que, de irle bien las cosas, le darían margen de maniobra para ser el principal ponente en las decisiones que el PSOE habrá de tomar en relación con las demás convocatorias.

Más allá de lo ocurrido en Madrid, esa es la guerra socialista del momento. Una guerra en la que todos y cada uno de los barones ha de tomar partido. Y en la que muy probablemente se producirán nuevos episodios clamorosos. Porque nadie está dispuesto a dar su brazo a torcer. En un momento en el que las perspectivas electorales del PSOE no son buenas, y pueden ser aún peores, lo que se impone en la mente y en los cálculos de todos y cada uno de los dirigentes socialistas es defender la parcela de poder que controlan, el capital político que creen que les pertenece. Y ese interés prioritario arrumba cualquier otro, empezando por la suerte del partido en su conjunto. Que para no pocos es la suerte de Pedro Sánchez y los suyos, es decir, otro asunto particular más.

El PSOE se parece cada vez más a un sindicato de intereses. Los de los barones, los de sus segundos y terceros, los de los cuadros, miles y miles, cuyo futuro personal depende de cómo le vaya a su jefe de filas en la batalla que en cada nivel del partido se libra por los cargos públicos, por los puestos en la miríada de comisiones y entidades que constituyen el universo del poder público, por el poder en sí mismo, que abre puertas a quien lo tiene, sean egregias o modestas.

En esas condiciones, hablar de unidad, otro elemento sustancial para la supervivencia de un partido, es un ejercicio inútil. El PSOE está partido por dentro en muchos pedazos. Los acuerdos tácticos que puedan alcanzarse entre unos y otros y contra alguien, y es a eso a lo que se dedican miles de cuadros en estos momentos, se pueden romper tan fácilmente como se lograron. Sólo una victoria electoral podría apaciguar esa locura. Pero ésta no va a llegar. Y no parece que Pedro Sánchez tenga la fuerza necesaria para, cuando menos, tapar el desaguisado que puede producirse de aquí a las elecciones. Y menos las ideas, el proyecto político, otro ingrediente fundamental del que el PSOE carece, que hiciera pensar a los cuadros socialistas que militar en el partido es algo más que defender sus intereses.

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